EN CLAVE DE Y: ¡Vamos por las monedas!

¡Tengo la solución para la falta de monedas! Como dice Ripley, «aunque usted no lo crea».

Empecemos por superar la sensación de impotencia que, por cierto, no consigue monedas, y sí un poco más de estrés. Estudiemos la situación.

Partiendo de la realidad, están los cartelitos, expresión visual muy extendida, donde usted encuentra desde «lo siento, el sistema no funciona» hasta «especialista en enfermedades del espíritu, ¡cura garantizada!» hasta el infaltable «no hay monedas». Además está la expresión vocal, la maravillosa voz humana, pronunciando: «¿le doy una naranja?; va una aspirina, no tengo monedas» y así ad infinitum.

Sigamos por los medios. Quejas en la radio: «la voz de los oyentes»: ¡no puede ser!, y hay gente que acopia y cambia cien pesos en monedas y cobra ciento diez, etcétera. Diarios, titulares televisivos: «Preocupa la falta de monedas. El Banco Central asegura?». Subamos un escalón más: investigaciones, cámaras ocultas, barriles con monedas encontrados en la empresa tal y cual; entrevistas con funcionarios del Banco Central quienes aseguran que «en todas las sucursales del Banco de la Nación Argentina se cambian billetes porque hay suficiente cantidad de monedas». Usted va al susodicho Banco y nada. Frustración. Impotencia.

Ahora usted es un automovilista que pasa por el peaje. Observe: la mayoría de nosotros, la inmensa mayoría, pasa rápidamente, siempre apurada, dejando su moneda; y cuando alguien espera cambio de un billete, se impacienta. Toca bocina. Hace cambio de luces. Sin embargo, ¡estamos quejándonos por tener la solución al alcance de la mano! Porque, dígame, ¿alguna vez el chico o la chica del peaje levantaron la barrera porque no tenía cambio? ¡Eso jamás! Tienen directivas, desde el mismísimo momento de su instalación, cuando, en una forma algo ingenua de sabotaje, tratábamos de pagar con el billete más alto posible. Tienen cambio. Tienen monedas. Siempre.

Algún empleado identificado con esa entidad llamada «Peaje» pondrá cara de orto, preguntará lo obvio: «¿no tiene monedas?».

No, mi querido amigo, mi estimada amiga: usted no tiene monedas. ¡Ellos las tienen todas! Entonces, nuestra estrategia está clarísima: paguemos siempre, siempre, con billetes. De cien, de diez, de cinco, de dos, hasta la moneda de un peso de vez en cuando para tener las más chicas. Me ha resultado un éxito esta sencilla estrategia, de modo que sólo nos queda apelar a la buena voluntad de algún chico o chica que acceda a darnos de diez centavos (los de cinco, olvídalo. De todos modos, se los llevó la inflación). Pero debe admitir conmigo que hemos solucionado gran parte del problema, y visto así el tema, es patético que, con tal de pasar más rápido, ¡les demos monedas al dueño de las monedas! Hacemos de Robin Hood al revés. Bueno, hagamos en serio de Robin. Y con la picardía del padre Juan ofrezcamos nuestro billete, y con la paciencia de los insurrectos del bosque de Surrey cuando acechaban las carrozas, aguardemos que le den cambio a nuestro auto de adelante. Sin gestos ni bocinazos; ¿o a todo el mundo tiene que recoger el último aliento de su madre moribunda? Seamos parte del proceso por el cual las monedas vuelven al pueblo. Esto es así, tal cual, puesto que irán a parar a vecinos y vecinas: almaceneros, ferias, mercerías, quioscos, farmacias? porque, ¿quién conoce al Sr. Peaje? ¿Dónde vive? ¿Lo banca hasta fin de mes, como hace más de un pequeño comerciante de barrio? ¿Le presta la escalerita para llegar a lo alto del placard, como hace mi vecina Nelly? Hágame caso. Y si coincidimos en algún peaje y ve que entrego un billete?no se me enoje. ¡Haga lo mismo!

 

MARIA EMILIA SALTO


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