Europa se blinda ante los inmigrantes
La nueva directiva europea sobre inmigración ilegal, que propone normas comunes para la retención y expulsión de extranjeros sin papeles, se inscribe en la lógica de endurecimiento adoptada a partir del Consejo Europeo de Tampere, en 1999, y formalizada en el Programa de La Haya en el 2004. La directiva del 2005 sobre el retorno de extranjeros en situación irregular, ya muy severa, es hoy objeto de modificaciones sustanciales, siempre en el sentido de la restricción de las condiciones de entrada y del derecho de asilo. No en vano se han introducido cuatro disposiciones altamente simbólicas sobre el retorno voluntario, la retención, la readmisión y los menores.
La directiva pretende abrir la posibilidad de un retorno voluntario en un plazo de cuatro semanas. Pero la formulación es extremadamente ambigua: llama retorno voluntario a lo que en realidad es uno obligatorio. Así, el artículo 6, párrafo 2, sitúa al extranjero ante obligaciones permanentes, como por ejemplo las de tener que «presentarse regularmente ante las autoridades, depositar una garantía financiera, entregar documentos o residir en un lugar determinado». Al adoptar estas medidas tan restrictivas, los Estados aceptan muy probablemente aumentar su participación en la financiación del retorno, lo que confirma su voluntad de obligar a los extranjeros a regresar a sus países de origen.
En cuanto a la duración de la retención, la UE creó hace ya unos 10 años la denominada política de «externalización», esto es una serie de campos de internamiento prácticamente al margen del derecho. Ahora se trata de legislar la duración de la retención en el interior de la UE. Se fija en seis meses (artículo 14) el período de internamiento previo a la repatriación, aunque puede ampliarse hasta los 18 meses. El proyecto inicial de la Comisión proponía una duración máxima de seis meses. Pero los Estados miembros, que aplican plazos de retención muy diferentes -que pueden ir desde los 32 días en Francia o los 42 en España hasta la detención ilimitada-, se han puesto de acuerdo en adoptar la media de… ¡18 meses!
Los partidarios del endurecimiento de las reglas presentan ese plazo como una victoria frente a los Estados más represivos, que practican la retención ilimitada. Pero ¿no implica también permitir a los más garantistas la posibilidad de pasar de 32 días a 18 meses? La armonización al alza del internamiento no puede ser un «avance» y menos aún cuando, en ausencia de una estrategia de gestión común de la demanda migratoria internacional hacia Europa, parece más que probable que de aquí a algún tiempo haya que aumentar de nuevo el plazo de retención.
Esta disposición viene acompañada de otro cerrojo a la readmisión en el territorio europeo del extranjero expulsado. A partir de ahora, éste no podrá presentarse en las fronteras de la Unión hasta pasados cinco años, o más, si ha sido clasificado como amenaza para la seguridad (artículo 9). En la práctica, se trata de la institución de un verdadero delito de inmigración. Berlusconi, siguiendo las propuestas de los ministros neofascistas de su gobierno, ha llevado esta lógica de penalización hasta sus últimas consecuencias, al introducir en el código penal italiano un «delito de inmigración clandestina» castigado con una pena de entre seis meses y cuatro años de prisión. Los responsables europeos dicen no aprobar tal decisión, pero ¿acaso no está implícita ya como posibilidad en la concepción de la inmigración ilegal como delito?
La tercera disposición concierne a los menores. Nadie ignora que éstos plantean un problema grave y que hay que legislar en la materia; prácticamente todos los países de la Unión deben hacer frente a esta nueva forma de inmigración. Lejos de nosotros la idea de arrojar la primera piedra contra la UE. Pero, ¿cómo reaccionar?
Dado que el derecho de los menores es uno de los más protegidos, no resulta posible equipararlo simple y llanamente con la lógica represiva que prevalece respecto de los adultos solicitantes de asilo. Ahora bien, el artículo 14 de la directiva establece que los Estados tendrán derecho a retener a los menores durante el mismo tiempo que a los adultos, aunque, añade, no será en «establecimientos penitenciarios ordinarios». Pero esos «lugares específicos» no se definen en ninguna parte. La directiva pretende respetar el principio del «interés superior del niño» remitiéndose a la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (1989). Pero, hay que recordarlo, la convención no prevé en lugar alguno la posibilidad de la detención de los niños a causa de la inmigración ilegal.
