En la comisaría de El Cuy, Torino dejó su marca

Debido a las golpizas del comisario José María Torino para cargarles los crímenes a los presuntos asesinos de los sirio libaneses, varios murieron siete meses después en la cárcel de Choele Choel. Un apaleado, camino a la comisaría, terminó siendo enterrado durante el trayecto.

Por FRANCISCO N. JUAREZ

fnjuarez@sion.com

Esa mañana del 7 de agosto de 1910, el indígena trasandino José Alonso, jadeante, dolorido y casi pestilente, entendió que le restaban pocas fuerzas para aguantar tanto dolor. Sospechó que la vida misma se les escapaba entre fiebres y alucinaciones. Con una mezcla de grito y quejido llamó a un guardia. Es que la cárcel de Choele Choel –cualquier cárcel- no resulta el lugar aconsejable para un moribundo.

Alonso era uno de los muchos encausados por los múltiples y secuenciales crímenes de los «turcos mercachifles». Pero el único que, a sabiendas que se le avecinaba la muerte –algunos compañeros ya se habían aliviado de igual agonía- quería denunciar los apaleamientos recibidos en la comisaría del Cuy, en el rionegrino departamento de Nueve de Julio.

No sólo le confesó al guardiacárcel su trágico presentimiento sino que pidió denunciar formalmente a sus apresadores. Por eso Juan D. Figueroa, el director de la cárcel ya estaba en problemas. Es cierto a los presos los revisó el médico Víctor G. Romillo cuando el 18 de febrero anterior bajaron en la estación Choele Choel provenientes de General Roca. Pero luego, los rumores sobre muertes de presos abundaban y los corresponsales de los diarios clamaban por visitar la cárcel.

Figueroa, en tren de salvar responsabilidades, ya que cuando llegó la primera remesa de 45 detenidos desde Roca por los crímenes contra sirio libaneses, algunos estaban maltrechos por los efectos de las golpizas recibidas en El Cuy. No lo pensó más y fue a buscar al comisario local y al corresponsal de La Prensa. El 8 de agosto último despachó a la redacción en Buenos Aires el telegrama publicado al día siguiente precedido de dos titulares «Río Negro – Bárbaros castigos policiales». El telegrama decía: «Con el médico doctor Faussone y a petición del director del establecimiento, acabo de visitar la cárcel de penados de esta, a fin de comprobar rumores que circulan de varias defunciones ocurridas entre los procesados traídos del departamento Nueve de Julio por el comisario Torino, al que acusan los detenidos de haberles dado malos tratamientos, golpeándolos en todas formas. Efectivamente, el procesado José Alonso se encuentra en peligro d muerte a causa de la fractura de tres costillas. Comprobé al mismo tiempo que fallecieron Juan Basillo, Ignacio Piquiteo y Pablo Calcumil» (LP martes 9/8/1910).

Pero las costillas rotas eran la evidencia externa de muchas lesiones interiores que Alonso sobrellevó desde, por lo menos ocho meses antes, sin atención médica y padeciendo el traqueteo de los viajes desde El Cuy a Roca y finalmente a Choele Choel.

 

Denuncia en agonía

 

El comisario que tomó la denuncia de Alonso no se iba a escandalizar. Golpizas y muertes estaban a la orden del día y no cesaron al llegar las Policías Fronterizas surgidas siete meses después.

La denuncia del presidiario Alonso aclaró los orígenes de tan larga y dolorosa penuria. Estaba en el boliche de Benjamín Piuma, en Lanza Niyeo, cuando lo detuvo «el agente Juan Cardoso» y lo condujo a El Cuy. Cardoso, que tenía 22 años, figuraba como soltero y con domicilio de origen en Carmen de Patagones, dejó a Alonso en manos del comisario José María Torino, quien «después de despojarlo de una cartera y una cadena, le exigía dijera que había muerto a unos turcos y como se negara a hacerlo, le asestó varios golpes de puño y patadas rompiéndole varias costillas de cuyas consecuencias estaba enfermo». El comisario Torino, que inmediatamente de estas denuncias quedó preso y encausado, tenía 38 años, era casado y tenía su domicilio fijado en Roca, donde los presos fueron golpeados en su tránsito hacia Choele Choel, como oportunamente se demostrará.

La denuncia de José Alonso abarcó las fojas 1 y 2 de un sumario voluminoso que llegó a tener dos cuerpos con decenas de testimonios, certificaciones médicas y de resultados de autopsias que campearon siniestramente en esos expedientes.

Con la denuncia del gobernador rionegrino ingeniero Carlos R. Gallardo al ministro del Interior sobre los crímenes de sirio libaneses que calificó como los más deshonrosos de la República hasta el 27 de enero de 1910 en que la suscribió, creía hacer gala de eficacia gubernamental y derivaba elogios para el comisario Torino. Pero siete meses después, las muertes de varios presos en Choele Choel, antes apaleaos por aquél policía, comenzaron a revertir, escandalosamente, los lauros territorianos.

Es cierto que los corresponsales patagónicos habían telegrafiado todo tipo de noticias, pero ninguna del calibre de lo que se venía en Choele Choel. Incluso los telegramas que coincidieron con el antes y después del 25 de mayo, aparecieron muy retasados en los diarios, copados sus por las crónicas de todo tipo de festejos del Centenario.

