Héroes imaginarios

Por James Neilson

Tanto en la Argentina como en otros países de tradiciones autoritarias, los llamados «militantes» de los derechos humanos suelen incluir a muchos individuos que de tener una oportunidad no vacilarían un solo minuto en encarcelar, torturar y después asesinar a quienes no comparten con el entusiasmo suficiente sus propios puntos de vista. Son sujetos que idolatran al Che Guevara, un bandolero politizado que quiso convertir a sus seguidores en «máquinas de matar», y las únicas violaciones que los molestan son las perpetradas por sus enemigos. Con todo, si bien a veces tales «militantes» parecen haberse apropiado de la causa de los derechos humanos en la Argentina, también los hay que se niegan a cohonestar el principio perverso de que lo que realmente cuenta son las opiniones o lealtades políticas, de suerte que el asesinato de un «reaccionario» será un acto de justicia mientras que matar a un»progresista» o «idealista» debería considerarse un crimen imperdonable, un delito de lesa humanidad. Puede que en última instancia estos enamorados de la legalidad burguesa que se resisten a distinguir sean los únicos que nos separan de la barbarie. En la década de los sesenta hubo muy pocos, pero es probable que hoy en día haya muchos más: esperemos que nunca tengamos que averiguar si realmente es así.

Tanto en la Argentina como en otros países de tradiciones autoritarias, los llamados «militantes» de los derechos humanos suelen incluir a muchos individuos que de tener una oportunidad no vacilarían un solo minuto en encarcelar, torturar y después asesinar a quienes no comparten con el entusiasmo suficiente sus propios puntos de vista. Son sujetos que idolatran al Che Guevara, un bandolero politizado que quiso convertir a sus seguidores en «máquinas de matar», y las únicas violaciones que los molestan son las perpetradas por sus enemigos. Con todo, si bien a veces tales «militantes» parecen haberse apropiado de la causa de los derechos humanos en la Argentina, también los hay que se niegan a cohonestar el principio perverso de que lo que realmente cuenta son las opiniones o lealtades políticas, de suerte que el asesinato de un «reaccionario» será un acto de justicia mientras que matar a un»progresista» o «idealista» debería considerarse un crimen imperdonable, un delito de lesa humanidad. Puede que en última instancia estos enamorados de la legalidad burguesa que se resisten a distinguir sean los únicos que nos separan de la barbarie. En la década de los sesenta hubo muy pocos, pero es probable que hoy en día haya muchos más: esperemos que nunca tengamos que averiguar si realmente es así.

Como el gobierno actual insiste en recordarnos, hace treinta años la Argentina era un país en el que el respeto por los derechos humanos era a lo sumo retórico, una cuestión de palabras que siempre sonarían bien en los discursos ampulosos de políticos, fueran éstos militares o civiles, y en los escritos de los muchos intelectuales que se especializaban en denunciar la maldad ajena. Sin embargo, aunque no se dan motivos para creer que el presidente Néstor Kirchner sea un topo montonero o guevarista que en sus horas de ocio fantasee con llevar la frustrada revolución neofascista de aquellos tiempos miserables a una conclusión exitosa, es evidente su propensión a minimizar los crímenes cometidos por algunos y cargar las tintas cuando los culpables fueron otros. Dicha actitud podría justificarse por haber sido los montoneros y los integrantes de bandas de aspiraciones igualmente exóticas ciudadanos privados, mientras que los militares y los policías eran servidores del Estado que, por lo tanto, estaban obligados a atenerse a normas bastante más exigentes, pero todo hace pensar que en el caso de Kirchner lo que pesa más son los prejuicios ideológicos. Si no fuera así, sería inexplicable su negativa obstinada a condenar el salvajismo sistemático de la última dictadura del hemisferio, la cubana encabezada por el pseudomilitar Fidel Castro.

