Evo arremete contra los guaraníes
GUSTAVO CHOPITEA (*)
La lenta y paciente marcha-protesta de los guaraníes a través de las carreteras de Bolivia en dirección a La Paz duró 41 largos días. Para terminar siendo de pronto dispersada, a palos, por los agentes de policía de Morales que la emprendieron a garrotazos y gases lacrimógenos, sin piedad alguna, contra los indios guaraníes que provenían de la Amazonia y no del Alto. Los atacaron cuando estaban acampados cerca de Yocumo, a unos 300 kilómetros de La Paz. Los acampantes, cabe aclarar, eran numerosos. Hablamos de unos 1.500. Un grupo de sus mujeres acababa de tomar de rehén, aunque tan sólo por un breve rato, al propio opaco canciller de Morales, David Choquehuanca –un indígena él también pero de etnia aymara, la predominante– a quien forzaron a caminar brevemente con ellas. En Yocumo, Morales había alistado y desplegado a la policía y a algunos de sus partidarios, hecho público informado profusamente por los medios antes de la llegada de la columna guaraní. Entre ellos, a militantes indígenas (grupos de choque) de etnias ciertamente diferentes a la guaraní, a los que se proponía utilizar para impedir el avance sostenido de los manifestantes guaraníes hacia La Paz. La idea era sembrar violencia y, a la vez, cizaña y provocar enfrentamientos. Aquello tan viejo de “dividir para triunfar”, una vez más. Como resultado inmediato de la feroz paliza que fuera propinada a los guaraníes, la ministra de Defensa de Morales, Cecilia Chacón, renunció a su cargo, en protesta. El propio defensor del Pueblo, Rolando Villena, aclaró que el violento e injustificable ataque policial se realizó cuando los indígenas guaraníes estaban sentándose a cenar, sin intención agresiva alguna. Lo mismo dijeron los funcionarios de las Naciones Unidas con sede en Bolivia. Para quienes habían sido especialmente convocados para la violencia, era la oportunidad propicia. Por ello el ataque policial, claramente preparado de antemano, sobre el que habían alertado los medios independientes. Una vez apresados, los indígenas guaraníes fueron apilados a empujones en una columna de ómnibus que “casualmente” estaba lista en medio de la nada, para ser obligados a regresar a sus tierras en el sur del país, por vía aérea. Pero ocurrió lo impensado, otros indígenas locales liberaron a los guaraníes, cercando a los vehículos y sacándolos de los ómnibus en los que estaban siendo retenidos. En la tunda policial previa hubo varios heridos. Ninguno aparentemente de gravedad, pese a que la policía sostuvo que uno de sus efectivos habría sufrido un presunto “flechazo” en el cuello, lo que no pudo probarse. Las mujeres guaraníes fueron luego separadas a la fuerza de sus hijos y los reporteros y fotógrafos impedidos de cubrir profesionalmente lo que sucedía, como suele suceder. Respecto de los niños, voceros de la Iglesia Católica aseguran que, en las corridas provocadas por el intento de separación de sus madres, hubo uno que lamentablemente resultó muerto. La actitud gubernamental, preparada cuidadosamente con anterioridad al episodio de violencia, como forma de disolver una marcha que incomodaba políticamente al gobierno de Morales es todo lo contrario del andar democrático. Es, en rigor, una actitud gubernamental hostil más que forma parte de prácticas represivas que se están transformando en la conducta habitual del gobierno en Bolivia. La conmovedora protesta guaraní seguramente continuará, tan pronto como los que fueron dispersados por la fuerza se rehagan. Con mucha más voluntad que antes, después de la tremenda paliza recibida. Pero con las mismas convicciones y coraje con el que defienden su ambiente en el Parque Nacional Isidoro Sécure, al que Morales procura, desaprensiva e insistentemente, cruzar con una carretera que financiará Brasil, cuya traza los guaraníes rechazan. Por ahora, la construcción se ha suspendido, lo que es un triunfo –provisorio– de los indígenas indignados. El descontento de los pueblos indígenas originarios con Evo Morales crece día a día. La desilusión también. Las protestas, por ello, se multiplican. Pero Morales gobierna con una suerte de insensible absolutismo. Como si él y los suyos fueran los únicos dueños de la verdad, sin escuchar sino a sus colaboradores más inmediatos y sumisos. Porque se siente depositario exclusivo de todo el poder y actúa de esa manera. Una verdadera lástima, pero así parecen estar las cosas. Había esperanza en la gestión de Morales para gobernar cuidando los equilibrios y modernizar a la difícil Bolivia; pero la realidad está demostrando ser muy distinta de lo imaginado. Un líder netamente autoritario maneja Bolivia a su gusto y paladar, rodeado de una administración desde hace rato plagada de corrupción. (*) Analista Internacional del Grupo Agenda Internacional
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