Por otra parte, en la directiva se perfila entre líneas una tendencia a la desjudicialización de los procedimientos de detención y expatriación extremadamente peligrosa. Así, el artículo 14, párrafo 2, postula que «las decisiones de internamiento temporal serán tomadas por las autoridades judiciales», pero precisa que «en caso de urgencia podrán ser tomadas por las autoridades administrativas (…)» para, a continuación, ser confirmadas por las autoridades judiciales en un plazo de 72 horas. Ahora bien, en la práctica, esta sustitución de la competencia de la autoridad judicial por la de la autoridad administrativa tenderá a sistematizarse e, inevitablemente, tendrá consecuencias nefastas en lo que al respeto de los derechos humanos se refiere.
Esta directiva viene acompañada por una ofensiva de la futura presidencia francesa de la UE destinada a hacer aún más difícil la integración de los inmigrantes. Nicolas Sarkozy pretende imponer el «contrato de integración» existente en Francia a la asamblea de socios europeos. Se trata de codificar reglas de asimilación de las normas y costumbres de los países de acogida que los candidatos a la inmigración tendrán que adoptar obligatoriamente. Evidentemente, eso deja la puerta abierta a una arbitrariedad aún mayor de los Estados en la lógica de selección que quieren poner en marcha para la acogida de extranjeros. La presidencia francesa también quiere conseguir que se admita el principio del rechazo a las regularizaciones «masivas», para evitar un «efecto llamada» que pudiera tener repercusiones en todos los países europeos.
Son propuestas muy problemáticas, pues aspiran a imponer un modelo identitario común (el «pacto sobre inmigración») a naciones cuya política es diferente de la francesa, y a controlar el derecho de cada país a decidir su propia política demográfica. En efecto, ¿qué significa «masivo»? ¿Por qué nadie precisa las cifras? ¿Y es que las naciones europeas ya no tienen derecho a incrementar su población cuando lo necesiten mediante las regularizaciones?
Los contenidos de esta directiva europea y el de las propuestas francesas son muy inquietantes. La necesidad de legislar sobre los refugiados solicitantes de asilo y sobre la inmigración ilegal es evidente, pero ¿siempre hay que hacerlo desde una perspectiva únicamente represiva y arbitraria? En cualquier caso, la inmigración continuará. Y la destrucción progresiva del derecho de asilo no solucionará nada.
Desde el Tratado de Maastricht, Europa ha entrado en un ciclo globalmente negativo sobre el asilo. La reducción progresiva de este derecho conduce a restricciones importantes. Uno de los escándalos más inmorales de los últimos años es el caso de los refugiados iraquíes. Desde la invasión de Irak, más de 2,4 millones de personas han abandonado ese país. Entre el 2003 y 2007, alrededor de 100.000 iraquíes pidieron asilo político en Europa, de los cuales 40.000 lo hicieron entre el 2006 y el 2007. ¿Es mucho? Pues bien, Siria, cuyo PIB es mucho más bajo que el de la UE, ha acogido a 1,4 millones de iraquíes.
De hecho, la situación real de Europa y el resto del mundo en materia de acogida o rechazo de los solicitantes de asilo está marcada por una profunda desigualdad: Europa recibe un número de solicitudes de asilo relativamente bajo comparado con los millones de personas que emigran en el interior de África, Asia y las regiones fronterizas con Europa. No hay una «explosión» del número de refugiados propiamente dicha; existe sobre todo un endurecimiento continuo de las reglas de entrada que incrementa objetivamente el número de rechazos y, en consecuencia, el de «expatriables» en las fronteras. Pero esto no le impide a la Unión seguir endureciendo aún más su legislación. (El País Internacional)
SAMI NAÏR (*)
Especial para «Río Negro»
(*) Catedrático de Ciencias Políticas
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