«Hay que vivir muerto de amor»

Gonzalo Rojas mantiene una actividad ferviente. En esta charla habla de su poesía y del amor como sentido vital

BUENOS AIRES, (Télam).- El concepto de que para ser joven hay que vivir mucho, se cumple cabalmente en el reciente ganador del Premio Cervantes de Literatura, el chileno Gonzalo Rojas, quien a los 86 años hace gala de su vitalismo, del brazo de una mirada crítica y un tono mordaz que no atenúa la supuesta formalidad que impone el galardón que recibió de manos del rey de España el pasado 23 de abril.

Autor de los libros «Desde la muerte», «La miseria del hombre», «Oscuro», «Transtierro» y «Río Turbio» entre otros, el poeta avanza a pasos largos y entra y sale de la conversación con la premura de un joven que tiene una cita con la intensidad: «Hay que vivir muerto de amor -dice el poeta en diálogo con Télam-. El amor es una utopía que se cumple inesperadamente».

Rojas acaba de obtener el Premio Cervantes, considerado el mayor galardón literario en lengua española y dotado de unos 110 mil dólares. El mismo que fue obtenido anteriormente por tres escritores argentinos: Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Ernesto Sábato, además de otros hispanoamericanos como los cubanos Alejo Carpentier, el uruguayo Juan Carlos Onetti, el español Rafael Alberti y el paraguayo Augusto Roa Bastos.

La aventura de vivir está acuñada en la poesía del autor chileno con las marcas de la rebeldía y el erotismo, que definen su andarivel ideológico – «disidente» de la ortodoxias, anarca (sic) y allendero», esto último en relación al gobierno socialista de Salvador Allende, del que fue embajador en China y Cuba- y resumen los ejes de su escritura en una única pregunta: «Qué se ama cuando se ama?».

Rojas se apura a aclarar que el interrogante no le pertenece: «Es de San Agustín y antes de Plotinio. ¡Ahí está la gran conjetura! El amor como enigma; es aquella idea de San Agustín: 'Amada en el amado transformada'», señala.

El gozador que asegura no creer en los pecados, y que repite a quien quiera escucharlo que «si el seso está bien no tiene por qué estar mal el sexo», se explaya así: «La mujer me 'es', del verbo ser. En mí hay un registro fuertemente erótico atado a lo santo, porque hasta el orgasmo es sagrado. Por supuesto que sí, no soy un poeta metafísico, soy fisiológico. Por fuera soy un impaciente más, pero por dentro soy paciente», aclara.

Rojas intercala fragmentos de poemas ilustrando la conversación, lo hace con un tono que va del susurro a un oleaje de rugidos, todo con grandes ademanes.

Por su voz cavernosa cruza uno de sus poemas más populares, «Perdí mi juventud»: «Perdí mi juventud en los burdeles/ pero no te he perdido/ ni un instante, mi bestia/ máquina del placer, mi pobre novia/ reventada en el baile».

El poeta explica que el poema surgió de una experiencia en un burdel de Santiago: «pasábamos el rato entre amigos, muchachones;

jugábamos barajas y ajedrez». Allí descubrió «los encantamientos de la amorosa, niña de piernas largas, mirada con gracia y buen armazón fisiológico, tenía una luz especial, había picardía en ella, lozanía». El poema lo escribió tras una visita al lugar, con la sorpresa funesta de que estaban velando a la joven.

Atildado bajo su infaltable gorra marinera, el poeta que en sus inicios fue celebrado por los grandes vates chilenos -Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Pablo De Rokha y Vicente Huidobro- habla de aquel texto emblemático que resume de alguna manera su estilo: «Es un poema desgarrado; tal vez se pueda decir que tiene un matiz bien fuerte del expresionismo, aunque yo no había leído a ningún expresionista, ni siquiera a Pablo De Rokha que era un rarísimo expresionista», asegura.

«Enrique Lihn, que algo sabía, cuando leyó este texto, jovencito él, me dijo: 'Aquí está el cruce de vientos entre el libertino y el concupiscente que has sido tú y el místico que sin embargo eres'. El fue capaz de descubrir en mí, efectivamente, al místico concupiscente, que es el que anda en mi poesía amorosa, que suele ser celebrada», continúa.

Rojas, sigue escribiendo a mano una poesía descarnada, de visiones surrealizantes con toques de ironía y sarcasmo, obtuvo ya otros galardones importantes -Reina Sofía, Nacional de Literatura de Chile, «Octavio Paz» en México, «José Hernández» de Argentina- y ya reunió su poesía de cuerda amorosa en 1992 en el tomo «Las amorosas».

Por estos días, el autor acaba de escribir un extenso poema, «La desabrida» y con tono socarrón comenta el epígrafe: «A veces me gustaban pavorosamente feas», en alusión a un modelo de mujer actual que rechaza, «la flacas de la pasarela» dice, pronunciándose contra «las armonías totales».

Cervantino y quevediano a la vez, Rojas, explica que: «El eros consulta lo amoroso» y remata: «Es bueno recordar que el abolengo de los poemas de amor en español se amarra en profundidad con la poesía mística española, que a su vez se ata con la de los sufíes Juan de Yepes, beato Juan de la Cruz, o Teresa de Avila, Teresa de Zepeda y Ahumada, la santa. Estos místicos son poetas del cuerpo, no solamente del alma o la preciosidad de la gracia. El amor es lo único, No hay más utopía que esa».

Envuelto en un relámpago

El hombre que al recibir el Premio Cervantes fue calificado como el «prototipo del poeta buscador» que intenta «descifrar el significado del mundo» no tiene biografía, aunque circula en México el libro «Memorias de un poeta. Diálogo con Gonzalo Rojas».

El chileno, nacido el 20 de diciembre de 1917 en Lebu, Chile, fue diplomático, catedrático en universidades de Latinoamérica y Estados Unidos, y al derrocamiento del gobierno de Allende se exilió en Alemania Oriental, la ex Unión Soviética y Venezuela. En 1980 regresó a Chile y se instaló en la ciudad de Chillán, 400 kilómetros al sur de Santiago.

A cargo del periodista mexicano Esteban Ascencio, «Memorias de un poeta» es el relato de la infancia de Rojas en Lebú, pueblo marítimo «acotado por rocas portentosas», con minas de carbón bajo el mar donde laboraba su padre fallecido joven, a quien le dedica uno de sus mejores textos: «Carbón».

Rojas señala que la poesía lo maravilló de chico cuando escuchó la palabra «relámpago»: «en ese momento descubrí el portento de la palabra (…) Por eso siempre he sido un animal fónico más que visual. Mi poesía es rítmica y vuelta a la oreja».

Confiesa, además, que aprendió a leer a los ocho años y que fue en general «lentiforme», un «disidente de la prisa» lejos de la precocidad de Neruda o Rimbaud. El primer poema de amor lo escribió a los 17 años y lo tituló «La vuelta al mundo»: «Desde mi infancia vengo mirándolas, oliéndolas,/ gustándolas, palpándolas, oyéndolas llorar,/ reír, dormir, vivir».

El texto fue premiado con una flor de oro: «Esa misma noche la vendí en 180 pesos y pasé una gran fiesta con mis amigos». (Télam).

 

Jorge Boccanera


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