Finanzas

Redacción

Por Redacción

TOMáS BUCH (*)

Poderoso caballero es don Dinero –escribía Francisco de Quevedo a comienzos del siglo XVII–. Por cierto, siempre lo había sido, pero su poder ha ido aumentando en tal medida que actualmente podemos proclamar que por fin se ha alcanzado el monoteísmo que siempre les pareció deseable a los pueblos de la cultura judeocristiana. Sólo que no es Jehová sino don Dinero el dios absoluto y omnipotente. Se puede historiar el dinero hasta la antigüedad caldea, pero hasta el surgimiento de la globalización económica a fines de la Edad Media y la Revolución Industrial el dinero era un medio y no un fin. Era un medio para encuadrar el canje de artículos más allá del mercado. Era posible equiparar un cerdo con un saco de harina en el mercado del pueblo, pero ya no era posible el canje de una cantidad de seda china o de especias indonesias por lana española. El dinero hizo de intermediario y de patrón de medida: al principio, conchillas y objetos por el estilo –que carecían de valor de uso: su valor era solamente simbólico, ya que no servían para nada–. Luego fueron los metales preciosos y las gemas –que servían para ser acumuladas y mostrar la riqueza de su dueño aunque tampoco servían más que como adorno–. Así lo usaban las culturas americanas, que no podían entender la obsesión de los conquistadores, capaces de cometer los peores crímenes por obtener oro o plata. Después vinieron el papel moneda, las tarjetas de crédito y, ahora, los bits informáticos –la abstracción que rige el mundo–. Más o menos en la misma época –en la que las expediciones ultramarinas eran caras y riesgosas– surgieron las finanzas: banqueros venecianos y judíos, templarios, los florentinos Médici, los suizos Fugger, que adelantaban dinero a los armadores de naves expuestas a las inclemencias de las tempestades y de los corsarios y piratas y a los reyes para financiar sus guerras. Para eso se las ingeniaban para circunvalar la prohibición religiosa de la usura. Luego se produjo la Revolución Industrial. Muchos historiadores de la Economía sostienen que la Revolución Industrial se financió con los metales americanos, robados a los españoles, cuya economía real fue arruinada por la sobreabundancia de oro y plata, a favor de ingleses y holandeses, que eran más emprendedores y menos “caballeros”. Nace entonces el capitalismo industrial: la tecnología avanza, las industrias prosperan, los bienes manufacturados en Inglaterra, Flandres, luego Francia, buscan mercados para deshacerse –a cambio de dinero– del exceso de producción industrial, empezando por los textiles. Por supuesto, nada de esto se entiende sin el colonialismo europeo: para exportar sus textiles al mundo el sistema debió arruinar primero la industria textil de la India, invadir China para imponer ese país debilitado como mercado obligatorio y producir una revolución en Japón, con la amenaza de barcos de guerra estadounidenses. Entre tanto se estaba produciendo un cambio fundamental en la estructura del capitalismo mismo: la producción industrial y el desarrollo tecnológico no dejaron de acelerarse, pero empezó a tomar cada vez mayor importancia el sector financiero: las sociedades anónimas y los bancos. El capital industrial se diluye, pero el sistema hace posible juntar cantidades que permiten grandes obras. El interés personal en la industria se pierde, se reemplaza por el solo interés en la ganancia y el anonimato de los fondos de inversión. La propiedad personal se pierde y los propietarios son reemplazados por administradores. El capitalismo europeo y de Estados Unidos se fue extendiendo hasta comienzos del siglo XX, y entonces chocaron entre sí las potencias industriales ya que la lucha por los mercados se había agotado con la división de África con lápiz y papel en colonias europeas y la sumisión de India. El conflicto no podía resolverse más que por la fuerza –y en la Primera Guerra Mundial se resolvió sólo a medias–. Ahora se habla de “burbujas” financieras. La primera que reventó fue la de la Bolsa de Nueva York en 1929, produciendo la mayor crisis financiera mundial hasta la de ahora, de la que aún no se sabe adónde irá –iremos– a parar. En el caso anterior, la depresión sólo se resolvió con la Segunda Guerra Mundial –con su formidable sufrimiento humano e impulso a la producción bélica–. Esto es todo un signo de una enfermedad gravísima del sistema mismo. Estados Unidos gasta un millón de millones de dólares en objetos militares, incluyendo dos guerras… Después, la manufactura se trasladó a países de mano de obra barata, pero el sector financiero (“servicios”) siguió creciendo hasta alcanzar dimensiones monstruosas: porque quien dice finanzas dice especulación. Los mayores bancos del mundo ahora sólo han sido salvados de la quiebra por la inyección de un billón de dólares, a costa de los contribuyentes de varios países, porque dejarlos caer –como lo indicaban las nunca obedecidas reglas del Consenso de Washington, aplicado a los pobres pero no a los ricos– hubiera tenido consecuencias catastróficas. Pero hay más: los capitales financieros, que ahora son verdaderas abstracciones informáticas, equivalen a varias veces el total del valor de mercado de todos los bienes existentes en la Tierra. Todo el sistema financiero es un gigante con pies de barro basado en la inmoralidad que llega desde los fondos buitres que se alimentan de naciones moribundas hasta los principales bancos que dictan las reglas a la gente decente, cuyos directivos “ganan” cientos de millones anuales estafando a sus propios clientes y que se apoderan de una parte sustancial de la riqueza sin cumplir con sus funciones específicas: trátese, si no, de obtener un crédito para una ampliación industrial en la Argentina. A pesar de eso, los bancos fueron los que más dinero ganaron en el 2009. Qué consecuencias tendrá la inevitable explosión de este sistema perverso es inimaginable. (*) Físico y químico


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