Este asunto exige seriedad
Leímos en el diario «Página/12» del 14 de abril una nota que, con título «El tóxico en los campos», hace referencia a una investigación que habría confirmado efectos perjudiciales para la salud humana del glifosato, el herbicida básico de la industria sojera que, producido por Monsanto (1), se aplica en el país desde hace diez años como coadyuvante al sistema de siembra directa. El acápite de la nota señala que un estudio científico local demostraría que este químico, que se utiliza masivamente en el cultivo de la soja transgénica, produjo en pruebas de laboratorio sobre embriones de anfibios malformaciones neuronales, intestinales y cardíacas, aun en dosis muy inferiores a las utilizadas en agricultura. El texto refiere que por primera vez una investigación científica confirma que este herbicida provoca, según conclusión del Laboratorio de Embriología Molecular Conicet – UBA, efectos devastadores en embriones que son comparables con los humanos.
Como es natural, esta información despertó una fuerte preocupación en los sectores agrarios, algo que editorializó «La Nación» del 24 de abril y analizó extensamente su suplemento «Campo» del día siguiente. El editorial comentaba la presentación de la Asociación de Abogados Ambientalistas ante la Suprema Corte de Justicia para que se impida la utilización del herbicida y resaltaba, oponiendo el hecho, que se aplica en 140 países (entre ellos EE. UU., Reino Unido, Francia, Rusia, China y España) y ha constituido un factor eficiente del revolucionario impulso experimentado por la producción agraria del país. El diario resaltaba que la Argentina es el tercer exportador mundial de soja y ocupa puestos relevantes en el comercio mundial de derivados del grano, como aceite y harinas. El suplemento semanal, por su parte, ocupó páginas en detallar circunstancias del asunto. Por ejemplo, la opinión del Senasa de que el herbicida cumple con todas sus normas, que la Organización Mundial de la Salud dictaminó que no ofrece peligro y que el organismo «ha requerido al Conicet el texto del estudio, pero no se ha obtenido respuesta». Resalta que la representación de los productores ha detallado en ocho argumentos técnico-económicos las consecuencias fuertemente negativas que reportaría la suspensión o prohibición del herbicida. El diario refiere que existe una sospecha generalizada de que el tema es utilizado por el gobierno como un capítulo más de su pelea con «el campo», algo que refuerza el hecho coincidente de la prohibición del Ministerio de Defensa (que no habría accedido a proporcionar razones) de cultivar soja transgénica en los terrenos urbanos o suburbanos del Ejército.
Despertó, por el otro lado, la expectativa y simpatía de múltiples organizaciones ecologistas y humanitarias que no tardaron en emitir declaraciones en tal sentido, publicitar la investigación y reproducir expresiones ampliatorias del director del laboratorio. Se produjo una intensa difusión de alarmas sobre agroquímicos e insecticidas y se actualizaron denuncias acerca de hechos como el que se habría producido en Ituzaingó, barrio de 5.000 habitantes en la periferia de la ciudad de Córdoba donde, según la versión, se constataron en los últimos ocho años cerca de 300 casos de cáncer a causa de las fumigaciones con plaguicidas. Puede suponerse que en la consideración de hechos de este tipo se asocia naturalmente la evocación del famoso caso del DDT en los Estados Unidos, que constituye una referencia histórica antológica en la memoria de los más preocupados por la salud de los humanos y el respeto hacia la integridad del ambiente. (2)
Yendo al origen del asunto, esto es, a la investigación realizada en el laboratorio de la Facultad de Medicina de la UBA, otras fuentes entre los numerosos grupos que han tomado posición, han hecho saber que el responsable de ella ha declarado que, más allá del trabajo en que intervino, habría que hacer un estudio serio sobre los efectos del glifosato en los seres humanos, remarcando que para eso el Estado tiene todos los mecanismos necesarios. Y en ese sentido se ha hecho trascender que, ante la andanada de denuncias, el Ministerio de Salud creó en febrero último un grupo «para estudiar la problemática en cuatro provincias argentinas». (En la opinión de algunos desconfiados sobre las tácticas gubernamentales, el propósito real sería acordar respuestas burocráticas uniformes, no contradictorias, a las inevitables requisitorias políticas de los medios).
