Hogueras en la madrugada

NEUQUEN (AN).- Llueve y hace frío. El auto se mueve lento sobre los adoquines de hormigón de la calle Las Gaviotas del barrio San Lorenzo Norte, al oeste del centro de la ciudad capital. La calle, jabonosa por el barro, está cortada. Desde lejos se adivinan una barricada de cachivaches y tres hogueras alimentadas a neumáticos viejos. Las llamas se burlan de la lluvia.

El auto se detiene y asoma un pibe del que sólo se distingue la silueta: «Vengan, vengan», invita a los pasajeros del vehículo quienes entienden que no cabe otra que la retirada. Otra silueta -otro pibe- que avanza sale en busca del auto, o más bien de sus pasajeros. Los pibes corren, el auto patina marcha atrás. Se escuchan un piedrazo que golpea contra el paragolpes y otro que, es posible, haya pegado contra el piso. Todo ocurre -calcula el cronista- en un par de segundos. Durante el tercero, otro par de chicos, uno de ellos tambaleante, aparece por el costado, con nuevas pedradas que no alcanzan al vehículo que, siempre en reversa, ya recorrió no menos de cien metros de Las Gaviotas. Los dos hombres saben que tienen que salir, y van rápido. Hay sombras, muchas sombras a los costados. Como una ráfaga aparece otro chico ¿o un hombre? grandote que corre sobre el auto. Los pasajeros se preparan para lo peor y el que tiene las manos libres se cubre la cabeza, en vez de agacharse.

Los hombres del auto vuelven a hablar unos cien metros más allá. Acuerdan la salida más rápida, hacia una de las calles troncales. Ya no sienten frío.

Sintieron el miedo en los pies o se re-enmiedaron, podría definirse. No entienden por qué el hombre que estuvo a dos metros del vehículo no lanzó eso que tenía en la mano. Entonces, ambos acuerdan que tuvieron suerte y asumen que no hay que andar por Las Gaviotas tan tarde. El miércoles había terminado. Habían pasado 30 minutos de la medianoche, según informaba la voz de una locutora sin brújula que -instalada en un estudio en el centro de la ciudad- hablaba de cuán romántico es caminar bajo la lluvia sin paraguas.

Un cronista y un fotógrafo de «Río Negro» recorrieron el barrio San Lorenzo durante la tensa noche que unió al miércoles con la madrugada del jueves. En ese lapso, los supermercados Bomba y Topsy permanecieron custodiados por dentro y por fuera. No sólo por policías, también por empleados que están dispuestos a poner el cuerpo con tal de que los saqueos no le arrebaten la fuente laboral. En los alrededores, las camionetas de la Policía mantuvieron rondas permanentes y a fuerza de balazos de goma, los uniformados evitaron que los manifestantes se reagrupen y conformen una fuerza medianamente riesgosa. Los pibes, que corrieron al equipo de este diario como habrían corrido a cualquiera que se hubiera acercado hasta sus piquetes, llegaron a la noche agotados por el jaleo del día y muchos de ellos estaban enclenques no sólo por el frío o el hambre. Viven a la deriva y fabrican el vértigo en su terreno, en medio de una ilógica y apretada estructura edilicia.

El barrio San Lorenzo tiene orígenes difusos. De hecho, lleva ese nombre no por el mártir de la fe (un diácono quemado en la hoguera) sino por un paraguayo que tenía sus simpatías en el equipo de fútbol que alguna vez fue de Boedo. Ese hombre formó su propia escuadra de fútbol, que jugaba en una canchita que se ubicaba en lo que es hoy Belgrano y Godoy. El equipo del paraguayo se llamó: San Lorenzo, claro. Cuando los colectivos empezaron a llegar hasta allí la gente pedía por «la cancha de San Lorenzo». Por reducción cambió «a San Lorenzo». Y de allí hasta ahora se llama como se llama. Eran tierras malas, salitrosas, muy dañadas por la extracción de áridos que insumió la construcción del aeropuerto de Neuquén.


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