Como el gobierno actual insiste en recordarnos, hace treinta años la Argentina era un país en el que el respeto por los derechos humanos era a lo sumo retórico, una cuestión de palabras que siempre sonarían bien en los discursos ampulosos de políticos, fueran éstos militares o civiles, y en los escritos de los muchos intelectuales que se especializaban en denunciar la maldad ajena. Sin embargo, aunque no se dan motivos para creer que el presidente Néstor Kirchner sea un topo montonero o guevarista que en sus horas de ocio fantasee con llevar la frustrada revolución neofascista de aquellos tiempos miserables a una conclusión exitosa, es evidente su propensión a minimizar los crímenes cometidos por algunos y cargar las tintas cuando los culpables fueron otros. Dicha actitud podría justificarse por haber sido los montoneros y los integrantes de bandas de aspiraciones igualmente exóticas ciudadanos privados, mientras que los militares y los policías eran servidores del Estado que, por lo tanto, estaban obligados a atenerse a normas bastante más exigentes, pero todo hace pensar que en el caso de Kirchner lo que pesa más son los prejuicios ideológicos. Si no fuera así, sería inexplicable su negativa obstinada a condenar el salvajismo sistemático de la última dictadura del hemisferio, la cubana encabezada por el pseudomilitar Fidel Castro.

De todos modos, Kirchner parece más que dispuesto a tratar a los montoneros o erpistas como idealistas que fueron forzados por las circunstancias a hacer cosas que hubieran sido inaceptables en un «país normal» y a ensañarse con los militares que, a su juicio, junto con los neoliberales fueron los únicos responsables de la guerra sucia. Para sostener dicha tesis, empero, le ha sido preciso modificar la historia, eliminando el papel protagónico que cumplieron el general Juan Domingo Perón, el compañero José López Rega y tantos otros prohombres justicialistas, una operación que sin duda le ha sido más importante que la supuesta por la decisión de descolgar aquellos cuadros de Jorge Rafael Videla y Roberto Bignone de sus lugares en una pared del Colegio Militar. Y como si no fuera suficiente este esfuerzo que trae a la memoria el trabajo de los editores de enciclopedias soviéticas que se ocupaban borrando de las fotos las imágenes de los coyunturalmente caídos en desgracia y agregando párrafos destinados a resaltar los aportes al bien universal de personajes hasta entonces ignotos, Kirchner se ha puesto a reconstruir la historia de los derechos humanos en el país con el propósito de consagrarse a sí mismo como el primer mandatario en tomarlos realmente en serio, pretensión que cualquiera que se dé el trabajo de recorrer la historia de los últimos veinte años no puede sino considerar un disparate.

De todos modos, Kirchner parece más que dispuesto a tratar a los montoneros o erpistas como idealistas que fueron forzados por las circunstancias a hacer cosas que hubieran sido inaceptables en un «país normal» y a ensañarse con los militares que, a su juicio, junto con los neoliberales fueron los únicos responsables de la guerra sucia. Para sostener dicha tesis, empero, le ha sido preciso modificar la historia, eliminando el papel protagónico que cumplieron el general Juan Domingo Perón, el compañero José López Rega y tantos otros prohombres justicialistas, una operación que sin duda le ha sido más importante que la supuesta por la decisión de descolgar aquellos cuadros de Jorge Rafael Videla y Roberto Bignone de sus lugares en una pared del Colegio Militar. Y como si no fuera suficiente este esfuerzo que trae a la memoria el trabajo de los editores de enciclopedias soviéticas que se ocupaban borrando de las fotos las imágenes de los coyunturalmente caídos en desgracia y agregando párrafos destinados a resaltar los aportes al bien universal de personajes hasta entonces ignotos, Kirchner se ha puesto a reconstruir la historia de los derechos humanos en el país con el propósito de consagrarse a sí mismo como el primer mandatario en tomarlos realmente en serio, pretensión que cualquiera que se dé el trabajo de recorrer la historia de los últimos veinte años no puede sino considerar un disparate.

