Habemus presidente
Por Jorge Gadano
La elección del presidente de los Estados Unidos fue, en su tramo final, similar a la que realiza una organización occidental típicamente autocrática, la Iglesia Católica, para elegir a su máxima autoridad, el Papa. Como si se tratara del colegio de cardenales, aunque con un número de integrantes bastante inferior, los nueve togados que integran la Corte Suprema de los Estados Unidos se encerraron a deliberar en hermético cónclave y, al cabo de un par de días, produjeron un jesuítico fallo que, de hecho, fue una diplomática invitación a tirar la esponja dirigida al candidato demócrata Al Gore.
Naturalmente, la mayor democracia de Occidente quedó, con semejante desenlace, bastante deslucida. Entre tantas preguntas, que alguien deberá contestar, hay una referida a la contradictoria relación existente entre los avances tecnológicos aplicados a la votación en aquel país y la calidad de un comicio. Después del virtual fraude que surge del escrutinio en algunos condados del Estado de Florida, la conclusión inevitable es que no hay nada mejor, para asegurar la pureza electoral, que el primitivo método de la identificación por un documento público, la boleta, el cuarto oscuro y la urna.
En el caso argentino, hay un detalle que nos impide rivalizar con la democracia norteña, cual es el de que, de tanto en tanto, se han producido aquí golpes militares que los estadounidenses no conocen. Siempre es mejor, con todo, que sea el máximo tribunal de un país el que intervenga, antes que las Fuerzas Armadas, para dar salida a una crisis. No lo es, hay que decirlo también, matar al presidente, algo que suele ocurrir allá.
Lo cierto es que, producido el desenlace, era dable esperar que las calidades del así electo, George Bush Júnior, fueran tan altas como para compensar las deficiencias de su designación. Las monarquías de derecho divino que precedieron a las democracias eran una lotería, pero de tanto en tanto la sucesión recaía en un déspota ilustrado y capaz.
Lamentablemente, esta vez no hubo suerte, porque el ganador está lejos de ser un dechado de virtudes. Muy por el contrario, en su biografía, publicada en estos días en los diarios, encontramos una variada gama de pecados, inapropiada para quien se ofrecía como salvador moral de la Nación para reemplazar a Bill Clinton en el Salón Oval. Es verdad que, relatan los biógrafos, el pecador encontró su redención en un encuentro con el más grande predicador de los Estados Unidos, Billy Graham. Pero no lo es menos que, después de tanto andar por la vida, la autoridad espiritual de Graham y su capacidad de lavar pecados quedaron algo disminuidas.
En la Argentina, después de los escándalos en el Senado, no habla bien de un candidato a la Casa Blanca que su carrera haya sido “tapizada por más de cien millones de dólares que supo recaudar con facilidad entre sus amigos petroleros”.
Esa relación con los petroleros no le sirvió, sin embargo, para ser un empresario exitoso. Su primera empresa petrolera, Arbusto, estuvo al borde de la quiebra y no cayó al abismo porque la salvó un amigo. A la segunda, Spectrum, que era lo más parecido a un espectro con una deuda de tres millones de dólares, la compró otra compañía que, seguramente por quedar bien con su padre, que ya era vicepresidente y había iniciado su campaña para la presidencia, le dio un empleo.
En su juventud estuvo más cerca del alcohol que del idealismo estudiantil. Mientras muchos de sus compañeros de Yale manifestaban contra la guerra en Vietnam, él recalaba en los bares y apenas alcanzaba notas mediocres en su carrera. Se las arregló para no ir a combatir en Vietnam enrolándose como piloto en la Guardia Nacional de Texas.
De que no es un humanista dan cuenta también las 135 ejecuciones que se produjeron en Texas durante su gobierno. El, no obstante, quiere a Jesús, porque, dijo, “cambió mi corazón”. Fue cuando tuvo la ayuda de Graham.
Antes del encuentro redentor con el predicador, el presidente electo carecía de condiciones que lo hicieran recomendable para, siquiera, ser miembro de una sociedad vecinal. Era alcohólico, tenía un arresto por un robo menor y existían dudas sobre su relación con el consumo de drogas.
Se dirá que, a pesar de todo, George W. Bush es un hombre culto. Pero tampoco. Los cronistas dicen que no es un ideólogo, ni un intelectual, y lo comparan con Carlos Menem, de quien es amigo. Durante la campaña se mofaron de él porque cometió errores gruesos al hablar de política exterior. Por ejemplo, confundió a Eslovaquia con Eslovenia, y llamó a los griegos “grecianos”. Pero, como Menem, convirtió en virtudes esos defectos, porque se acercó así al americano común que lo tuvo como uno de los suyos.
Como la esperanza es lo último que se pierde, no faltarán quienes crean que, ya en el ejercicio de la presidencia, Bush pueda remontar sus carencias. Si bien algunos de sus predecesores son para olvidar, hay otros que honraron el cargo que podrían servirle de ejemplo. Pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones. Como lo advierte este diario en el final de un editorial de anteayer, “los comprometidos con la libertad de buena parte del mundo acaban de recibir un golpe bajo pero, por desgracia, no hay motivos para creer que Bush y sus amigos tengan interés alguno en mitigarlo”.
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