Estados canallas

Por Aleardo F. Laría

En el documento denominado «The National Security Strategy» del gobierno de los Estados Unidos, firmado recientemente por el presidente Bush, se hace una detallada caracterización de los denominados «rogue States», o Estados canallas, bribones o pillos. Según la definición oficial, en estos estados «se brutaliza al pueblo y se derrochan los recursos nacionales en beneficio personal de sus gobernantes; no muestran ningún respeto por el derecho internacional, amenazan a sus vecinos y violan cruelmente los tratados de los que forman parte; están decididos a adquirir armas de destrucción masiva, junto con otra tecnología militar avanzada, para utilizarlas como amenazas para realizar sus propósitos agresivos; patrocinan el terrorismo por el mundo; rechazan los valores humanos básicos y odian a EE. UU. y todo aquello por lo que está dispuesto a luchar».

Según la opinión del especialista en derecho internacional Burns Weston, el presidente George W. Bush está decidido a hacer de Estados Unidos el más distinguido de estos estados canallas. Si prescindimos de la última de las características («el odio» a los Estados Unidos), puede afirmarse que la administración Bush viene haciendo denodados esfuerzos por encabezar la lista de estos peculiares estados. Estados Unidos viene utilizando su impresionante poderío militar, dotado de un enorme volumen de armas de destrucción masiva, como amenaza para los países que no se pliegan a sus objetivos estratégicos. Por otra parte, en el pasado, Estados Unidos no ha dudado en alentar grupos terroristas para afectar a gobiernos hostiles (de hecho es el único país condenado por el Tribunal de La Haya por apoyar operaciones terroristas de «la contra» contra Nicaragua). La actual «guerra contra el terrorismo» ha llevado a una marcada degradación en la protección de los derechos humanos, con violación de las convenciones de Ginebra en materia de trato a los prisioneros de guerra, o consintiendo en forma explícita operaciones de «neutralización» de supuestos enemigos. Finalmente, la falta de respeto a los principios del derecho internacional se evidencia con la nueva doctrina de las «guerras preventivas» y el tratamiento que actualmente se está dando al conflicto con Irak.

Estados Unidos ha venido empleando en su relación con las Naciones Unidas una táctica de amenazar con el uso unilateral de la fuerza si el Consejo de Seguridad no se plegaba a sus exigencias. Esta presión ha llevado al Consejo a legitimar determinadas exigencias de Washington con el propósito de reconducir o moderar las agresivas políticas norteamericanas. De este modo, cualquier observador imparcial de la actualidad internacional no puede menos que contemplar con asombro cómo al tiempo que un nutrido equipo de inspectores de Naciones Unidas se introduce y husmea en los cuarteles del ejército iraquí, los Estados Unidos continúan concentrando tropas y efectuando maniobras militares en la base de As Sayliyah, situada en el diminuto estado de Qatar. Por su parte, «The Washington Post» publica estimaciones no oficiales según las cuales la aventura bélica contra Saddam Hussein, seguida de una ocupación prolongada, le costaría a los Estados Unidos unos 200.000 millones de dólares.

Lo que estos cálculos no valoran es el precio que la sociedad mundial deberá pagar en materia de retroceso de los procesos de respeto al orden jurídico internacional. La preferencia bélica supone un error de partida, puesto que ignora la posibilidad de dirigir una mayor ayuda al desarrollo como instrumento para corregir las circunstancias que alimentan el terrorismo suicida. Pero además impide que sea el criterio legal el que impere en las relaciones entre los Estados. Para Kant, las amenazas contra la libertad provienen de variadas formas de violencia, entre ellas la guerra. «Los mayores males que pueden afectar a las naciones civilizadas -expresaba- provienen de la guerra, pero no tanto de las guerras pasadas o presentes como de sus continuos, crecientes e interminables preparativos». Para Kant, el imperio de la justicia sólo podría alcanzarse cuando se instaurase «la paz perpetua» entre las naciones, es decir cuando se aboliese la guerra como medio de hacer política. Para el profesor norteamericano David Held, «el modelo de Westfalia, con su aferramiento al principio del poder efectivo -es decir, al principio de que el poder prácticamente dicta el derecho en el mundo internacional- está en las antípodas de cualquier tipo de llamamiento a la negociación democrática continua entre los miembros de la comunidad internacional». Según su opinión, la democracia no obtendrá una victoria definitiva hasta que sus principios no sean reconocidos a escala internacional.


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