Hemorragia irreversible
Por James Neilson
En Estados Unidos y la Unión Europea la inmigración es el tema del día. Muchos ciudadanos temen que sus países sean «invadidos» por hordas harapientas de analfabetos fecundos, muchos de ellos fanáticos de alguno que otro culto religioso despiadado, que terminen viviendo a costillas de los contribuyentes, razón por la cual están erigiendo barreras cada vez más imponentes en un esfuerzo sin duda vano por frenar la afluencia. La consigna de los emigrantes tercermundistas – marroquíes, argelinos, los que huyen del infierno en que se ha convertido buena parte del Africa negra, rusos, hindúes, chinos, etc, etc – podría ser «entrar o morir» y muchos efectivamente mueren, estrellándose contra los muros que les cierran el camino, como les sucedió a aquellos 58 chinos asfixiados en un camión que llegaba al puerto inglés de Dover y a los centenares que se ahogan en el Caribe o tratando de cruzar el estrecho de Gibraltar en una patera liviana.
Norteamericanos y europeos de actitudes generosas se preocupan por el destino de estos «refugiados económicos». Quieren «regular» el ingreso de extranjeros, ordenarlo para que tanto los ya establecidos como los recién llegados puedan convivir en harmonía. Sin embargo, la voluntad bien intencionada y claramente lógica de aceptar a quienes están en condiciones de integrarse con facilidad, pero de rechazar a los demás está teniendo consecuencias sumamente perversas porque en la práctica significa que las puertas quedan abiertas para los más capaces pero se cierran para quienes carecen de habilidades «vendibles». Desde el punto de vista del Primer Mundo, el arreglo así supuesto es muy justo. Desde el de países más pobres, entre ellos la Argentina, difícilmente podría ser peor.
Como tantos han señalado, ya vivimos en la edad del «conocimiento» en el que la «materia gris» importa incomparablemente más que los recursos naturales. En términos económicos, media docena de personas como Bill Gates pueden resultar más valiosas que mil pozos de petróleo, una provincia entera de tierra feraz, todo el carbón de los Andes. Sin embargo, para que estos generadores de riqueza virtual que pronto se transforma en dinero contante y sonante puedan aprovechar sus dotes es necesario que haya miles más que sean igualmente talentosos, si bien por lo común menos enérgicos o menos afortunados. A pesar de contar con buenos sistemas educativos, los países ricos ya han agotado los suministros locales de personas adecuadas de suerte que se han puesto a importarlas en escala creciente. No sólo se trata de expertos en computación, aunque por ahora son los más mimados, sido de hombres y mujeres casi siempre relativamente jóvenes que podrán prepararse para cumplir las tareas propias de una sociedad avanzada.
Por eso, lo que es pura ganancia para los países ricos es una pérdida devastadora para los demás. Sin que nadie se permita inquietar por el fenómeno, están viéndose privados de una proporción creciente de quienes conformarían no meramente su élite sino también de la clase media en ascenso. Así las cosas, parece inevitable que la brecha ya enorme que separa al mundo desarrollado del resto siga ampliándose. El futuro de toda sociedad depende casi por completo de la capacidad del diez o el veinte por ciento mejor preparado. Si, como ya está ocurriendo, quienes lo conforman propenden a emigrar no bien reciben el diploma que les facilita la entrada en el país de sus sueños, su comunidad de origen no tendrá ninguna posibilidad de progresar a un ritmo que le permita no perder cada vez más terreno.
Si sólo fuera cuestión de la emigración masiva de un grupo determinado de profesionales, de ingenieros nucleares, digamos, o de oftalmólogos, los países perjudicados por la política inmigratoria de las naciones avanzadas protestarían con amargura, pero puesto que el sector constituido por los emigrantes en potencia es tan grande y tan heterogéneo, prefieren pasarla por alto en silencio. Es comprensible. Para muchos, la idea de que existan «elites» es tabú, de manera que pocos se animarían a decir que la pérdida supuesta por la emigración de una familia de clase media es mucho más grave de lo que sería la de una conformada por braceros. Asimismo, cuando todos conocen a personas que optaron por irse, nadie querrá insistir en que el movimiento poblacional así supuesto es malo: al fin y al cabo, ya no son tantos los profesionales argentinos que están totalmente seguros de que un día ellos mismos o sus hijos no vayan a sentirse tentados a trasladarse a otro país.
