Fetiches

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

Oh, el curioso asunto del dinero..!», le escribía Nieztche a su hermana, ante un apuro de inquilino. Nieztche, un filósofo de exaltado y vitalista sentido de la impugnación frente a casi todos los lugares comunes de la cultura occidental, nunca entendió los mecanismos del mundo del dinero, respecto del cual tampoco tenía respeto alguno. En el de nuestra actualísima cotidianidad, por cierto que las cuestiones del dinero y las finanzas bancarias admitirían esa mirada de asombro y extrañeza, si no fuera que está imbricado con las emociones inevitables del drama de los argentinos en los tiempos que corren. Entonces nos ocurre que ni siquiera se tiene tiempo para despertar la curiosidad sobre el fenómeno fetichista que encierra.

El fetiche es un ídolo u objeto de cualquier clase al que se rinde un culto exagerado e irracional. Pues bien: el dinero, y aun más concretamente el dólar billete, se ha convertido en un formidable fetiche para muchos argentinos ofendidos por el «corralito».

De paso, anoto una vez más -lo hice en estas mismas páginas cuando cundió la expresión «efecto tequila»- la admirable imaginación de los analistas económicos para crear un lenguaje frecuentemente perverso y generalmente engañoso. Lo que prohíbe que los argentinos tengan acceso libre a sus depósitos bancarios y a sus haberes salariales nada tiene que ver con el corralito de los bebés, un dulce cuidado materno. En todo caso se parece mucho más, en un régimen que sacraliza la propiedad privada, a las rejas de una prisión de propiedad de estafadores.

Durante mucho tiempo, la cultura dominante en la Argentina, copia caricaturesca de la expansión del mercado financiero especulativo de los grandes centros capitalistas del mundo, instauró una idolatría de la moneda. En especial las clases medias urbanas fueron sometidas a ella. La felicidad indudable que la sociedad de consumo sugiere, era un efecto directo y excluyente de la fe ilimitada en la virtualidad financiera. O en la estabilidad del valor del dinero, independiente de las auténticas riquezas que podría simbolizar. Seriamente ninguna persona más o menos informada jamás pudo tener razones para pensar que un peso podía tener el mismo valor que un dólar. En ese considerable sector de la población se había generado la reacción fetichista, una sustitución psíquica de las realidades por el ídolo.

Hay un cierto simplismo ramplón, que no es ni capitalista ni socialista, en ese acontecimiento de la subjetividad. Me recuerda un viejo refrán español que mi padre citaba para ejemplificar el destino volátil del dinero, que no es producto del esfuerzo y la inteligencia humanas. «Los dineros del sacristán cantando vienen y cantando se van», en referencia a la colecta limosnera que el auxiliar ejecutaba a los fieles en la ceremonia eclesiástica. La contabilidad y el uso de esta cosecha eran tan misteriosos como la transustanciación de la Carne en la Eucaristía.

Es plausible deducir que estas creencias fetichistas del dinero que conmocionan a los ahorristas y depositantes obligados en las arcas bancarias se basan en realidades concretas y palpables, aunque provisorias y plagadas de claroscuros. La luminosidad de los bancos, la hipnótica fosforescencia de las pantallas de los cajeros automáticos y la concupiscencia táctil del billete verde ocultaban la contracara del desempleo, el desprecio por la producción de mercancías materiales, la eliminación de la industria y el crecimiento de la pobreza y la ignorancia en anchos sectores de la población.

Puede discutirse, en teoría, si esas oscuridades son o no efecto directo de sostener a rajatabla la paridad uno a uno. Pero no puede haber dudas sobre el hecho de que solamente una creencia engañosa podía aceptar la realidad de semejante equivalencia monetaria.

Por supuesto, la moneda y sobre todo el papel moneda, ha sido una de las invenciones más ingeniosas de la historia. Utilizando a los números para representar valores, todo podía ser matemáticamente simbolizado. Ese imaginario monetarista afirma que los números y los cálculos que con ellos se construyen, representan fehacientemente todas las ideas y las cosas, los sentimientos y los deseos. De ahí deriva la designación de las personas como meros «recursos» para una gestión económica eficiente y exitosa de cualquier emprendimiento público y privado. Por ese camino se llegó a una formulación que convierte a la condición humana en un descartable instrumento financiero: los hombres son «recursos», la justicia, la educación y la salud se valoran por su rentabilidad estadística y su expresión monetaria mensurable.

El dinero, un prolijo instrumento del intercambio comercial que reemplazó al truque de mercancías, engendró en buena parte a la ciencia económica. Hoy nadie sensato puede pretender el retorno a una economía de trueque. Pero dio origen a una falacia: pensar que el corazón absoluto de la economía se encuentra en la teoría monetaria, una combinación seudo cabalística entre las matemáticas y la filosofía utilitarista, que considera bueno todo lo que es útil.

Ahora bien: el problema del utilitarismo ha sido desde siempre la definición de la utilidad, que fatalmente ha concluido determinando que lo útil es lo que asegura la felicidad de los que ya la gozan. Sin entrar a considerar ahora esa intrincada idea filosófica, debe admitirse que la teoría monetaria domina el pensamiento de los economistas, así como condiciona a los políticos prácticos. Toda la ciencia económica de hoy se basa en el cálculo del dinero circulante, de su emisión y su valor de cambio, de su cantidad y su disponibilidad y distribución. Se trata de una impecable construcción fetichista, una virtual bancarización ideológica. ¿Cuál es su secreto? Como en todo pensamiento mágico, se sustenta en el uso de la fe como criterio de verdad. En otros términos, esa forma de considerar las cosas postula que las verdades son tales en la medida que se crea que lo son, aunque esa fe posea pocos fundamentos en la experiencia y la razón. Como se sabe, el dinero y la actividad bancaria se sustentan en la buena (y eventualmente en la mala) fe.

En una cultura cuyos parámetros se reducen al símbolo dinerario, cuando este ícono revela su entidad puramente metafórica, se produce la histeria obsesiva que hoy afecta a muchos buenos argentinos. Desde que se desató la crisis bancaria, toda su acción y su pasión, su diálogo consigo mismo y con los demás, traducido en la «participación» contestataria mediante el golpeteo de los enseres de cocina, (un remedo del populista bombo) tiene su génesis fundamental en la consideración fetichista de los huidizos billetes verdes que el Estado nacional no puede emitir y ya no puede pedir prestados.

Se ha instalado un extremismo ideológico fetichista del dinero. Y los otros factores de una sociedad democrática, las libertades y las igualdades, la dignidad de trabajar, de educarse y de curarse, en fin la conciencia cívica y solidaria, tienden a parecer secundarias o desaparecen. Restablecer el protagonismo de estos valores, ahora al menos transitoriamente archivados en la otrora pujanza cívica de la clase media, es tarea irreemplazable de superlativa prioridad política.


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