El deseo de Kirchner de hacer creer que antes de su llegada a la Casa Rosada el país entero había observado un silencio sepulcral callando «durante veinte años de democracia» las atrocidades cometidas por la dictadura militar ha merecido algunos reparos, lo que no extraña porque su relación con la verdad difícilmente podría ser más tenue. Lejos de callarse ante el terrorismo de Estado de los años del Proceso, el presidente Raúl Alfonsín y sus colaboradores arriesgaron la vida una y otra vez en un intento valiente de aclarar lo que había ocurrido y de asegurar que los máximos responsables recibieran el castigo condigno. En la Argentina del 2004, cualquiera puede gritar insultos contra los militares sin correr más riesgo que el de sufrir un ataque de laringitis; en el país de 1984, un paso gubernamental en falso pudo haber desatado un golpe de Estado. El gobierno radical también promovió la publicación de un informe que haría época, el «Nunca más». Para colmo, no se trataba del coraje tardío de hombres que mientras duró la guerra sucia habían optado por el silencio: Alfonsín mismo había sido uno de los muy pocos políticos conocidos que en aquel entonces se habían destacado por su compromiso firme y público con la legalidad. ¿Y Kirchner? Que sepamos, no hizo nada.

El deseo de Kirchner de hacer creer que antes de su llegada a la Casa Rosada el país entero había observado un silencio sepulcral callando «durante veinte años de democracia» las atrocidades cometidas por la dictadura militar ha merecido algunos reparos, lo que no extraña porque su relación con la verdad difícilmente podría ser más tenue. Lejos de callarse ante el terrorismo de Estado de los años del Proceso, el presidente Raúl Alfonsín y sus colaboradores arriesgaron la vida una y otra vez en un intento valiente de aclarar lo que había ocurrido y de asegurar que los máximos responsables recibieran el castigo condigno. En la Argentina del 2004, cualquiera puede gritar insultos contra los militares sin correr más riesgo que el de sufrir un ataque de laringitis; en el país de 1984, un paso gubernamental en falso pudo haber desatado un golpe de Estado. El gobierno radical también promovió la publicación de un informe que haría época, el «Nunca más». Para colmo, no se trataba del coraje tardío de hombres que mientras duró la guerra sucia habían optado por el silencio: Alfonsín mismo había sido uno de los muy pocos políticos conocidos que en aquel entonces se habían destacado por su compromiso firme y público con la legalidad. ¿Y Kirchner? Que sepamos, no hizo nada.

Puesto que en la Argentina del Proceso la preocupación sincera y ecuménica por los derechos humanos era una actitud decididamente minoritaria, no habría sido ninguna vergüenza que Kirchner, como tantos otros, se hubiera interesado más por el destino de los integrantes de su secta particular que por el de todos los blancos de la locura política, se tratara de «revolucionarios» por un lado o de militares, sindicalistas, jueces, funcionarios, políticos e intelectuales de derecha por el otro. Mal que bien, en sociedades que se han acostumbrado a la inseguridad y en las que demasiados poderosos se comportan como padrinos mafiosos, es poco realista suponer que muchos antepondrán el bien común a sus aspiraciones y temores personales. Tanto el gansterismo estatal que caracterizaba la gestión del matrimonio Perón y su astrólogo como la violencia extrema de la etapa más profesional, por decirlo así, de los años regidos por los militares hubieran sido inconcebibles si la Argentina hubiera sido un país en el que la mayoría entendiera que politizar los derechos humanos y con ellos la ley abriría las puertas a una catástrofe.

