Hitler en el cine
por Jorge Gadano
La única persona a la que Adolf Hitler mató en los doce años de la dictadura nazi fue a sí mismo. Ninguna de los 50 millones de víctimas fatales producidas durante la Segunda Guerra Mundial puede ser atribuida a su autoría material. Tenía una relación tierna con su perra Blondi y trataba con amabilidad al personal que lo atendía, esto es, secretarias, ayudantes, mucamos, médicos, choferes. Lo mismo hizo con sus segundones de mayor confianza, como Joseph Goebbels o Martin Bormann. O con la esposa de Goebbels, Magda, que lo admiraba.
No puede sorprender, por lo tanto, que en la película estrenada el miércoles en Neuquén, La Caída -en la que sobresale la labor del actor protagónico, Bruno Ganz-dedicada a los últimos días que pasó en el refugio subterráneo de la cancillería, el dictador aparezca como un ser humano, despojado de los rasgos bestiales que distinguieron a su dictadura.
Hitler vivió bajo tierra, en ese refugio, desde la noche del 15 de enero de 1945, cuando llegó a Berlín desde «La Guarida del Lobo», su cuartel general de la Prusia Oriental. Se había instalado allí para ocuparse de la conducción de la guerra, pero debió escapar hacia la capital del Tercer Reich porque el Ejército Rojo se acercaba peligrosamente.
Desde esa «guarida» la guerra fue para Hitler principalmente la que inició en el este, en junio de 1941, cuando atacó a la Unión Soviética. Fue su mayor preocupación porque, a su juicio, era ésa la patria de lo que denominaba el «judeobolchevismo». No le faltaba razón para inquietarse porque en ese escenario, con el resultado adverso de la batalla de Stalingrado en el invierno de 1942-43, el curso de la guerra se volvió en su contra.
En el búnker berlinés vivió bajo tierra hasta que se disparó una bala en la cabeza, el 30 de abril de 1945, después del mediodía, cuando los rusos estaban a unas cuatro o cinco cuadras. Antes se había casado con su pareja, Eva Braun, y había mandado a matar al jefe de las SS, Heinrich Himmler, a quien acusaba de haberlo traicionado.
En la más completa biografía del Führer que se haya publicado, el irlandés Ian Kershaw relata que el casamiento se celebró apenas pasada la medianoche del 29 de abril ante el concejal de la ciudad Walter Wagner, quien vistió su uniforme nazi para la ceremonia. Fueron testigos Bormann y Goebbels. Con los demás habitantes del búnker, que esperaban fuera del recinto matrimonial, hubo champán, sándwiches y un artificioso clima de festejo.
Hitler sabía ya que Benito Mussolini y su amante Clareta Petacci habían sido fusilados por los partisanos y colgados cabeza abajo en una plaza de Milán. Como no quería ese destino para sí -temía que los rusos «lo exhibieran como una pieza de museo»- le encomendó a su ayudante, el SS Otto Günsche, que cremara sus restos y los de su mujer después de que se suicidaran. Günsche, a su vez, telefoneó al chofer, Eric Kempka, para que consiguiera toda la nafta disponible.
La sede del gobierno civil era la capital, Berlín, y como a Hitler sólo le interesaba la guerra, quienes lo integraban debían saber estar «en el rumbo del Führer», para gobernar. El único ministro con el cual Hitler mantenía una relación frecuente y amistosa era el de Armamentos, Albert Speer. Este arquitecto fue uno de los preferidos entre los cortesanos civiles porque había diseñado la nueva Berlín, con características monumentales dignas de la superioridad aria. Poco antes de morir Hitler se extasiaba ante una maqueta de la nueva ciudad que Speer le había construido en el búnker.
A Traudl Junge, la secretaria más joven -cuyo relato fue usado para el guión del filme- le tocó escribir al dictado el «testamento político» del Führer, quien, intentando autojustificarse, negó en ese texto que hubiera sido él el responsable de la guerra. «Fue -dijo- deseada e instigada por aquellos estadistas internacionales que eran de ascendencia judía o que trabajaban para intereses judíos».
Recordó su profecía de 1939, cuando vaticinó que los judíos serían borrados de la faz del planeta. «Dije también con toda claridad que si las naciones de Europa iban a ser consideradas de nuevo como meros paquetes de acciones de esos conspiradores del dinero y de las finanzas internacionales, también tendría que rendir cuentas esa raza que es en realidad la culpable de esta lucha criminal: los judíos. Dejé también muy claro que esta vez no morirían millones de niños de los pueblos arios de Europa, millones de adultos, y no morirían quemados y bombardeados en las ciudades centenares de miles de mujeres y niños, sin que el verdadero culpable pagase su culpa, aunque de una forma más humana». Se refería así a los hornos de Auschwitz.
El 30 de abril Hitler y Eva Braun se despidieron de todos e ingresaron a una habitación poco antes de las tres y media de la tarde. Pasados unos diez minutos un mucamo, Heinz Linge, y Bormann abrieron la puerta. Kershaw describe así la escena: «Hitler y Eva Braun estaban sentados juntos en el pequeño sofá de aquel estudio angosto y agobiante. Ella estaba desplomada a la izquierda de él. Su cuerpo despedía un olor intenso a almendras amargas, el olor característico del ácido prúsico. La cabeza de Hitler colgaba inerte. De un agujero de bala de la sien derecha goteaba sangre. A sus pies estaba su pistola Walther de 7.65 mm». Después de la cremación, los restos quedaron reducidos a poco más que cenizas.
La única persona a la que Adolf Hitler mató en los doce años de la dictadura nazi fue a sí mismo. Ninguna de los 50 millones de víctimas fatales producidas durante la Segunda Guerra Mundial puede ser atribuida a su autoría material. Tenía una relación tierna con su perra Blondi y trataba con amabilidad al personal que lo atendía, esto es, secretarias, ayudantes, mucamos, médicos, choferes. Lo mismo hizo con sus segundones de mayor confianza, como Joseph Goebbels o Martin Bormann. O con la esposa de Goebbels, Magda, que lo admiraba.
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