Hacedor de una escuela que no tuvo herederos

Se fue un grande, sin vueltas. Se fue Nicolino Locche, el último de los grandes ídolos del boxeo argentino. El creador de un estilo único e irrepetible.

Locche, un auténtico genio del boxeo, fue mucho más que cualquier mote que se le adjudicó, como «Intocable», «Mago», «Chaplin» o lo que fuese. Nicolino fue simplemente el hacedor de una escuela que no tuvo herederos porque era imposible que los hubiera.

Simplemente porque todo lo que él desarrolló arriba de un ring durante más de tres décadas como amateur y como profesional no fue producto del gimnasio, sino de un milagro de la genética, ese plus inexplicable que poseen los «elegidos» en cualquier deporte.

Locche fue el hacedor de su propio estilo, de un estilo de no dejarse pegar y golpear en la mínima proporción, de esquives milimétricos y pasos cortitos, que no tuvo cultores ni antes ni después, en la Argentina o en cualquier rincón del planeta.

Lo de Nicolino fue un boxeo sin sangre, sin heridas, casi sin violencia. Una paradoja para los que sienten la adrenalina y la excitación del combate ardoroso, del palo y palo, que fue y es el gusto de la mayoría de los aficionados.

Fue tan artístico lo suyo, que con él los detractores del boxeo se quedaron sin argumentos. Hizo realidad el axioma que el boxeo es el arte de superar al adversario y no destruirlo, como si hubiera establecido una posición filosófica desde la impronta de una destreza que moldeó el maestro «Paco» Bermúdez pero cuyos principales responsables fueron el zapatero Felipe Locche y la ama de casa Nicolina De Benedectis, quienes un 2 de septiembre de 1939 lo trajeron al mundo en Vista Flores, Tunuyán.

Más de 120 peleas como amateur con apenas cinco derrotas, 136 como rentado, con 117 triunfos, 14 empates y 4 derrotas, más los títulos argentino y sudamericano liviano, el mundial welters juniors, su ingreso al Salón de la Fama.

Su noche inolvidable fue en la arena «Kuramae Sumo» de Tokio, calurosa mañana del 12 de diciembre de 1968 en nuestro país, cuando en nueve rounds de galera y bastón, se salió del libreto y martirizó con el jab de izquierda y derechas cruzadas a un Paul Fuji que desistió de seguir, herido en cuerpo y alma.

Después llegó la resignación de la corona ante el panameño Alfonso Frazer, en 1972 y un fallido intento de recuperarla ante Antonio Cervantes «Kid Pambele», un amago de retiro y el definitivo, el 7 de agosto de 1976, luego de vencer por puntos, en Bariloche, al chileno Ricardo Molina Ortiz.

Locche fue el campeón de la gente. Ya retirado, comenzó otra pelea para sanar su corazón, afectado por el exceso de cigarrillo y la mala sangre por algunos negocios que no salieron bien.

La pérdida irreparable de los grandes, en cualquier actividad, suele convocar al elogio fácil. Nicolino no necesitó ni necesita de eso. Lo que suyo fue de verdad único, irrepetible. Y no es una frase hecha. (Télam)


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