Puesto que en la Argentina del Proceso la preocupación sincera y ecuménica por los derechos humanos era una actitud decididamente minoritaria, no habría sido ninguna vergüenza que Kirchner, como tantos otros, se hubiera interesado más por el destino de los integrantes de su secta particular que por el de todos los blancos de la locura política, se tratara de «revolucionarios» por un lado o de militares, sindicalistas, jueces, funcionarios, políticos e intelectuales de derecha por el otro. Mal que bien, en sociedades que se han acostumbrado a la inseguridad y en las que demasiados poderosos se comportan como padrinos mafiosos, es poco realista suponer que muchos antepondrán el bien común a sus aspiraciones y temores personales. Tanto el gansterismo estatal que caracterizaba la gestión del matrimonio Perón y su astrólogo como la violencia extrema de la etapa más profesional, por decirlo así, de los años regidos por los militares hubieran sido inconcebibles si la Argentina hubiera sido un país en el que la mayoría entendiera que politizar los derechos humanos y con ellos la ley abriría las puertas a una catástrofe.

Pues bien: cuando una sociedad ha dejado atrás un período signado por el salvajismo, son muchos los sobrevivientes que se ponen a revisar su propio pasado. En Alemania, después de la caída de Hitler, los buenos ciudadanos atribuyeron su silencio más a su ignorancia que a su temor, convenciéndose de que si hubieran sabido la verdad su conducta hubiera sido muy pero muy diferente. Por su parte, sus hijos reaccionarían dando por descontado que si ellos hubieran estado nada les hubiera impedido alzarse contra los genocidas. Guardando las distancias, algo muy similar ocurrió en la Argentina. Aunque ya en 1976 todos sabían que el régimen y sus aliados civiles, los que para estos menesteres no eran «liberales» sino peronistas de ideas distintas de las reivindicadas por los Kirchner, secuestraban, torturaban y mataban a miles, los más se protegían rehusando afrontar la verdad o diciéndose que les sería suicida levantar la voz. Más tarde, algunos recordarían conversaciones privadas o momentos de enojo que los ayudarían a creerse luchadores desde siempre por la libertad: son los paladines imaginarios de la democracia, los héroes virtuales. Mientras tanto, otros «dirigentes», los de mentalidad más cínica, se reinventarían por completo a fin de posicionarse para una nueva época en la que servicios que antes les hubieran resultado útiles les serían un estorbo, una metamorfosis que por lo general no les plantearía problemas excesivos porque, al fin y al cabo, millones de otros también querían romper con un pasado humillante en el que, por comisión o por omisión, habían contribuido a provocar una tragedia.

Pues bien: cuando una sociedad ha dejado atrás un período signado por el salvajismo, son muchos los sobrevivientes que se ponen a revisar su propio pasado. En Alemania, después de la caída de Hitler, los buenos ciudadanos atribuyeron su silencio más a su ignorancia que a su temor, convenciéndose de que si hubieran sabido la verdad su conducta hubiera sido muy pero muy diferente. Por su parte, sus hijos reaccionarían dando por descontado que si ellos hubieran estado nada les hubiera impedido alzarse contra los genocidas. Guardando las distancias, algo muy similar ocurrió en la Argentina. Aunque ya en 1976 todos sabían que el régimen y sus aliados civiles, los que para estos menesteres no eran «liberales» sino peronistas de ideas distintas de las reivindicadas por los Kirchner, secuestraban, torturaban y mataban a miles, los más se protegían rehusando afrontar la verdad o diciéndose que les sería suicida levantar la voz. Más tarde, algunos recordarían conversaciones privadas o momentos de enojo que los ayudarían a creerse luchadores desde siempre por la libertad: son los paladines imaginarios de la democracia, los héroes virtuales. Mientras tanto, otros «dirigentes», los de mentalidad más cínica, se reinventarían por completo a fin de posicionarse para una nueva época en la que servicios que antes les hubieran resultado útiles les serían un estorbo, una metamorfosis que por lo general no les plantearía problemas excesivos porque, al fin y al cabo, millones de otros también querían romper con un pasado humillante en el que, por comisión o por omisión, habían contribuido a provocar una tragedia.


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