En todo esto hay abusos e incoherencias que patentizan el bajo nivel institucional en el que hemos caído. Tenemos, por un lado, un informe público deslizado desde un laboratorio inespecífico y, por otra parte, versiones de maniobras oportunistas del gobierno. Tenemos dos diarios de gran difusión y en posiciones ideológicas opuestas, empeñados en una sorda confrontación en torno de la política agraria. Tenemos una investigación que se publicita como si tuviese el sello del Conicet y de la Universidad cuando el o los responsables de ella son sólo agentes en la nómina de una u otra. Tenemos, increíblemente, la reticencia (¿temor, prudencia, ignorancia?) de ambas instituciones para dar respuesta a demandas responsables de información y expresar una opinión institucional sobre el contencioso. Pero hay en el país, aparte de las señaladas, otras entidades del complejo científico-tecnológico con capacidad para clarificar lo que se denuncia. Y si en ninguna de ellas existen funcionarios dispuestos a hacerlo porque temen reacciones de los sectores que se sientan afectados, de la opinión pública o particularmente del gobierno, están las academias independientes (de Ciencias, de Medicina, de Agricultura, etc.) que tienen, como habitualmente manifiestan sus similares de Estados Unidos, libertad y solvencia como para brindar una opinión objetiva. Cuestiones de la importancia socioeconómica que tiene esta que comentamos exigen la intervención tranquilizadora de instituciones en las que la sociedad reconoce peso ético y capacidad científica. Es mucho lo que está en juego.
(1) En «¡Genes en la comida!», un artículo que escribió Richard Lewontin cuando se iniciaba el proceso de difusión de los transgénicos en EE. UU., comentaba que la soja «RR» resistente a insecticidas, había sido creada por Monsanto de modo que los agricultores dispondrían de su herbicida «RR» al mismo tiempo que le compraban sus semillas. Decía que el agricultor acepta el costo de la nueva variedad y su acompañante químico porque el uso de ese poderoso agente antimalezas le va a reducir los tratamientos con herbicidas y los pases de arado en su campo, liberándolo a él para otro trabajo en un taller o una fábrica próximos. El artículo del biólogo de Harvard cerraba con una afirmación categórica: «Para el agricultor ya no hay escape de la ingeniería, sea ésta mecánica, química, eléctrica o genética».
(2) En enero de 1945, desde el Ejército de Estados Unidos se anunció que la obtención del DDT, un insecticida milagroso, podría ser «la mayor contribución de la II Guerra a la salud futura del mundo». Cuando se liberó para uso civil en agosto de ese año hubo un coro general de maravilla por un químico que acabaría con los insectos que molestan, producen enfermedades y arruinan las cosechas. En 1948 el desarrollador del DDT, Paul Müller, recibió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Pero ese pesticida tuvo una increíble trayectoria, de héroe en 1945 a paria en 1972. En los años transcurridos entre éstos se fueron conociendo datos acerca de efectos indeseables (en la gente cáncer y transmisión madre-hijo en la leche materna, efectos en la vida silvestre y el balance de la naturaleza) y se realizaron estudios en profundidad sobre problemas del insecticida en el largo plazo. Al fin la U. S. Environmental Protection Agency prohibió la mayoría de los usos del DDT en los Estados Unidos y esto fue, se lee en «The Strange Career of DDT» de Edmund Russell, «un día glorioso para los ambientalistas».
HÉCTOR CIAPUSCIO (*)
Especial para «Río Negro»
(*) Doctor en Filosofía
HÉCTOR CIAPUSCIO
Leímos en el diario "Página/12" del 14 de abril una nota que, con título "El tóxico en los campos", hace referencia a una investigación que habría confirmado efectos perjudiciales para la salud humana del glifosato, el herbicida básico de la industria sojera que, producido por Monsanto (1), se aplica en el país desde hace diez años como coadyuvante al sistema de siembra directa. El acápite de la nota señala que un estudio científico local demostraría que este químico, que se utiliza masivamente en el cultivo de la soja transgénica, produjo en pruebas de laboratorio sobre embriones de anfibios malformaciones neuronales, intestinales y cardíacas, aun en dosis muy inferiores a las utilizadas en agricultura. El texto refiere que por primera vez una investigación científica confirma que este herbicida provoca, según conclusión del Laboratorio de Embriología Molecular Conicet - UBA, efectos devastadores en embriones que son comparables con los humanos.
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