Esteban de Luca y el «arte» de la guerra

El Arsenal del Ejército Argentino, sito en la calle Rolón de San Isidro, lleva el nombre del poeta porteño Esteban José Mariano de Luca y Patrón, nacido en Buenos Aires el 2 de agosto de 1786 y muerto en el naufragio del bergantín Agenor en el banco inglés del Río de La Plata el ¿17? de mayo de 1824. Su padre era administrador y tesorero de la Aduana de Montevideo, así como miembro de uno de los principales comercios mayoristas del país (Casa Patrón). Luca egresó del Real Convictorio Carolino, donde fue condiscípulo de Florencio Varela, Vicente López, Bernardino Rivadavia, Manuel Dorrego, Tomás Guido, Lynch y Lezica. Intervino en las Invasiones Inglesas a las órdenes de Cornelio Saavedra en el Tercer Batallón de Patricios, del cual fue dado de baja como «subteniente de bandera», suerte de mención honorífica.

Ingresó en la efímera Escuela de Matemática de Belgrano, uno de cuyos objetivos era formar en el «arte mortífero de la guerra, como el principio de la ilustración de una carrera brillante, degradada por la política destructora de la colonia». Allí trabó amistad con Ángel Monasterio, catalán cuya especialidad era la fundición de cañones para la Fábrica de Fusiles de Buenos Aires, donde se fabricaron las armas que usara el Regimiento 71 que se hizo célebre durante las Invasiones Inglesas.

Más conocido por su afición poética, Luca compuso en 1812 una mediocre Marcha Patriótica, con la métrica cadenciosa típica de la época, que fue entonada como canción patria hasta que la Asamblea General Constituyente de 1813 fijó como tal el actual Himno Nacional. El poema contenía inspiradoras arengas como «de la patria al seno volando venid». Compuso además muchos otros versos patrióticos y elegías de amor. Contrajo matrimonio con Isabel Casamayor -ambiciosa miembro, junto con Mariquita Sánchez, de la Sociedad de Beneficencia creada por Rivadavia-, quien inauguró una tertulia literaria en casa del poeta.

En 1814, sin otro mérito guerrero que sus amistades y la composición del poema «Canción de despedida del Regimiento 9, en su partida al Perú, en el año 1814», la Junta de Gobierno lo ascendió al grado de sargento mayor de Artillería, equivalente al actual de mayor en el escalafón de oficiales. Luego de ser designado director de la Fábrica de Fusiles, se le agregó la dignidad de «capitán graduado», títulos que conservó hasta el fin de sus días. Recuérdese que en aquellos tiempos no existía la carrera militar como la conocemos hoy, de modo que los grados y funciones castrenses eran por regla general sólo temporarios.

La Fábrica de Fusiles, bordeada de una derruida tapia de adobe, estaba entonces en donde hoy se encuentra el Palacio de los Tribunales de la ciudad de Buenos Aires, en la manzana comprendida entre las calles Talcahuano, Tucumán, Uruguay y Lavalle. Luca debe haber estado vinculado a ella tal vez desde su comienzo, bajo la dirección de Domingo Matheu (vocal de la Primera Junta, designado en ese cargo por ser «buen tirador»), ya que cuando fue designado su director en 1816 se cita como base que «el sargento mayor de artillería D. Esteban de Luca, encargado de la Fábrica de Fusiles de esta capital, ha dado un impulso rápido a los ramos más importantes de este establecimiento, presentando en los ensayos de las armas construidas bajo su dirección un testimonio recomendable de sus talentos, dedicación y celo».

La fábrica tenía 9 esclavos, 24 aprendices, 6 oficiales de fragua, 5 llaveros, 6 limadores, 2 bronceros, 7 cajeros, 1 carpintero, 1 baqueano, 6 mojadores, 13 llaveros y compositores (la tarea de mayor responsabilidad y retribución entre los obreros, $ 24 por día), un mayordomo y un director ayudante (Luis Argerich). Con un módico presupuesto mensual de unos $ 2.000, fabricaba herraduras, guardacartuchos, cucharas con sacacorchos, atacadores escobillones, cucharas con sacatrapos, jaicadores, estopines, guardamechas, alzamuelles, cohetes para señales, rimeros de pólvora, piedras de chispa, balas, pinzones tapafogones, espadas, balas de cañón, tanques de metralla, cartuchos para armas de fuego, fusiles, pistolas de arzón y otros implementos. Se hacían reparaciones de todo tipo de pertrechos militares, lo que parece haber sido su actividad principal.

Era una práctica habitual destinar presos temporariamente a la fábrica, la mayoría -si no la totalidad- personas con influencias militares y políticas y seguramente sólo al efecto de eludir la cárcel. El presupuesto era insuficiente para cubrir todos los pedidos (hubo que comprar armas en el extranjero) y había grandes demoras en el pago de los salarios de los trabajadores. Se importaba carbón mineral y se obtenía hierro de chatarra como camas y otros artefactos domésticos.

Luca se desempeñó como director hasta 1820, cuando la fábrica contaba con sólo tres armeros ya que el resto -personal irremplazable, formado por largo tiempo de trabajo junto a maestros de experiencia- se había desperdigado por falta de pago de los salarios y de fondos para operar. En marzo de ese año Luca informaba que «es muy considerable el número de armas descompuestas que existen en la fábrica y no hay cómo repararlas».

Poco después hubo una extensa conspiración militar contra el gobierno con participación de numerosos oficiales destacados. Aparentemente su actuación como director de la ahora Fábrica de Armas no agradó ni a los conspiradores ni al gobierno, porque fue denostado por los primeros y el segundo lo acusó de conspirar con Alvear para derrocarlo, aunque fue sobreseído. A fines de 1820 pidió licencia por enfermedad, quedando Luis Argerich a cargo de la fábrica.

Más de medio siglo después, en 1871, cuando el Poder Ejecutivo Nacional creó el primer Departamento de Agricultura del país, designó como su primer secretario al laureado literato Carlos Guido y Spano. La mentalidad de estas clases dirigentes queda bien clara cuando se recuerda que en la década de 1810 estábamos en plena guerra de la independencia, así como seis décadas después vivíamos el comienzo del gran auge de nuestras producciones agropecuarias. Aunque Guido y Spano era mucho mejor poeta que Luca, el error cometido es el mismo en ambos casos: el de considerar las tecnologías como artes de la elaboración de lo imaginario, no del eficiente aprovechamiento utilitario de lo real.

 

 

(*) Doctor en Física y diplomado en Ciencias Sociales

Carlos E Soliverez


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