Un ejemplo, y nada menos que sorprendente: recién el lunes 30 de mayo se publicó que en Bariloche, «el jefe de piscicultura local, señor Avelino Nieto, ha despachado una importante partida de pescado de este criadero con destino a los banquetes que se darán durante las presentes fiestas. Van especies varias». Es evidente que la noticia estaba «cajoneada».

Las demás noticias tenían el perfil de la Patagonia insólita. Por ejemplo, la que retrataba la impunidad que daba el cargo policial de entonces. Ramón García se enteró en Ñorquinco que, finalmente, había sido nombrado oficial de policía a cargo de la comisaría de Gastre. Pero cuando aún no le había llegado la confirmación oficial se dedicó a amenazar vecinos y a emborracharse. Estaba ebrio en un boliche cuando llegó un tal Luis Clavero que le pidió el caballo prestado y García le contestó con un balazo. Le fue mal: Clavero de disparó cinco y lo mató. La noticia provenía de Ñorquinco, donde también el oficial bolichero Luis Fonda no lograba permanecer sobrio.

 

Entre palizas y momificaciones

 

Para principios de junio, en Tricao Malal, Neuquén, el corresponsal y comerciante lugareño Parada era perseguido y amenazado por el comisario Rosendo Parodi. Para julio, ese mismo policía le robó una tropilla de caballos y mulas a Belisario Sepúlveda apaleó al preso Ponciano García y le dio plantón en noche helada bajo las estrellas a María Espinosa.

Y para fin de julio en Neuquén –según el periódico homónimo- se le dio un banquete en el hotel La Capital al doctor Julio Pellagatti, coronando una crónica anterior sobre la técnica del médico en materia de embalsamamiento de todo ser vivo (hubo discurso de Emilio M. Guiñazú y un pergamino que entregó el niñito Samuel Edelman, dibujado por él mismo).

Pero en agosto, las noticias regionales comenzaron a ensombrecerse. En Las Lajas los presos estaban hambreados sin racionamiento alguno (la caridad vecinal o la venta de alguna prenda les agenciaban algún bocado). También se incendió la cuadra caballeriza de la comisaría de Cabo Alarcón mientras la policía farreaba en la vecindad.

Lo peor, claro, lo abasteció

la cárcel de Choele Choel, apenas terminó la breve denuncia de José Alonso quien sólo vivió unas horas más. El corresponsal corrió al telégrafo y La Prensa lo publicó el miércoles 10 de agosto bajo el título «Río Negro – Crueldades policiales – Detalles horrorosos». El telegrama despachado el martes 9 dice: «Ayer tarde falleció el procesado José Alonso, cuyo estado grave comuniqué, el cual había prestado declaración ante el comisario local sobre los castigos corporales que había aplicado la policía de El Cuy, como medio de obligarle a declarar». El periodista conversó «con los procesados Pedro Vila, Santiago Faramiño, Ramón Ñancuche y Francisco Antelón, quienes declararon que habían sido atados, estaqueados y golpeados con rebenques, sables y con las culatas de las carabinas, teniendo aún las cicatrices de las esquimosis producidas por las cuerdas en los pies y brazos».

Se avecinaban otras muertes. «Se encuentran enfermos –continuaba la nota- de resultas de esos tratamientos, Manuel Ñancuche y Juan Cuyás. El primero se halla en estado grave de resultas de golpes aplicados con la carabina en el pecho. El segundo dice que ha sido colgado de los pies y las manos durante muchas horas, en la puerta de un corral».

La denuncia de esta crónica escandalizó en su época. Los entrevistados «relatan todos ellos los castigos aplicados. Dicen que en el camino a la comisaría de El Cuy, por haberse salido de la huella Marcial Avilés, el cabo Carlos le aplicó un golpe de carabina en el pecho, volteándolo del caballo y le dio otros golpes en el suelo. Falleció pocos momentos después y fue enterrado en el camino, cerca del puesto del vecino Sabalía» (sic, por Zavalía).

 

Sepultura de camino

 

Los testigos recuerdan el episodio como muy cruento: porque al caer «despedía mucha sangre por la boca». Además coincidieron en que el juez letrado no les tomó declaración indagatoria. Pero ante la muerte de Alonso, el juez letrado, dr. Aguirre le ordenó al médico Faussone que practicara la autopsia del cadáver de Alonso «que falleció en la cárcel el 8 del actual».

Pero quien realizó la autopsia (LP 12/8/1910) fue el doctor César Tamenson, en presencia de autoridades, vecinos y el corresponsal de La Prensa. Se comprobó que la golpiza y las fracturas habáin sido la causa de la muerte. El corresponsal estaba agotado. Es que esa misma madrugada había muerto otro apaleado en El Cuy, Manuel Ñancuche (los golpes arruinaron su pulmón derecho). «Se espera -rogaba el corresponsal- que el juez letrado ordene la autopsia de Mancuchi (por Ñancuche) quien decía que estaba enfermo debido a los golpes que la policía de El Cuy le había aplicado.

Estos sucesos –agregaba- han llegado a conocimiento del público por haber el doctor Tamenson manifestado a la dirección de la cárcel que el procesado Alonso tenía fracturadas tres costillas y creía que existiera un delito de por medio, por cuanto el enfermo le dijo que el comisario Torino lo había golpeado». Para el 22 de agosto de ese año, agonizaba en la cárcel Eliseo Marilán y el comisario Torino estaba preso. Lo sumariaba el comisario Héctor Moffat.

 

(Continuará)


Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios