Harry Potter. La magia y los adultos

Por Héctor Ciapuscio

No es necesario argumentar sobre el peso mundial de los ingleses en lo que se llama “alta cultura”. Sí, en cambio, llamar la atención sobre su creatividad en la otra, la cultura popular. Recuérdese, en ese sentido, nada más que un par de fenómenos del “McWorld” de los jóvenes: los Beatles y los Rolling Stones haciendo delirar durante décadas a multitudes de entusiastas así fuera en Tokio como en Los Angeles o París. O espectáculos teatrales como “Mi bella dama” y “Mary Poppins”. Cada vez que necesitan un nuevo envión para los altos del mercado sacan de la galera, como por arte de birlibirloque, una genialidad. Uno de sus “pases” mágicos de no hace mucho -“El Señor de los Anillos” de Tolkien- se renueva ahora con otra saga espectacular, en plena explosión de ventas: la serie de Harry Potter, que escribe Joanne K. Rowling bajo un emblema medieval que reza en latín “Drago dormiens nunquam titillandus”, “no hacerle cosquillas nunca a un dragón que duerme”. Sus historias del niño aprendiz de mago ya llevan cuatro títulos, ocho millones de ejemplares y traducciones en treinta y dos idiomas. Han elevado a la autora, como dicen allá, “de harapos-a-riquezas”, de pobre a la segunda mujer más rica de Inglaterra, después de la Reina. Y queda todavía lo mejor: la película que están preparando los de Warner Bros, el teatro, la televisión….

Hojear estos libros de 200 páginas cada uno conduce a algunas reflexiones. La primera es que siendo ingeniosos y divertidos no dan lugar a imaginarse una lectura voraz de la platea infantil, salvo casos de niños excepcionales. Son demasiado complicados y extensos. No parecen tanto para niños como para mayores. Y, sin embargo, se venden por millones. Lo que se transcribe del “Daily Telegraph” en la contratapa del titulado “Harry Potter and the Prisoner of Azkaban” -que “los libros H. P. son esa cosa rara, una serie de narraciones adoradas tanto por los padres como por los niños”- lleva a una pregunta interesante: ¿por qué pueden adorar estas historias los adultos?, ¿por qué ahora, en estos tiempos? Veamos, antes de contestarla, un resumen de la trama.

Harry es un niño bueno, huérfano desde que un mago malvado mató a sus padres, también magos. Vive en la casa de su tío, un empresario que tiene un hijo malcriado que se lo pasa fastidiando al primo pobre. Ese patán posee una cantidad de juguetes sofisticados. En su cumpleaños recibe una computadora, un segundo televisor, una bicicleta de carrera, una videocámara, un reloj pulsera de oro… Un total de treinta y siete regalos, productos de la sociedad tecnológica. Harry, en cambio, no recibe nada, ni en su cumpleaños. No va al cine, ni a fiestas ni se harta de hamburguesas y golosinas como el otro. Su existencia es la de un huérfano en orfandad, sin futuro. Pero, de pronto ¡oh, maravilla! le llega una oferta que cambia su vida: se lo invita a asistir como alumno a la Escuela Hogwarts de Brujería y Magia. De golpe, Harry se convierte en proyecto de portento, en alguien admirado y envidiado por todos los del pueblo. El niño-mago será el personaje de las historias milagrosas que se contarán en estos libros, uno por cada año de sus estudios en esa famosa “Hogwards School of Witchcraft and Wizandry”. La magia lo salvará de su triste vida en el hogar de los tíos, lleno de lujos y artefactos pero sin alegría.

Pues bien, a la pregunta de por qué tantos adultos compran estos libros y parecen convertirse en adictos de sus fábulas, un profesor de Boston propone una respuesta que, en esencia, contrapone la magia a la tecnología. La autora -dice este profesor- ha tenido el talento de crear un mundo alternativo, que tiene un sistema de valores, que tiene lógica, que funciona. El mundo de la magia es algo que responde a todas las preguntas, casi como un mundo religioso. Harry va a la escuela de magia para aprender cómo usar poderes que están más allá de lo humano, y usarlos para hacer bien a la gente. Es lo que supuestamente hacen la ciencia y la tecnología en el mundo que vivimos, pero no lo hacen de verdad si atendemos a los resultados. La felicidad que prometen no es, si nos fijamos bien y miramos más allá de las apariencias, una garantía. El mundo que tenemos es, como vaticinó Max Weber, un mundo desencantado (estrictamente: entzauberung= “sin magia”), donde el cálculo racional es la única forma de sobrevivir. Es por eso que los grandes quieren creer en la magia. Desean que sus hijos tengan la protección de un universo sonriente y bondadoso, donde el mal se castiga y el bien es recompensado, un paraíso que está sencillamente allí, en las páginas de libros de cuentos infantiles.

Esta explicación no es la única posible.

Podríamos recordar que los cuentos de hadas siempre fueron del gusto de los mayores y responden a una tradición de muchos siglos. Son mágicos, encantadores, tratan de espíritus elementales y paganos que se guían por el capricho y la imaginación; de ogros y gnomos, de elfos y botas de siete leguas, de cisnes que se convierten en príncipes. En ellos todo puede suceder. Satisfacen, por otra parte, la necesidad de exaltar al pobre, al hijo menor, al patito feo. Los grandes se identifican con el perseguido y se sienten reivindicados con el final feliz de su aventura.

No faltarán miradas cínicas que atribuyan todo a factores menos inocentes: la indefensión de los padres modernos frente a sus hijos y su candor ante el “merchandising”, la “mano invisible” en los bolsillos de la gente.

También podríamos pedirle explicación al psicoanálisis. Freud sentenció que en todo hombre hay una doble naturaleza: una adulta, que regula su pensamiento y conducta de acuerdo con las exigencias sociales, y una primaria, latente en razón del control que sobre ella ejerce la otra, aunque siempre dispuesta a aflorar.

Pero quizá lo más indicado para responder a nuestra pregunta es, mejorando lo anterior, convocar a la metáfora. Muchos siglos atrás, en uno de los diálogos platónicos, el filósofo señaló al “niño que llevamos adentro” para explicar por qué a veces se manifiesta en los mayores un afán infantil de maravillas.


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