Farsa electoral

Aquellos a los que se denomina los «representantes del pueblo», ya sea en el Congreso nacional, en las legislaturas provinciales y demás cuerpos deliberativos en la república, muestran habitualmente una mediocridad total y consecuente falta de responsabilidad. Los oficialistas suelen ser simples «levantamanos», prestos a seguir ciegamente las órdenes del caudillo, y los opositores se caracterizan casi siempre por su tendencia, también ciega y muchas veces irreflexiva, a la obstrucción sistemática. Todos, casi regularmente, abusan del presupuesto estatal nombrando ejércitos de asesores, otorgando viáticos, etc. El nivel general de quienes dicen representarnos es manifiestamente pobre.

¿Tiene alguna posibilidad el elector, el ciudadano «de a pie», de poder influir en esta situación, mejorándola a través de su voto? Tenemos posibilidad de elección? Lamentablemente, la respuesta no puede ser más que negativa. Cuando nos encontremos con la perspectiva de votar, el próximo 28 de junio por ejemplo (no siendo demasiado diferente en otras oportunidades), tendremos que elegir entre un muestrario de listas «sábana», respecto de las cuales se nos insta a sufragar por el primero y en el mejor de los casos por el segundo del conjunto, pero nuestro voto no podrá discernir entre los demás integrantes: aceptamos en bloque la propuesta u optamos por otra, con similares características.

En las listas sábana prima la mediocridad, siendo la principal de las virtudes para acceder a un lugar expectable en las mismas la buena relación con el caudillo de turno o con la camarilla; muy pocas veces el mérito, algunas también pocas, la buena llegada al electorado o carisma. ¿Elecciones internas? Hace rato que no se hacen: los comités o camarillas de cada partido (cuando no lo hace solamente el caudillo), en oscuras negociaciones, forman la lista de acuerdo con influencias, recomendaciones, presiones, a veces amistades y en algunos casos -¿por qué no?- también méritos. Tan importante como elegir los nombres es el lugar a ocupar, ya que en las agrupaciones más o menos importantes, con posibilidad de ingresar al Congreso o Legislatura por la representación proporcional, el primer puesto en la lista implica desde ya la elección segura, lo que según la cantidad de bancas se extiende al 2°, 3°, 4°, etc. Los demás van «de relleno».

Tampoco la elección interna brinda demasiadas garantías, porque de ordinario son dos «sábanas» paralelas las que compiten, componiéndose la lista final conforme al resultado, con los candidatos de ambas. Ni siquiera el votante en la interna puede discriminar entre los candidatos: debe elegir también «en bloque».

¿Acaso los «electores» elegimos con este sistema? Más bien estamos coercionados a optar entre un bloque de candidatos y otro; podemos considerar que quien encabeza la lista es una persona capaz, correcta, cuyas condiciones hacen que la consideremos digna de representarnos, pero a su lado -en el segundo o tercer lugar- nos vemos obligados, si queremos votarlo, a brindar también nuestro voto a quien estamos seguros no lo merece o a ilustres desconocidos cuya trayectoria ignoramos.

¿Es acaso esto el gobierno representativo? Por otra parte, los candidatos así electos: ¿responden al elector o a quien los digitó para que llegaran a una banca? ¿Con quién tratarán preferentemente de quedar bien, con la población de su zona o con el comité, camarilla o caudillo que los ingresó? (No olvidar que su primera preocupación cuando asumen el cargo consiste en ver qué es lo que tienen que hacer para ser reelectos).

La Constitución de Río Negro ha llevado al extremo esta disfunción del sistema representativo de gobierno, al declarar solemnemente que las bancas pertenecen a los partidos y no a los legisladores electos. Con lo que necesariamente deberíamos reconocer que se nos está exigiendo que votemos a un determinado partido y no a los circunstanciales candidatos, que estarían entonces sujetos a las instrucciones de aquél.

El presupuesto justificativo de este sistema es que el elector «no vota personas o candidatos», sino que debe votar ideas, así como también que los partidos políticos tendrían alguna suerte de coherencia ideológica, programa más o menos común y respetado, o cosa por el estilo, que justificaría el que se los prefiera respecto de las otras personas. Por ello, la «representación proporcional» y las sábanas, supuestamente destinadas a que todas las «ideologías» estén representadas. Echando una somera mirada sobre nuestros partidos políticos, esas premisas no pueden más que mover a risa. Igualmente: si lo que se pretende es que votemos «ideas», ¿por qué todas las campañas electorales se fundan en la personalidad de los candidatos, aquí y en cualquier lugar del mundo?

Siempre, aquí y en cualquier lugar del globo en que se ejercite el derecho al voto, el ciudadano querrá saber a quién vota, qué persona es la que se presenta a requerir su confianza, porque precisamente al aprobarlo para que gobierne, quien se sentará en la banca o en el sillón ejecutivo será una persona de carne y hueso, quien a veces actuará según las pautas programáticas o ideológicas y muchas veces no. ¿En quién confía el elector cuando puede elegir? En la persona que ha demostrado corrección u honestidad en su vida privada o que se ha desempeñado medianamente bien en los cargos públicos antes ocupados. Las ideas no abusan del presupuesto, no designan parientes o amantes en los cargos importantes, ni traicionan sus propias propuestas. Los hombres sí lo pueden hacer, y habitualmente lo hacen.

Por eso es que la coerción al ciudadano a votar a más de un candidato en una lista desnaturaliza su libertad de elegir, al obligarlo a aceptar, junto con quien puede considerar un buen candidato, a veces al peor o por lo menos a quien ni siquiera conoce y al que debe darle un voto de confianza nada más que porque va acompañando al primero. La experiencia y el sentido común simplemente demuestran que el acompañar a un buen candidato no torna por ósmosis buen candidato a nadie.

Entonces: si queremos entender el sistema que nos rige debemos partir del reconocimiento de la realidad: no es «democrático» ni tampoco «representativo». Ejercemos más o menos nuestra libertad de elección cuando optamos por uno de los candidatos a presidente, gobernador o intendente; pero en cuanto a las listas para los cuerpos colegiados, la verdad es que estamos inermes: se trata solamente de la competencia entre camarillas opuestas, que con anterioridad a la intervención popular ya han determinado (a veces en forma inconmovible) una parte sustancial del resultado. Esas camarillas, llámeselas partidos, frentes, alianzas o como fuere, no son en nuestro país y a la fecha más que fracciones unidas por la obsecuencia a un líder o por cada vez más imprecisas definiciones doctrinarias (cuando existen) y, en los hechos, cohesionadas finalmente por la desnuda ambición de poder.

El sistema electoral y de partidos políticos que nos rige no está hecho en el interés de los ciudadanos o del «pueblo», sino de los profesionales de la política.

Por ello, si alguna vez hemos de tener una verdadera república, si de algún modo los ciudadanos podemos llegar a tener algún tipo de representación, seguramente no podrá serlo con las instituciones que hoy nos rigen, ni con los partidos dueños de las candidaturas y de las bancas, ni con las listas sábana, ni con la representación proporcional, ni con todo lo que configura esta penosa farsa electoral: la Argentina tiene una muy pobre calidad institucional, y la mejora de esta triste situación debe necesariamente pasar por una toma de conciencia en cuanto a la perversión del sistema electoral y de partidos políticos que se nos ha impuesto y la necesidad imperiosa de reformularlo. Mientras ello no ocurra, las farsas continuarán, sin duda.

 

FÉLIX E. SOSA (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Abogado

FÉLIX E. SOSA


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