Por supuesto, puede decirse que aunque todos los graduados argentinos se negaran a emigrar el beneficio para el país sería escaso porque pocos, poquísimos, tendrían oportunidad alguna para aplicar su saber, sea éste portentoso o rutinario. Asimismo, sería legítimo argüir que la emigración equivale a una válvula de escape: una multitud de personas «sobreeducadas» con respecto a los trabajos disponibles y por lo tanto frustradas y resentidas constituiría una bomba de tiempo muy peligrosa sin la existencia de una «salida»: no fue casual que el terrorismo mesiánico que fue eliminado en una «guerra sucia» se declarara después de que la economía dejara de brindar oportunidades suficientes, pero antes de que los jóvenes se sintieran lo bastante cosmopolitas como para probar suerte en el mundo desarrollado. Treinta años han transcurrido a partir de aquella explosión de ira, y aunque la situación del país parece tan decepcionante como fue una generación antes, los jóvenes talentosos no se sienten tan atrapados: saben más que sus mayores sobre el resto del mundo, tienen por lo menos algunas nociones del inglés y, lo cual es decisivo, ya se ha consolidado una tradición emigratoria de forma que «hacer la Europa», por decirlo así, es una alternativa más. Sin embargo, para que la Argentina deje de expulsar a quienes tienen motivos para creerse con el derecho a aspirar a mucho más de lo que el país actual puede ofrecerles, será preciso que se forme una amplia clase profesional o académica que sea a la vez vigorosa y moderna, algo que nunca ocurrirá si la sangría que está produciéndose cobra dimensiones todavía mayores.
Hace poco, el diario porteño La Nación informó que en el lapso de dos años cincuenta mil personas – la décima parte de la población estable – había abandonado Mar del Plata, con más de la mitad de ellas trasladándose a España, Italia o los Estados Unidos. Con toda seguridad se trataba exclusivamente de integrantes de la clase media o de la clase obrera calificada, de posición económica lo suficientemente desahogada como para permitirles emprender una aventura de este tipo. Si bien no ha sido cuestión del éxodo de una elite intelectual, profesional o empresaria, los emigrantes representaban aquella parte de la sociedad de la cual tendrían que surgir los «líderes» de mañana.
Mientras tanto, ciertos medios de comunicación, además de grupos de forajidos de mentalidad fascista, se sienten agitados por la llegada constante de inmigrantes que proceden de Bolivia, Paraguay y Perú, de nivel educativo inferior al aún considerado habitual entre los nativos. En otras circunstancias, el país se vería beneficiado por el ingreso de cantidades de personas deseosas de adaptarse cuanto antes a las normas imperantes en lo que para muchos será su hogar permanente, pero de seguir reduciéndose la proporción de los que comparten pautas «primermundistas» el proceso de aculturación se hará muy pero muy trabajoso. Asimismo, como señalan los contrarios a la «latinoamericanización» así supuesta, la Argentina no posee los recursos institucionales que le permitiría brindar a los inmigrantes y a sus hijos ni la atención médica ni la educación que suelen darse en países más prósperos y mejor organizados. Para colmo, mientras que en la Unión Europea y los Estados Unidos los inmigrantes tercermundistas disfrutan del apoyo activo de sectores progresistas de clase media y del empresariado, en la Argentina las filas de tales aliados naturales están raleándose, de modo que corren peligro de quedar a merced de políticos demagógicos y sindicalistas de actitudes muy distintas.
En Estados Unidos y la Unión Europea la inmigración es el tema del día. Muchos ciudadanos temen que sus países sean "invadidos" por hordas harapientas de analfabetos fecundos, muchos de ellos fanáticos de alguno que otro culto religioso despiadado, que terminen viviendo a costillas de los contribuyentes, razón por la cual están erigiendo barreras cada vez más imponentes en un esfuerzo sin duda vano por frenar la afluencia. La consigna de los emigrantes tercermundistas - marroquíes, argelinos, los que huyen del infierno en que se ha convertido buena parte del Africa negra, rusos, hindúes, chinos, etc, etc - podría ser "entrar o morir" y muchos efectivamente mueren, estrellándose contra los muros que les cierran el camino, como les sucedió a aquellos 58 chinos asfixiados en un camión que llegaba al puerto inglés de Dover y a los centenares que se ahogan en el Caribe o tratando de cruzar el estrecho de Gibraltar en una patera liviana.
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