Globalización y pobreza

GUSTAVO CHOPITEA (*)

En una entrevista concedida al diario “Perfil” el 16 de mayo de 2009, José Ignacio de Mendiguren –quien fue uno de los principales ideólogos de la devaluación del 2001 en nuestro país– afirmaba, muy suelto de cuerpo: “La desigualdad entre países ricos y pobres creció y alcanzó un abismo sin precedentes durante el último cuarto de siglo”. Afirmación asombrosa, para consumo interno. Lo cierto es que cientos de millones de personas en China y en la India que han salido recientemente de la pobreza lo desmienten rotundamente. Hablamos de nada menos que 2.000 millones de personas. No es poco. Hoy la productividad del trabajo en la India y China crece cinco veces más rápido que el promedio del mundo, augurando más bonanza y consumo dentro de sus fronteras. Pero ambos países todavía deben enfrentar desafíos abiertos: cuidar mejor el medio ambiente; manejar un proceso de urbanización de dimensiones desconocidas, y mejorar sus respectivos servicios e infraestructuras. Nunca cesa el esfuerzo y siempre hay que seguir haciendo. Quizás por esto la globalización, que puede de pronto desacelerarse y que –es cierto– aún debe ordenarse, no pueda –sin embargo– revertirse. Se trata de un proceso que lleva ya tres décadas y que ha dinamizado fenomenalmente la inversión, incrementado sustancialmente los flujos comerciales y creado oportunidades de trabajo como nunca hasta ahora, aunque especialmente para quienes aceptan sus riesgos. De frente. Todo ello ocurre de modo desequilibrado, pero real. Con problemas graves que aún deben ser solucionados. Por ejemplo, las presiones proteccionistas y mercantilistas, que hoy están sobre todo en Occidente, y son evidentes en nuestro propio país porque el mundo emergente crece más ligero que los países desarrollados, por lo que se recuperó de la crisis mejor y más rápido. También los delicados desequilibrios cambiarios, aún no resueltos. Hoy el mundo debe privilegiar la búsqueda de nuevas relaciones. Lo que exige trabajar juntos y coordinadamente para tratar de resolver los problemas que se conocen y los que aparezcan. El “G-20” pareciera ser el nuevo mecanismo central de diálogo; no el único, imperfecto quizás, pero capaz de generar consensos. Allí la Argentina no sólo ha sido irrelevante, sino que camina a contramano de todos, corriendo el riesgo de ser, de pronto, desplazada. La convergencia no va a ser fácil, pero es el único camino. Porque macro-económicamente la globalización ha demostrado ser un camino apto para reducir desigualdades y mejorar –en el escenario grande– niveles de vida con una rapidez desconocida hasta ahora. El eje económico del mundo, es cierto, se ha desplazado al Pacífico, acercando allí a millones de almas a un nivel de vida que hasta hace poco no tenían. Como hemos dicho: eliminando fuertemente la pobreza. Millones de jóvenes tienen ahora oportunidades que simplemente no existían hace pocos años. Quienes, en nuestra propia región, apostaron a la apertura de sus economías, como Brasil, Chile, Colombia o Perú han podido crecer y eliminar, también ellos, genuinamente pobreza. Los “bolivarianos”, en cambio, encerrados en sí mismos, han ido para atrás y están: empantanados en un nudo de subsidios de todo tipo con el que, por populismo, deformaron los precios relativos, e inmersos en un proceso de maxidevaluaciones que refleja una realidad: el empobrecimiento relativo de su gente. Es cierto, no todo es color de rosa y aún queda muchísimo por hacer. También en nuestra región, obviamente. Pero no se puede negar la realidad. Aunque haya razones serias para estar ansiosos. El principal enemigo a derrotar en el camino del diálogo es la arrogante inflexibilidad. Pero hay, por lo menos, otros dos: el resentimiento y la ignorancia, que siempre son dañinos. (*) Analista Internacional del Grupo Agenda Internacional


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