Gobiernos virtuales
Por James Neilson
Tanto en América Latina como en muchas otras partes del mundo, los políticos saben que la soberanía nacional ya no es lo que era hace apenas veinte años. En aquel entonces los gobernantes pudieron hacer cuanto quisieron con los gobernados -masacrarlos, torturarlos, encarcelarlos, esclavizarlos-, a sabiendas de que a lo sumo sus homólogos de otras partes manifestarían su desaprobación. Desde entonces, mucho ha cambiado. Las intervenciones por razones éticas o, si se prefiere, por solidaridad, están volviéndose rutinarias: Augusto Pinochet está detenido en una casa de la campiña inglesa, la provincia yugoslava de Kosovo está ocupada por una fuerza internacional, Timor Oriental puede convertirse en una dependencia australiana debido a los desmanes de la soldadesca indonesia que había aterrorizado al territorio durante treinta años sin que las grandes potencias se abstuvieran de venderle armas.
Para todos salvo los gobernantes más sanguinarios, esta consecuencia de la «globalización» es innegablemente positiva, pero dista de ser la única. Otra, de connotaciones acaso menos dramáticas pero así y todo profundas, tiene que ver con la política económica y por lo tanto social. Como ya es notorio, hoy en día todos los gobiernos -con la excepción de aquellos a los cuales les importa un bledo el bienestar material de sus compatriotas- están obligados a atenerse al mismo libreto económico. Les guste o no, han de actuar como «neoliberales», privilegiando a cualquier precio lo macroeconómico porque de lo contrario se verán aplastados por una crisis financiera de dimensiones gigantescas.
Aunque todos los políticos salvo los irremediablemente ingenuos ya entienden esta realidad, los más son reacios a confesarlo porque, al fin y al cabo, les convendría que la ciudadanía continuara creyéndolos capaces de remodelar la sociedad a su antojo. Sin embargo, a pesar de la voluntad de tantos dirigentes de prolongar algunos años más el mito de su propia omnipotencia, son cada vez menos las personas que se dejan engañar por la retórica fogosa de quienes aspiran a gobernarlos. He aquí la razón principal por la cual la campaña electoral que culminará el 24 de octubre está resultando tan extraña. Si la política tuviera algo que ver con la lógica tradicional, se vería dominada por una lucha entre los resueltos a profundizar el «modelo» imperante para que la Argentina en su conjunto resultara más «competitiva» y los horrorizados por el precio que está pagando la mitad de la población que no está en condiciones de aprovechar los méritos macroeconómicos, que son innegables, del capitalismo liberal. Por cierto, es lo que pensó Eduardo Duhalde cuando al iniciar lo que esperaba sería una marcha triunfal hacia la Casa Rosada, anunció la muerte del «modelo» menemista y se propuso encabezar la búsqueda de otro que sería más equitativo, más «humano», pero desafortunadamente para él, nadie lo tomó en serio.
¿Por qué ocasionó tanto escepticismo el denunciar algunas obviedades en torno a las deficiencias de un esquema que había perjudicado a millones de personas que no estaban preparadas para los rigores del «mercado»? En parte porque Duhalde, además de haber sido a su modo uno de los coautores del «modelo» que tan tardíamente denunció, ni siquiera trató de ocultar su intención de seguir los pasos de Carlos Menem quien, luego de alcanzar la presidencia por la ruta populista, pronto eligió continuar su viaje por la «neoliberal» por considerarla la indicada para un estadista tan eminente como él. Pero el escaso interés que motivaron aquellos ataques contra el «modelo» se debió no sólo a la trayectoria personal del gobernador bonaerense sino también a la conciencia generalizada, que según parece ya ha penetrado hasta los hogares de los analfabetos, de que en el mundo actual los gobernantes no pueden elegir el «modelo» que más les guste como si estuvieran en un bazar ideológico: tienen que conformarse con el único disponible aunque haya resultado grotescamente inapropiado para un país de las características de la Argentina.
