Extrañas costumbres
Por Susana Mazza Ramos
Ante la proximidad del 17 de agosto, día en que se recordará al general San Martín, tal vez pueda uno preguntarse sobre la extraña costumbre que mantenemos, de rememorar a los hombres de la historia, por las fechas de sus muertes y no por la de sus nacimientos.
Así, el 20 de junio de 1820 murió el general Manuel Belgrano; el 17 de agosto de 1850 fue el día en que José de San Martín dejó de existir; el 11 de setiembre de 1888, la fecha en que falleció el maestro Domingo Faustino Sarmiento.
¿Por qué no recordamos a esos antepasados, por el día en que vieron la luz?
Si nos detenemos a observar, esta morbosa actitud no tiene similar correspondencia al hablar de un árbol, por ejemplo, al que asociamos inmediatamente como una semilla que, vibrante y esforzada, rompió en tallo y hojas, en flores y frutos, en sombra y verdor.
Jamás celebramosla maravilla de un árbol que fue, recordándolo por sus inermes raíces o por las resecas ramas que muestran las cicatrices que dejó el paso del tiempo.
¿Por qué sostenemos esta lúgubre costumbre que no permite «celebrar» sino solamente «conmemorar»?
¿Por qué no «celebrar» la alegría de honrar a seres que, -a pesar de errores, defectos y desaciertos que como toda persona seguramente han tenido- consideramos necesario valorar en su exacta dimensión, por el legado que dejaron a la sociedad?
Al carecer de conocimientos en psicología y sociología, no podemos explicar seriamente la o las complejas razones de este comportamiento colectivo, pero es obvio que deben existir motivaciones profundas que trazaron el camino de esa recordación necrófila, que practicamos como ritual.
Anclados en
la tristeza
¿Por qué siempre nos detenemos en la muerte y no en la vida?
¿Por qué anclamos en la tristeza, el dolor y la angustia de los estertores y la oscuridad, y no en la mágica explosión de la luz, esa presencia nutricia que significa vida?
¿Por qué gozamos -acaso sin conciencia de ello- con el desasosiego y el ocaso de los despojos, y no con la plenitud del vagido vital?
¿Por qué honramos en pétreo mármol o bruñido bronce a quienes ya partieron, y no lo hacemos en la luminosidad de los colores («heridas de la luz» como los llamaba William Blake), en la calidez de la madera o en la matriz fecunda de la tierra y el agua?
¿Por qué usamos la solemnidad, el ensalzamiento exagerado y la negación de los fracasos de los «aceptados» en la avara galería de hombres ilustres?
¿Por qué no somos honestos en nuestro reconocimiento con los seres que valoramos cuando están «con vida» y no nos rasgamos las vestiduras con llantos y banderas a media asta, al verlos partir trágicamente?
¿Por qué mantenemos a ciudadanos valiosos como «parias», expulsando constantemente a excepcionales seres que han contribuido al avance de la ciencia, el arte y la cultura, mientras otorgamos recibimiento de realeza a exultantes modelos, deportistas millonariamente cotizados o a opacas «estrellas calendario» de revistas masculinas?
Seguramente, si los próceres que entregaron esfuerzos y vidas para que nuestro futuro fuera más digno, pudieran ver la desidia, la indiferencia y el visible desprecio con que tratamos a los honestos, a los sabios, a los esforzados, a los que diariamente y sin «sponsors» se entregan por los demás, serían su asombro y desconsuelo mucho más dolorosos que su propia muerte.
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