Evolución de las especies y cooperación

Por Tomás Buch

Después de muchos siglos en los que se creyó en la creación del mundo así como está descripta en la Biblia, durante el XVIII y el XIX esta simple cosmovisión centrada en el hombre (occidental…) se desmoronó por etapas, y hacia mediados de ese siglo Charles Darwin terminó de demostrar de qué manera las especies de animales y plantas, lejos de haber salido tal como las conocemos de las manos del Creador hace unos seis mil años, se fueron modificando lentamente a través de millones de generaciones, a partir de un comienzo del cual aún sabemos poco, hace unos 3.500 millones de años. Las pruebas de esta lenta marcha abundan y los restos fósiles, de bacterias y de dinosaurios, han sembrado el camino que condujo desde las formas primitivas hasta las que nos rodean, inclusive nosotros mismos. Pero ¿cuáles fueron los pasos y los mecanismos de este cambio? ¿Por qué algunas especies se extinguieron y por qué otras han permanecido casi sin cambios durante mucho tiempo?

Darwin y los demás evolucionistas han analizado desde entonces las maneras por las cuales las especies evolucionan: la selección natural basada en la diversidad genética y las mutaciones. Si de una especie hay varios ejemplares ligeramente diferentes, el que tenga la mayor potencia reproductiva tendrá más descendientes, y sus cualidades se transmitirán a esos descendientes. De esa manera, gradualmente la vida se va adaptando a los continuos cambios en el ambiente, y se marcha hacia especies que a veces son más eficientes y que muchas veces son también más complejas.

Darwin vivió en plena época victoriana, en la cual el capitalismo comenzaba a mostrar su potencial de crecimiento en la Revolución Industrial. Las ideas de Darwin acerca de la selección natural implicaban la competencia entre especies por recursos escasos y su adaptación a las circunstancias ambientales, aunque no necesariamente la depredación ni la lucha de unos seres contra otros. Esta idea, la de la lucha sin cuartel por la supervivencia, fue introducida prontamente y aplicada a un ámbito totalmente ajeno al de la biología evolutiva: en la forma de un presunto «darwinismo social» se usaron para justificar la despiadada explotación de los trabajadores, los más débiles de la sociedad.

La idea vulgar acerca de la evolución de las especies biológicas se centraba en la «lucha por la vida» y la «supervivencia del más fuerte» -allí donde Darwin a lo sumo había hablado del más apto. La naturaleza, vista a través de los ojos victorianos, no conocía ni la compasión ni la solidaridad. El fuerte devoraba al débil y eso, aun aplicado a una sociedad pretendidamente cristiana, estaba en la «naturaleza de las cosas» y no debía causar conflictos morales a nadie. Igualmente, las razas fuertes podían explotar a las débiles, y el imperialismo europeo conquistó a indios y negros en nombre de la superioridad del hombre blanco.

La aplicación de las ideas evolucionistas sobre la selección natural a la sociedad capitalista era una extrapolación claramente inadmisible y su base ideológica era evidente. En cambio, la teoría científica de la evolución de las especies fue durante décadas mejorada con las conclusiones extraídas de la genética mendeliana, de la genética de las poblaciones, de las teorías acerca de las mutaciones y otros elementos teóricos y, si bien dejaba muchos de los hechos observados sin explicación, la «teoría sintética» que surgió de todos esos elementos es hoy universalmente aceptada como el principal cuerpo teórico explicativo de la evolución de las especies a lo largo de los eones.

El principal escollo de la teoría sintética, sin embargo, era la aparición de grandes novedades en la historia de los seres vivientes. Resultaba difícil explicar, mediante la pura selección natural, la aparición de grandes grupos de seres de estructuras enteramente novedosas. ¿Por medio de qué mecanismo gradual se podría explicar la aparición de seres pluricelulares o de dinosaurios voladores, por ejemplo, para cuya viabilidad debían coordinarse cientos de caracteres hereditarios? Ese es aún uno de los grandes misterios, que todos los intentos teóricos explican de manera poco satisfactoria.

Durante los primeros tres mil millones de años, las únicas especies vivas eran bacterias que carecían de núcleo celular y de mecanismos de reproducción sexuada, los procariotes. Y luego ocurrió el más importante de todos los cambios que ocurrieron en la estructura y el funcionamiento de los seres vivos durante todos los millones de años de existencia de la vida sobre la Tierra. Fue el paso que condujo de las bacterias a las formas celulares más complejas -los eucariotes-, que poseen núcleo y otras estructuras intracelulares más complejas que el citoplasma de los procariotes, y cuya evolución posterior dio lugar a la aparición de la totalidad de los organismos más complejos, entre ellos todas las plantas y los animales, inclusive nosotros mismos. Los procariotes nunca hubieran podido generar organismos muy complejos, porque su fisiología era muy sencilla y su aprovechamiento de las fuentes de energía, aunque adaptada a las circunstancias de su vida, era relativamente poco eficiente. A pesar de ello, gran parte de las especies vivas y tal vez la mayor parte de la biota, la masa total de los seres vivos que comparten el planeta con nosotros, son procariotes, así que no es cuestión de depreciarlos. Pero su capacidad de evolución -si se hubiese visto limitada a los mecanismos darwinianos- era limitada.

La anatomía de los eucariotes, aunque muchos son unicelulares, es compleja. Cada célula contiene varios tipos de órganos internos: los cloroplastos, donde ocurre la fotosíntesis en las células que la llevan a cabo; los mitocondrios, usinas energéticas donde transcurren los procesos de la respiración; apéndices móviles, como cilias y flagelos, y otros más.

Las complejas formaciones de microtúbulos que se ponen en evidencia durante la división celular también tendrían un origen extracelular. ¿Cómo se podía pasar de una estructura sencilla como la de una bacteria a semejante complejidad por pequeños pasos? ¿Y cómo podría haberse originado un proceso tan complejo como la sexualidad, esa compleja manera de intercambiar genes para enriquecer el genoma de la especie, a partir de la simple división celular de los procariotes?

Ante estos misterios, apareció una idea totalmente diferente de la teoría de la evolución basada en la diversidad genética y la selección natural: la de que cada uno de esos órganos de una célula eucariota se había originado mediante la incorporación de otra bacteria, de características diferentes de la original. Algo así como una comida mal digerida, que incorporara luego su material genético a la bacteria huésped, transformada así en una entidad mucho más compleja. La prueba incontestable de esta hipótesis se encontró cuando se determinó la existencia de ADN propio en cada uno de estos órganos internos, y la vinculación de la secuencia de bases de ese ADN con la de especies de bacterias actualmente existentes en libertad.

De tal modo, se encontró que los cloroplastos se relacionan con algas fotosintéticas unicelulares cuyos parientes aún existen en libertad; las mitocondrias, de ciertas «proteobacterias»; las cilias, de otro tipo de procariotes, las espiroquetas. Una vez incorporadas, estas bacterias se habrían reproducido luego a la par de sus huéspedes, y dado que el organismo resultante presentaba manifiestas ventajas por sobre el desempeño de sus varios progenitores actuando por separado, estas formas se perpetuaron y se multiplicaron al ser seleccionadas favorablemente a través de los mecanismos darwinianos. Incluso se hipotetiza que la reproducción sexual misma pueda haberse originado por la incorporación parcial del genoma de un ejemplar de la misma especie, en algo parecido a un canibalismo incompleto, que habría conducido a la duplicación del genoma.

La teoría se conoce como «simbiontogénesis», la génesis de nuevas formas de vida por simbiosis. La figura más conocida de entre sus propulsores es la bióloga estadounidense Lynn Margulis, y la mayor parte de sus afirmaciones ya ha entrado plenamente en la ortodoxia de la biología contemporánea. La simbiosis también es un fenómeno vastamente importante en todas las especies superiores. Nosotros convivimos con huéspedes bacteriales, que prosperan en nuestro interior bajo la denominación equívoca de «flora intestinal», cuya ausencia nos ocasiona graves perjuicios.

Los rumiantes pueden vivir de pasto porque sus estómagos contienen bacterias que descomponen la celulosa; las termitas son capaces de alimentarse de lignina porque también ellos, en sus sistemas digestivos, poseen bacterias que la pueden digerir; las plantas leguminosas son capaces de absorber el nitrógeno del aire gracias a una combinación simbiótica de bacterias que se hospedan en sus raíces, en unos nódulos conocidos como micorrizas, que a veces se comen bajo el nombre de trufas.

No es muy lícito explotar las teorías científicas en contextos ajenos a sus áreas específicas. Hemos dicho que el darwinismo social fue -y es- un mero pretexto, una falsa justificación pseudocientífica de la explotación de unos humanos por otros, y de la falta de pudor ante la miseria. Pero si se ha usado ideológicamente la pretendida «supervivencia del más fuerte», tal vez también tenemos derecho a usar ideológicamente la teoría de la simbiontogénesis, en un sentido opuesto a aquel darwinismo espurio: los avances más importantes en la evolución de las especies no se produjeron cuando unos seres vivos crecieron a expensas de los otros, sino cuando cooperaron entre sí especies de capacidades diferentes. Con la evolución de las sociedades humanas podría ocurrir otro tanto.


Después de muchos siglos en los que se creyó en la creación del mundo así como está descripta en la Biblia, durante el XVIII y el XIX esta simple cosmovisión centrada en el hombre (occidental...) se desmoronó por etapas, y hacia mediados de ese siglo Charles Darwin terminó de demostrar de qué manera las especies de animales y plantas, lejos de haber salido tal como las conocemos de las manos del Creador hace unos seis mil años, se fueron modificando lentamente a través de millones de generaciones, a partir de un comienzo del cual aún sabemos poco, hace unos 3.500 millones de años. Las pruebas de esta lenta marcha abundan y los restos fósiles, de bacterias y de dinosaurios, han sembrado el camino que condujo desde las formas primitivas hasta las que nos rodean, inclusive nosotros mismos. Pero ¿cuáles fueron los pasos y los mecanismos de este cambio? ¿Por qué algunas especies se extinguieron y por qué otras han permanecido casi sin cambios durante mucho tiempo?

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