Historias personales que van por un Oscar

La historia contemporánea de los Oscar está marcada por grandes temas. Hace no tanto fueron los dramas familiares, con filmes como "Belleza americana". Después llegó el turno del regreso del cine épico, con "Gladiador" y "El señor de los anillos". La presente entrega está perfilada por las biografías.

No hace mucho fue la familia hecha jirones y el 'american way of life' pulverizado («Belleza Americana»). Luego llegó el cine épico con «Gladiador» y «El señor de los anillos».

Ahora no quedan dudas: a Hollywood volvieron las biografías, que desembarcaron con la furia de las tropas de Bush en Oriente Medio.

«Ray», «El aviador», «Alejandro», «Diarios de motocicleta», «Mar adentro» y «Descubriendo el país de nunca jamás» son algunos de los filmes que esta noche pueden alzarse con alguna(s) estatuilla(s) y cuyas tramas abordan vidas más o menos apasionantes de personajes más o menos asombrosos del siglo XX.

Algunas de ellas merecen un análisis.

Comencemos por la que más nominaciones obtuvo, pese a que es una de las que menos calidad tienen: «El aviador», de Martin Scorsese, el filme con 11 candidaturas que relata un párrafo de la epifánica y desbordante vida de Howard Hughes (Leonardo Di Caprio), el magnate que con sus brincos tuvo a la industria del cine y a la de los aviones bajo su pulgar durante buena parte del siglo XX.

El filme no logra decepcionar pero no es de ningún modo una película que pueda equipararse con otras célebres realizaciones del talentoso director. Si ya en «Pandillas de Nueva York» Scorsese había dado muestras de estar algo fuera de foco, en «El aviador» parece haberlo perdido.

Decidido a zambullirse en las ríspidas aguas de las superproducciones, Scorsese le ha adosado a su cine el maquillaje de la grandilocuencia, el adorno de la espectacularidad tecnológica.

Algunas escenas de «El aviador» son tomas de una deslumbrante contundencia técnica (ambos accidentes del protagonista, por caso). Prodigios, qué duda cabe, de lo mejor que hoy puede ofrecer Hollywood con sus «tanques»: la ciencia y la tecnología al servicio de la industria del entretenimiento.

Pero como si fuera un pastel que tiene una cobertura exquisita pero carece de leche suficiente, lo que no tiene «El aviador» es musculatura, un guión entretenido y creíble que soporte semejante cantidad de chispas tecnológicas. Todo en el filme es juego de artificios.

Ya en «Pandillas de Nueva York», a Scorsese le había faltado -o sobrado- una vuelta de tuerca en el guión. Aquellos diálogos entre el despiadado Daniel Day-Lewis y el mismo DiCaprio eran tan elementales que inevitablemente derivaban en la sobreactuación.

Ahora el guión vuelve a fallar en algo fundamental: Scorsese parece no encontrar la historia. La vida de Hughes es tan desmesurada, zigzagueante y extensa que el cineasta italonorteamericano decidió recortar buena parte de su pasado y futuro para concentrarse en 15 años que él consideró esenciales. Así, el espectador que no conoce a Hughes abandona la sala sin saber, por caso, que llevó al cine la «Scarface» original o que tuvo oscuros contactos con la CIA y hasta su compañía se vio involucrada, durante la Guerra Fría, en un intento de atentado a Castro.

Pero al margen de ese tabique -una elección al fin-, lo que parece no tener el filme es algo que le sobraba al Scorsese de «Toro Salvaje»: pasión.

Pasión y fuego, esa fuerza que le sobraba en los '70 y buena parte de los '80. Aquel Scorsese, como Coppola, era la exégesis del coraje y la fuerza llevada al cine. ¿En qué se parece el La Motta crepuscular de «Toro salvaje» que, obeso y frente al espejo, ensaya un monólogo conmovedor con el Hughes tembloroso que se encapsula de la vida? En casi nada.

DiCaprio se desgañita tratando de dar la talla del asunto, pero su descenso a los infiernos resulta siempre distante, sin la carnadura del De Niro de «Toro» o la sobria intensidad que derrocha en «Buenos muchachos». Aquel otro esquizoide interpretado por De Niro, ese volcán a punto de estallar llamado Travis que prendió fuego el cine con «Taxi Driver», logra un retrato descarnado de la locura urbana que de ningún modo puede conseguir «El aviador».

