En el bicentenario de Tocqueville

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

Tocqueville (1805-1858) es el gran teórico de la democracia liberal entre los politólogos no marxistas a partir de los años '50 del siglo pasado, y reactualizado después de los fracasos comunistas. Los neoliberales lo invocan y reivindican. Seducidos por su lúcido y objetivo análisis crítico de la sociedad burguesa, los nuevos comunistas de Francia alegan que Tocqueville era un liberal heterodoxo, pero de ninguna manera un «neo», lo que es obvio: en 1835, año de publicación de «La democracia en América», su obra más conocida, apenas se estaba fundando el pensamiento político liberal. Tocqueville examinó las condiciones sociales y económicas que posibilitan y sustentan a la democracia. Su advenimiento era ineluctable. Más que un sistema de gobierno, lo consideraba una situación, un estadio en la marcha histórica de la sociedad.

Pero la democracia, tal como podía preverse, sería, sobre todo, igualdad. Y si esa igualdad se imponía por un poder paternalista, más allá de sus iniciales objetivos benefactores, puede conducir a una suerte de despotismo aceptado mansamente por el conjunto. Es el peligro de la sociedad de masas, proclive a lo que él denominaría la «servidumbre inconsciente», conformada por individuos egoístas, aislados de lo público, cómodos en su ignorancia cívica y en la indiferencia. Por el contrario Tocqueville alentaba la igualdad de oportunidades sociales y de condiciones políticas y educativas, pero rescatando siempre el valor supremo de la libertad.

Alexis Clerel de Tocqueville pertenecía a una antigua familia de la nobleza francesa. El nunca negó esa tradición, aunque no usó públicamente el título de conde que le correspondía. Sentimentalmente monárquico, reconoce la inactualidad de la aristocracia, incapaz de asumir sus deberes, y decadente desde la Revolución Francesa. Sin embargo, despreciaba a las nuevas clases medias, una burguesía plana, guiada por la codicia y el materialismo, aquella que describió Honorato de Balzac con un realismo estremecedor en su Comedia Humana.

Si miramos desde adentro a Tocqueville, nos encontramos con la paradoja central de su alma: en ella se conservan los «residuos de los afectos hereditarios», según su propia confesión, que se vuelcan en una cierta solidaridad de pertenencia de clase. Pero ésta se quiebra, en cuanto lesionan su racional opción por los derechos que él respeta: las libertades políticas, el equilibrio individuo-sociedad y la limitación de los poderes del Estado, la tolerancia y la convivencia de los desiguales y el impulso que favorezca la igualdad de condiciones y oportunidades para que cada uno desarrolle sus potencialidades para el bien común.

Pero el conservadurismo ciego de la nueva burguesía emergente en Francia lo enojan y lo entristecen. La revolución que su necedad ha de provocar sobreviene como consecuencia de una desigualdad injusta. Empujan a las clases bajas a la insurrección, las conducen al desorden y la anarquía y pondrán en peligro el derecho de propiedad. Aunque Tocqueville no le reconoce a éste su calidad de derecho natural, inherente a la condición humana, lo protege por razones prácticas: es una institución milenaria que garantiza el orden y la paz social, y que no debe limitarse más que en sus excesos propios del feudalismo.

Pero así como alertaba sobre las igualdades que negaban la libertad creativa del individuo, Tocqueville condenaba la desigualdad y la negación de toda posibilidad de superar la pobreza de las clases bajas. Luego de un viaje a la Inglaterra industrial, conociendo la miseria de sus barrios obreros, y de la Irlanda miserable y sometida a las hambrunas por la nobleza terrateniente británica, escribió un interesante «Informe sobre la pobreza». Afirma que el desarrollo económico «incrementará el número y la proporción de quienes se ven obligados a recurrir a la caridad. El crecimiento reducirá a los ricos a la condición de señores feudales de los pobres… y terminará produciendo una violenta revolución en el Estado, cuando el número de aquellos que reciben limosnas se haya vuelto tan grande como el de quienes las dan, y el indigente, incapaz ya de tomar los medios para proveer sus necesidades, halle más fácil despojar al rico de todas sus propiedades de un solo golpe, que pedir su ayuda». Y se pregunta: «¿Puede el total de la riqueza nacional seguir aumentando sin que una parte de los que la producen maldiga la prosperidad que genera?» No se atreve a continuar inquiriéndose: esas cuestiones eran demasiado inquietantes para un conde, en permanente contradicción entre su consciente pertenencia y sus impulsos éticos democráticos. Alega: «En este punto mi horizonte se expande por todos lados y mi objeto de estudio crece. Veo abrirse senderos que no puedo seguir…».

Como otro aristócrata, lord Keynes, un siglo después, comprendía la necesidad de salvar lo mejor de la civilización europea: había que prevenir su caída definitiva. Era tan peligrosa la igualdad aniquiladora de los valores individuales, como la desigualdad irritante provocada por las fuerzas del mercado desatadas sin límites por las clases económicamente más poderosas. Si sus profecías respecto del despotismo comunista o de la servidumbre consciente del hombre masa en el nazi fascismo se cumplieron, su preocupación por la desigualdad injusta es recogida ahora cuando principia el siglo XXI. Es la misma que señalan los informes de Naciones Unidas sobre los peligros para la paz mundial de las iniquidades que se ahondan en Africa y Latinoamérica. Y que reunirá este año en más de una ocasión al Grupo de los Ocho.

Ante la eventualidad indudable del brote de las revoluciones sociales emancipadoras en las colonias del Africa, Tocqueville reconocía «con tristeza que aquí mi espíritu se atormenta y duda, porque las consecuencias han de ser muy penosas». Comprendió que la defensa de las libertades individuales es incompatible con la lucha de clases. En las jornadas revolucionarias de junio de 1848 la violencia y crudeza de este enfrentamiento lo horrorizaron. Había profetizado el «rugir de los vientos de la Revolución» según su propia expresión; Carlos Marx, a quien nunca conoció, por los mismos tiempos iniciaba el Manifiesto: «Un espectro recorre la tierra, el espectro del comunismo». Tocqueville tomó partido abierto por el orden y la represión severa. En sus Memorias cuenta que en esos días tormentosos, mientras su familia cenaba en su mansión parisina, se oían los cañonazos de la lucha de barricadas al otro lado del Sena. Los comensales tenían preocupación e inquietud. La mucama que servía los platos, proveniente de los barrios obreros, deslizó una sonrisa: fue de inmediato despedida.

Como el príncipe Fabrizio Salina, protagonista de «El Gatopardo», la novela de Lampedusa, Tocqueville sabía que era necesario cambiar algo; pero al revés del aristócrata siciliano, esa transformación no debía hacerse para que no cambiara nada, sino para rescatar y preservar la libertad, fundamental objetivo de la democracia. No tenía temores, pero era cauteloso.


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