Frente a la banalidad del mal, defensa de la vida

Por Osvaldo Pellín

José Saramago cuenta en uno de sus primeros relatos, titulado «El derecho y las campanas», que en una pequeña aldea de Florencia del siglo XVI comenzaban a sonar campanas de la Iglesia que llamaban a difunto. Sorprendidos por un hecho que desconocían, todos iban dejando sus quehaceres para acercarse al templo. Cuando llegaron a él, apareció en la puerta del mismo un campesino que les dijo que era él quien hacía sonar las campanas, porque lo que había muerto en esa comarca era el derecho, ya que el señor de esos lares se había apoderado por la fuerza de sus tierras y su propósito era que se oyeran esas campanadas en todos los poblados vecinos para que, conociendo el motivo, las otras aldeas también repicaran y que aquello se convirtiera en un solo clamor.

Creo que cuando se recuerda un nuevo aniversario del llamado atentado a la AMIA, estamos repicando campanas como aquel campesino del siglo XVI para que los argentinos clamen desde el dolor por la justicia. Que no es otra cosa que acordar un nuevo «Nunca más» prometido por vastos sectores de la sociedad argentina contra toda forma de barbarie. «Y porque por mucho que nos afecten las cosas del mundo, por profundo que nos estimulen, sólo se tornan humanas para nosotros cuando podemos discutirlas con nuestros semejantes». «Porque humanizamos aquello que está sucediendo en el mundo y en nosotros mismos con el mero hecho de hablar sobre ello y mientras lo hacemos, aprendemos a ser humanos».

Como diría Hanna Arendt, vivimos tiem-pos de oscuridad, pero en los que tenemos el derecho a esperar cierta iluminación, y dicha iluminación puede provenir menos de las teorías y conceptos, que de la luz incierta, titilante y a menudo débil que algunos hombres y mujeres reflejarán en sus trabajos y sus vidas bajo casi cualquier circunstancia y sobre la época que les tocó vivir».

Por eso, aunque no podemos celebrar aún la justicia, que sería como alcanzar a celebrar la paz, tenemos todos la obligación de no olvidar. Y para ello no queda otro camino que el ejercicio de la memoria. El de no dejarla apagar, no sólo para que no se repitan la impunidad y el terror, sino para aguardar con ansiedad la reparación a través de la justicia. Pero no sobre la base de una esperanza providencial o milagrosa, sino de la gestación de una voluntad compartida por todos.

Debemos querer tanto el esclarecimiento como el castigo a los culpables, porque queremos que aquellos que confiaron en el encubrimiento y la impunidad para actuar sepan que, tarde o temprano, serán descubiertos y que con ello no sólo saciaremos nuestra sed de justicia, sino les devolveremos el desaliento. Estamos diciendo que se decepcionen los cobardes y los alienados por el fanatismo, no nosotros. Porque viviremos tarde o temprano en una sociedad donde prevalecerá la justicia.

Decía el obispo Novak, recientemente fallecido, al escuchar los incesantes testimonios de los familiares de los desaparecidos durante la dictadura: «Comprendí que la historia tiene una superficie engañosa y una profundidad lacerante. Comprendí que sólo quien desciende decididamente a buscar en los abismos del dolor provocado en la historia por la injusticia y la prepotencia, para compartirla y regenerarla, adquiere en plenitud creciente su propia dimensión humana». Dimensión humana que incorpora lo que es caro a la tradición judeocristiana: la sacralidad de la vida humana, que es en definitiva el motivo que hoy nos convoca y nos une.

El terrorismo internacional produjo lo que buscaba, el 18 de julio de 1994 en el atentado a la AMIA: una notoriedad que conmovió al mundo a través de los medios de comunicación. Pero todos sabemos que ese hecho no reivindica nada más que la barbarie y el espanto. Y que sólo la complicidad de verdaderos asesinos locales lo hizo posible. Asesinos que tenían la doctrina en una mano y las órdenes de los comandos superiores en la otra, como confesaba el torturador Santiago de Riveros en los tiempos de la última dictadura y como aún les falta reconocer a los que actuaron en el atentado a la AMIA. Y que intentar reivindicar la causa política que aparentemente lo motivara es una tarea inútil, porque ninguna causa política puede erigirse por sobre la ley moral del pueblo, por sobre la noción del bien de una sociedad. Pero estamos aquí, superando todos los desalientos y todas nuestras limitaciones, para celebrar que estamos vivos y por eso mismo podemos luchar por la justicia. Por eso quiero recordar una vez más a Saramago cuando dice:

En la isla tantas veces habitada

en la que estamos/

hay noches, mañanas y madrugadas

en que no es preciso morir./

Entonces sabemos todo lo que fue y será,

el mundo aparece definitivamente explicado/

y nos penetra una gran serenidad,

y se dicen/

las palabras que la significan.

Levantamos un puñado de tierra.

Y la apretamos entre las manos

con dulzura.

Ahí está contenida toda la verdad

soportable:/

El contorno de la realidad ,

la fantasía y los límites./

Podemos entonces decir que somos libres

con la paz y la sonrisa de quien se reconoce

puesto a rodar por el mundo infatigable,

porque mordió el alma hasta los huesos.

Dejemos escapar suavemente la tierra donde acontecen milagros

como el agua, la piedra y la raíz.

Cada uno de nosotros es la vida.

Que eso nos baste.

Alcanzaría para cumplir con el recuerdo del día de hoy, que leyéramos o releyéramos la infinidad de documentos, artículos, proclamas y declaraciones que oportunamente se efectuaron por el atentado en la AMIA. Baste recordar para ello que desde siete años cada lunes, frente a un todavía mudo Palacio de Justicia, la comunidad convoca a cientos de personas que casi ritualmente rinden el tributo de su testimonio a no olvidar.


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