Genialidad, arrogancia y poesía

Puede pensarse que raramente un arquitecto -profesional de las formas y el diseño- logre ser al mismo tiempo un poeta soñador que cambie con su obra la mirada que usualmente tenemos sobre el entorno.

También resulta muy fácil creer que si algún creador en arquitectura reuniese esa particular característica, jamás sería un genio arrogante como Frank Lloyd Wright.

Desde niño, en su cálido y querido hogar de Taliesin, Wisconsin, Wright se inició en el mágico secreto e «sentir» el paisaje natural e indescubierto.

Amó a los pájaros, las fuentes de agua clara, admirando a los robles y los cedros, como más tarde hiciera con los «cactos» de Arizona, los cítricos de California o los cerros imponentes de Colorado.

Trasladado siendo jovencito a Chicago -ciudad febril gobernada por la «máquina»- el paisaje que amaba en su niñez, sufrió la mutilación y el olvido, enrolándose ya como arquitecto, en la admiración sin límite por el hierro, el vidrio y el hormigón.

Así en 1903, volcó en su célebre discurso-conferencia, su creencia en la «maquinolatría» en arquitectura, compartiendo la idea de las casas como «máquinas para vivir» que expusiera Walter Gropius y más tarde su famoso colega suizo-francés Le Corbusier.

Sin embargo, el amor por la naturaleza que Wright sentía, fue redimido al viajar varias veces a Japón -donde construyó el hotel Imperial de Tokio porque la vida asiática, visiblemente más contemplativa que la euroamericana, influyó en su vuelta a lo natural, a lo «orgánico», cual verdadero hijo pródigo.

Es entonces cuando el arquitecto arrogante en el cual se había convertido, cambió su valoración de la arquitectura, creando la teoría que se conoce como «born of the ground» o «nacida de la tierra».

Con esta nueva expresión, logró la alucinante conexión de la arquitectura con la tierra, relacionándola asimismo con elementos provenientes de la misma tierra: animales y flora del lugar y el folklore de los primitivos habitantes.

Pero, como generalmente ocurre con los que desinhibidamente exponen su «verdad», no fue en su país donde esta concepción de la arquitectura prendió -probablemente porque Estados Unidos se hallaba inmerso en la artificiosa proliferación de «skyscrapers» o «skeleton constructions» (rascacielos- sino en la vieja Europa.

Aunque logró preparar a varios discípulos en la escuela de Arquitectura que abrió en su Wisconsin natal, fue la indiferencia, la reacción más clara a la visión que Frank Llyd Wright tenía de la arquitectura «nacida de la tierra».

En 1933, escribió para los más jóvenes, y en especial para los estudiantes de arquitectura, un libro cuyo título lo dice todo: «La ciudad explotada», obra en la que con visible claridad expresó que las grandes ciudades con rascacielos, aquellas en las el sol y le aire no abundan en sus calles, donde las plantas no brindan su frescor, además de constituir un «error estético» son literalmente, un «atentado a la vida humana».

Fervoroso amante de los aromas, en los interiores de las viviendas que construyó en California, podía encontrarse olor a tierra húmeda, a madreselvas floridas y a hierbas fragantes.

Autor de vastísima producción, algunos consideran su obra: «An autobiography», como la más visible prueba de arrogancia y narcisismo de Wright.

El sueño de expandir en su patria la arquitectura «born of ground» no se cumplió, tal vez porque fue más fácil caer en la tentación de admirar a los edificios más ostentosos, más altos o más funcionales, que redescubrir la magia del paisaje natural en fructífera simbiosis con la creación artística, que ofrece la arquitectura «nacida de la tierra» de Wright.

Pero, felizmente, es a ese genial arquitecto-poeta y no a los otros, a quien recordamos no por los edificios construidos, sino por fusionar naturaleza y arte, la más bella y vital conjunción que se puede lograr.


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