Así, pues, lo que es con toda seguridad el problema principal del país, el abismo creciente que separa a los enclaves primermundistas del resto, apenas figura en el discurso de los candidatos. Aunque Duhalde y Fernando de la Rúa aluden con pasión conmovedora a la necesidad urgente de «hacer un país para todos», etcétera, sólo se trata de música verbal porque ambos saben muy bien que incluso una estrategia mínimamente igualitaria parecería extremista a los inversores que tienen forzosamente que seducir y por lo tanto sería irresponsable.
Es por eso que el peronista, deseoso de «diferenciarse» de Menem, decidió comprometerse con una variante del desarrollismo, o sea, con propuestas que acaso beneficiarían a algunos empresarios «nacionales» pero que no contribuirían a mejorar las perspectivas de los demás, sólo para descubrir que el establishment la consideraría casi tan absurda como sus propuestas distribucionistas de medio año antes. En efecto, ya no cabe duda de que «el modelo» se ha salvado de los peligros que podrían haberle supuesto el fin del menemato. Bien que mal, el ministro de Economía del próximo gobierno se sentirá obligado a convencer a «los mercados» que es tan severo como Roque Fernández en sus momentos más adustos.
Para los gobernantes, la pérdida de libertad económica así supuesta no es tan dolorosa como dicen. Aunque el viejo hábito retórico de tomar la mera existencia de la pobreza por evidencia de la falta de sensibilidad del presidente de turno no ha sido abandonado por completo, el que los más comprendan que dadas las circunstancias no le cabe otra alternativa que aplicar el recetario universal es suficiente como para eximirlo de culpa. Ante otra consecuencia de la «globalización», empero, no les será tan fácil dar a entender que ellos también son víctimas inocentes de la dureza ajena. Además de ensañarse con dictadores brutales y privar a gobernantes bien intencionados de países atrasados de la posibilidad de emprender políticas sociales más equitativas, la globalización, es decir, la difusión por todo el planeta de valores y normas de carácter primermundista, amenaza a los corruptos. No es una cuestión tanto de la moralidad anglosajona respaldada por poder económico irresistible cuanto del odiado «eficientismo». Si sólo se tratara de un nuevo zarpazo de la «ética protestante» los corruptos no tendrían por qué preocuparse. Contra las exigencias de capitalistas que abominan del despilfarro de recursos que la corrupción supone, en cambio, no tendrán defensa.
Puesto que el próximo gobierno no querrá eliminar físicamente a ninguna «etnia», no lo molestará el «imperialismo de los derechos humanos». En cuanto a los límites económicos, podrá quejarse pero no intentará quitárselos de encima. Las presiones contra la corrupción, la cual ha alcanzado proporciones aberrantes, empero, están destinadas a causarle muchísimos dolores de cabeza. Aunque tanto De la Rúa como Duhalde juran y rejuran que una vez en el poder desatarán una gran ofensiva contra los corruptos, en el fondo los dos preferirían dejar las cosas como están con la esperanza de que por arte de birlibirloque el problema termine esfumándose. Por lo pronto, podrían limitarse a reiterar los anatemas contra la corrupción con que Menem nos mantenía entretenidos a comienzos de su gestión, pero el avance de la globalización está acelerándose con tanta rapidez que es bien probable que antes de fines del 2003 las autoridades se vean forzadas a actuar con contundencia talibanesca, lo cual hace prever que la gestión del sucesor de Menem quizá resulte mucho más agitada de lo que cualquiera imagina.
Tanto en América Latina como en muchas otras partes del mundo, los políticos saben que la soberanía nacional ya no es lo que era hace apenas veinte años. En aquel entonces los gobernantes pudieron hacer cuanto quisieron con los gobernados -masacrarlos, torturarlos, encarcelarlos, esclavizarlos-, a sabiendas de que a lo sumo sus homólogos de otras partes manifestarían su desaprobación. Desde entonces, mucho ha cambiado. Las intervenciones por razones éticas o, si se prefiere, por solidaridad, están volviéndose rutinarias: Augusto Pinochet está detenido en una casa de la campiña inglesa, la provincia yugoslava de Kosovo está ocupada por una fuerza internacional, Timor Oriental puede convertirse en una dependencia australiana debido a los desmanes de la soldadesca indonesia que había aterrorizado al territorio durante treinta años sin que las grandes potencias se abstuvieran de venderle armas.
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