Ernesto Sabato en el recuerdo

“Río Negro” fue testigo de la charla que dio esa vez.

Redacción

Por Redacción

Antes de llamarse a silencio y aislarse hasta su muerte en lo que pronto se convertirá su casa-museo de Santos Lugares, Ernesto Sabato hizo gala de gran vitalidad no exenta de cuestionamientos al rumbo de la humanidad. Este diario fue testigo de una de sus últimas apariciones en la Feria del Libro, a fines de marzo de 1992, cuando se permitió celebrar públicamente con algún retardo sus lozanos 80 años. “La esperanza nace del desastre”, coincidió con Proust y lanzó un grito optimista ante el público que desbordó una noche de domingo la sala José Hernández: apostó entonces a que “grandes hombres” sacarían a la Argentina “de un horror que va desde lo ecológico hasta lo espiritual”. Como un homenaje a su vida y obra, “Río Negro” reproduce hoy dicho artículo que pone de manifiesto un fuerte carácter y sus últimas desvelos: Autodefinido como “anarcocristiano”, defensor de la democracia, por ser el menos malo de los sistemas de gobierno, rescató los valores del interior del país, “donde todos se conocen, donde ‘Tuti’ es ‘Tuti’ y ‘Tito’, ‘Tito’, y no seres despersonalizados de la ciudad”, dijo, cuando un joven de Neuquén le confesó su aturdimiento por los mensajes comunicacionales que se difunden desde la capital federal. Contestó que “el culpable no es el televisor”, sino “la búsqueda afanosa del dinero que hay en las personas a través de la propaganda”. Afirmó que “cuando el metro cuadrado es más importante que el alma de un niño, los pueblos están perdidos” y exhortó a pampeanos, rionegrinos y santiagueños, a quedarse en sus provincias o retornar a ellas. “En el interior no se morirán de hambre. Tendrán una huerta, gallinas y hasta un chancho. En nuestra gran megalópolis, ni siquiera hay cloacas. El aire y las aguas están contaminadas. Está todo infectado. Esto es lo reaccionario. Lo progresista es volver a la naturaleza”, definió. Acalorado, ensordecido –hizo desconectar el aire acondicionado de la sala– y “casi ciego” (así confesó para señalar que por eso ahora pinta y no escribe, aunque luego calmó a los oyentes relativizando su ceguera, una de las grandes obsesiones de su vida), Sabato se enfrentó en mangas de camisa a un auditorio dominado por adolescentes. Evidenció buen humor: “No se que vienen a hacer aquí. Yo no vendría a una conferencia mía”, comentó en voz alta para luego eludir con un “¡vamos!… ¡vamos!” a una señora que quiso saber por qué creía que era tan amado. Se asombró por la presencia mayoritaria de jóvenes de entre 15 y 18 años. A ellos, sentados a sus pies, en el piso, dirigió sus palabras, por más que sobre el final de la charla, uno de ellos le pidió inoportunamente, un mensaje. “Todo lo que dije es para ustedes, ¿para quién creés que hablé?”, se enojó. Reivindicó a “grandes intelectuales” nacionales. Entre ellos, mencionó a Domingo Faustino Sarmiento, de quien sin embargo también dijo que “era arbitrario y mentiroso”. No fue nada contemplativo con Domingo Cavallo, ni con la revolución productiva anunciada por el presidente Carlos Menem. Del ministro, opinó que dice “monstruosidades economicistas”, pues mientras “la mayor parte del país está en la miseria”, él se maneja con números y “se olvida de los seres humanos de carne y hueso”. Ya en un largo monólogo, cargó con lanzas contra la sociedad “robotizada” y comentó: “Menos mal que perdimos el tren del progreso”. Se ufanó de la pobreza con valores humanos y denostó las sociedades como la japonesa “donde –ironizó– no se pueden tomar fotografías por la polución que producen las fábricas”. Se declaró tan enemigo “del milagro japonés” como de los Estados Unidos. Llamó “papanatas” a los que siguen su ejemplo. Mencionó que en el país del Norte se consume el 80 por ciento de la droga mundial. “Felizmente, somos pobres y atrasados. En la Argentina todavía hay padres, tíos, hermanos y abuelos. En los Estados Unidos, los ricos mandan a los abuelos a los geriátricos, y los que no tienen plata son tapados con diarios en la calle. En Japón, desechan abuelos y los mandan para acá, a la Argentina, donde también se recibe basura y desechos radiactivos… debe ser la revolución productiva”. Creyó necesario aclarar que no quería “hacer el elogio de la pobreza”, sino “la crítica de la riqueza de unos pocos”. Otro de sus blancos fue el Fondo Monetario Internacional. “Al FMI –dijo– le importa un bledo, que la gente se muera de hambre y sed en la Argentina, Bolivia o Etiopía”. En este punto, aventuró un futuro sombrío para la humanidad por la destrucción de la naturaleza, de los ríos y mares. “Los océanos serán mares muertos”, vaticinó. “En esta deshumanización del mundo, nosotros no llegamos a lo peor, estamos a mitad de camino”, fue otra de sus sentencias. Rescató los valores de amor, piedad y solidaridad del Evangelio. Advirtió que su pensamiento estaba en Cristo y no en el Papa, tras lo cual dirigió un durísimo cuestionamiento al establishment de la Iglesia Católica. “Si Cristo hubiese vivido en la Argentina en 1977, seguramente hubiese predicado en una villa de emergencia. Y, seguramente, lo habrían secuestrado, torturado y asesinado los mismos que, paradójicamente, dicen defender los valores occidentales y cristianos”. En la parte final de la conferencia alertó sobre quienes quieren desmerecer a la democracia, que debe existir –subrayó– porque “la condición del hombre tiende al mal”. En una abrupta despedida, llamó a abandonar las grandes ciudades y se mostró esperanzado en que “los grandes espíritus reaparecerán en la Argentina”. “Y basta… la gente está cansada y yo también”, dio por terminado el debate al notar que varios se ponían de pie y abandonaban la sala tras 60 minutos de una disertación apasionante y polémica.

Autodefinido como “anarcocristiano”, en aquella ocasión Sabato habló de las bondades de vivir en el interior.

Arnaldo Paganetti


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