Génova recibe al G-8

Por Aleardo Fernando Laría

Entre hoy y el 22 tendrá lugar un nuevo encuentro del G-8 en Génova. Este foro reúne a los siete mayores países industrializados del mundo -Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, Reino Unido, Italia y Canadá-, a los que se ha sumado Rusia. Sus reuniones anuales permiten abordar una serie de cuestiones económico-financieras, que son preparadas en encuentros previos por los ministros de Hacienda y gobernadores de los bancos centrales de estos países. En esta ocasión, y siguiendo una reciente tradición inaugurada en Seattle, los denominados movimientos «antiglobalización» preparan una serie de manifestaciones de protesta, que culminarán mañana en una gran marcha por la abolición total de la deuda externa de los países empobrecidos del Sur. Los ministros del Interior y Justicia de la Unión Europea han acordado una serie de medidas para impedir que se registren incidentes graves, y llegaron a prohibir la salida de su propio país a todo «sospechoso» de provocar altercados.

Al cada vez más numeroso coro de voces que se oponen a la globalización neoliberal, se ha sumado Joseph Stiglitz, quien fue hasta hace poco tiempo vicepresidente del Banco Mundial y se desempeña actualmente como profesor de Economía de la Universidad de Stanford. Stiglitz hace tres recomendaciones a los líderes que van a encontrarse en Génova. En primer lugar, que contemplen la necesidad de coordinar las políticas económicas entre el Norte y el Sur. Según Stiglitz, el FMI ha tenido parte de culpa en los problemas de los países del Sur al exigir la liberalización del mercado de capitales y dejarlos expuestos a la volatilidad de los capitales de corto plazo. En segundo lugar, los países ricos deben terminar con la hipocresía de predicar las virtudes del libre comercio, manteniendo al mismo tiempo los subsidios a las producciones agrícolas y los mercados cerrados a esos productos de los países en desarrollo. No existe otra medida real de ayuda al Tercer Mundo que abriendo totalmente los mercados de los países industrializados a todos los bienes y servicios provenientes de los países pobres del mundo. Finalmente Stiglitz afirma que hay un tercer asunto que abordar: la democratización del FMI y del Banco Mundial. Estas organizaciones económicas multilaterales con frecuencia se alejan de los principios democráticos en su funcionamiento por la falta de transparencia que caracteriza a su trabajo y sin embargo interfieren en los procesos democráticos internos de los países que supuestamente tratan de ayudar, con exigencias vinculadas con las políticas de ajuste.

Es necesario articular el espacio de la economía mundial. En la mayoría de los países desarrollados, con mayor o menor fortuna, se han conseguido compromisos entre un Estado demasiado intervencionista y una economía de laissez-faire. Pero esto todavía no sucede en el plano mundial, donde impera la lógica que marcan los poderosos. El único proyecto de consistencia que alumbró el siglo XX ha sido el de las Naciones Unidas. Pero en los años últimos asistimos a un proceso de lento deterioro de su protagonismo, debido a la política deliberada de Estados Unidos de restar fuerza a las instituciones internacionales que limitan su poder hegemónico. De allí que se prefieran las reuniones a puerta cerrada de un reducido número de países privilegiados, como las del G-7 en Génova. Una forma moderna de funcionamiento aristocrático, apenas disimulado con el disfraz de otorgarles un barniz «técnico».

Hace ya tiempo que se vinieron abajo los grandes esquemas interpretativos del mundo. Esas cosmovisiones que daban respuesta a todas las preguntas y estaban en condiciones de marcar nuestro futuro. Sin embargo, como un resto de aquellas dogmáticas elucubraciones, persiste un moderno tipo de fundamentalismo laico, basado en atribuir al mercado mágicas virtudes autorreguladoras. La realidad, tozuda, se encarga a diario de demostrar que los problemas no desaparecen sino que, al contrario, se extienden y agravan. Frente a este estado de cosas, hay que reivindicar la necesidad de una regulación consciente, no demasiado alejada a una tradición científica que nos indica aprender de nuestros propios errores. La humanidad debe dirigir su propio destino, sin delegar su responsabilidad en falsos dioses.


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