Encuentro con Jim en Bariloche

Iba vestido como la última vez que lo vieron en París: camisa leñadora amplia pero no lo suficiente como para disimular un abultado vientre, pantalones de jeans negros gastados. Barba de muchos meses sin mirarse al espejo. Ya nos habían avisado que Elvis estaba vivo y que Jim Morrison también. Tendría sesenta y tantos. Aparentaba más, nadie puede pasar intacto por el desierto del frenesí. Otra vez tenía el aspecto del chico fofo de su época de estudiante de cine. Otra vez las mujeres lo pasaban por alto sin regalarle una mirada. Cuando fuimos su testigo Morrison era un don nadie.

Ya en 1991 la revista «Musician» había publicado una supuesta entrevista con el ex cantante de The Doors, previo pago de 500 dólares. De manera que hacer otra 10 años después, podía ser un «golazo» periodístico. No importa si estaba por comprar una botella de Jack Daniels en un supermercado de Bariloche. Lo seguimos con cautela, después de todo no se encuentra a Jim Morrison todos los días en la Patagonia. Tal vez estaba allí movido por la naturaleza de esta tierra inhóspita (por ahora incontaminada), muy lejos del siempre bullente París. Pagó con un billete de 20 pesos pero no conservó el ticket. Lo abandonó en una vereda y siguió rumbo al lago Nahuel Huapi. Ni lo dudamos, ese bendito papel, otrora ordinario, ahora podía ser tasado en una fortuna. Ya imaginábamos el anuncio en la contratapa del «Río Negro»: «Una factura de Jim Morrison fue rematada en 1 millón de dólares». Y ¿adivinen quién sería el dueño de esa joyita? Fisgoneamos el precio: 17,70. Difícilmente podrían reconocer por la calle, excepto que se tratara de fanáticos como este cronista, a tan alicaída estrella del rock and roll. Anduvo lento y desgarbado menos de 1 kilómetro hasta que bajó por un sendero, no lejos del club de Caza y Pesca, allí donde se abre una franja de piedras blancas sobre el lago.

Antes del pedregal, en un rinconcito verde de árboles y matorrales, se detuvo unos segundos. Lo esperaba un compañero de ruta que infructuosamente trataba de encender una fogata. Morrison le tendió la botella, el otro bebió con premura. Todo esto lo vimos agazapados, a unos diez metros de distancia. El linyera, vestido no mucho mejor que Jim, tragó la mitad del contenido sin chistar ni repetir. Luego Morrison se largó por esa frontera infinita que anticipa las montañas y la soledad. Pasó junto a un pescador de caña corta y a unos chicos que jugaban un partido de fútbol.

Esta vez supimos que era nuestra última oportunidad de saludar al mito y hacer el reportaje de nuestras vidas. Corrimos a su encuentro, justo cuando Jim Morrison nos daba la espalda y no esperaba señales de fanatismo. «Jim…Jim.. !Jim!», gritamos con el pecho lleno de ansiedad, tropezándonos como si nosotros fuéramos los bebidos.

-Jim, Jim, soy un periodista del «Río Negro», quisiera entrevistarte, ya sé…, dijimos sin poder terminar la frase.

-¿Te parece man?, ya estoy fuera órbita, respondió, frase que acompañó con un eructo. Hablaba un castellano mal traducido, semejante a esas películas viejas en que los héroes parecen salidos de una coctelera donde se mezclaron el español ibérico, con el acento mexicano y buenas dosis de hispano del Brooklyn. Pero se le entendía. No nos trató mal. Alargó el brazo, la botella era una dulce tentación. Y nadie le dice que no a las tentaciones. Bebimos sin toser, un trago, dos, tres.

-Bien, man… ja-ja-ja. Su risa sonó como la de un gigante en una cajita de música. Su voz que había hipnotizado a generaciones completas. Su voz, escupiéndonos el Edipo a la cara. Su voz tan sensual. Tan animal.

Segundos después el televisor estallaba en luces de colores y autos colisionando en una típica escena de película americana. Junto a nosotros una botellita de JB vacía y al lado, dos vasos sin hielo. Eran las tres de la mañana. La habitación estaba apenas iluminada por la pantalla ¿Sería el fantasma de Jim que ya transformado en indio navajo se le aparece a sus admiradores en los «trip» más lisérgicos?

No quisimos manchar su dulce recuerdo. Pedimos más de lo mismo a la pequeña heladera antes de continuar latiendo en la dimensión desconocida.

Claudio Andrade

candrade@rionegro.com.ar


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