Hollywood tal vez premie a Scorsese porque, al igual que le ocurrió a Chaplin, no fue premiado en su momento. Parecería una injusticia que «El aviador» sea premiado y «Taxi Driver», «Toro salvaje» o incluso «Main Street» hayan sido soslayadas en su mo

mento.

El otro 'biopic' con pretensiones que ofrece Hollywood es «Ray», la conmovedora vida del músico Ray Charles, ciego desde los siete años, talentoso desde su nacimiento.

El filme entretiene y alberga momentos inspirados, pero quien construye una actuación magnífica, comparable con grandes performances de otros tiempos, es Jamie Foxx, en la piel del formidable pianista.

Foxx «es» Charles. Su actuación reúne todo aquello que un actor desea transmitir cuando enfrenta una cámara: emoción, credibilidad, identificación, crispación. El filme muestra cómo se puede abordar la vida de un artista popular y respetado sin caer en el golpe bajo, la emoción vana o la sensiblería.

Es difícil que un hombre ciego, talentoso y abandonado no logre la conmiseración de la platea. Sin embargo «Ray» tiene momentos de tal dramatismo que lleva al protagonista a los bordes: Foxx genera una corriente de simpatía, pero pocos quieren estar en sus zapatos.

Es ciego y huérfano.

Talentoso, sí, pero ciego, heroinómano y perseguido por la fatalidad del pasado.

Lo curioso es que Foxx también es candidato en el rubro «mejor actor de reparto» por su formidable actuación del taxista aprisionado de «Colateral».

La otra actuación que bordea la perfección es la de Javier Bardem en «Mar de adentro», de Alejandro Amenábar. No es exagerado afirmar que Bardem es «el» gran actor del momento.

Cualquier que haya tomado contacto alguna vez con un enfermo motriz -en este caso un cuadripléjico- se dará cuenta de que el Ramón Sampedro que consigue el español es tan legítimo como contundente: esos dedos atrofiados, esa sonrisa ladeada, ese cuello que se tuerce y corona un cuerpo inamovible, marchito.

Bardem no exagera, no edulcora. Si duda, lo hace porque el personaje duda. Aunque, en verdad, Sampedro duda muy poco: se quiere morir. Ya. Y la muerte, se sabe, es una arcilla que al cine le fascina moldear seguido para conseguir emoción, gloria y dólares, en ese orden.

En este caso, el golpe bajo está allí, a dos metros de la cama que retiene a Sampedro desde hace 30 años. ¿Podría no estarlo? Es difícil. Lo que sí parece que a Amenábar le resultó sencillo fue retratar a una Iglesia que, además de sus históricas contradicciones y omisiones, bordea el ridículo. Un antagónico cura que baja de una cuatro por cuatro, tiene actitudes cuasifascistas y es asistido por un monaguillo genuflexo y fronterizo pareciera no ser necesario, más aún si lo que se quiere es subrayar la postura de quien clama la eutanasia.

El cine en español compite con otras dos buenas producciones. «Diarios de motocicletas» relata el viaje iniciático del Che por América Latina, ése que le abrió las puertas de la percepción de la injusticia.

Claro que «Diarios», del brasileño Walter Salles, compite en el rubro mejor guión con dos películas que, al igual que «Perdidos en Tokio» en el 2004, funcionan, por su creatividad, para Hollywood como contrapeso para tanto «tanque»: «Entre copas» y «Antes del atardecer». La primera es de Miles Raymond -el director de «About Schmidt»- y reúne al actor fetiche del Hollywood independiente Paul Giamatti, quien ya había descollado en «Storytelling» y se había revelado como una suerte de antihéroe, a lo Woody Allen, contemporáneo.

Giamatti interpreta a un escritor errático que conduce a un amigo por los senderos del vino californianos. Intimista, lúcida y con la densidad de los buenos cabernets.

De «Antes del atardecer» ya se habló en este suplemento: tiene la brillantez de los atardeceres parisienses. Es paradójico, pero en su virtud puede estar su condena: es tan sencilla como una sonrisa y hoy es la noche de la sofisticación, no de los sentimientos.

 

Pablo Perantuono


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