Instante

Redacción

Por Redacción

María EMILIA SALTO bebasalto@hotmail.com

Le diré cuál es la verdadera diferencia entre el verano y el invierno: un cambio de hábitos. No ocurre súbitamente: días que sí, días que no, hasta que adentrando mayo, algo dice “basta”: la cultura del frío. Nada de grupitos charlando en las esquinas. Nada de encontrarse con una amiga, un conocido, y parar y empezar con el inevitable “¿todo bien?”. Sería imposible: seres humanos grandes y chicos andan cubiertos y embozados y si los ojos quedan libres es porque están auscultando el medio metro que sigue; los pasos son rápidos; la postura, inclinada hasta lo aconsejable para no caerse: una suerte de actitud cuasi fetal. Cada cual, su propia cueva. En los vehículos, el cambio está adentro: calefacción, y acelerador todo lo que dé, para salir rápido de este hervidero de gente y cosas y llegar pronto a donde sea, más que nunca dueños de las calles, precarios de amabilidad con los que caminan. Y a todos, humanos y metales, los une el tener que atravesar este territorio más que hostil, y no sólo por el frío. Una fiebre arreglatodo, construyetodo, cunde por la ciudad. Dicen que siempre pasa antes de las elecciones. Como fuere, la fila histérica motorizada se topa con montículos de tierra, pozos y canaletas vallados por cintas rojas y blancas, cuando no la simple y contundente presencia de los obstáculos. Entonces, el amontonamiento de vehículos, gases tóxicos, bocinazos y enojo trepa a niveles alarmantes, y pobre de la anciana si se le ocurre que puede cruzar o la señora con el nene crea, ingenuamente, que la criatura enternecerá esos corazones blindados. Y en una auténtica encerrona, esperan las veredas rotas y los palos que demarcan un nuevo territorio para obreros, mezcladoras, camiones y demás componentes que harán otra soberbia torre. En medio, elevándose unos buenos cincuenta centímetros, un precario caminito de madera indica por dónde puede aventurarse alguien que quiera pasar al otro lado mientras los vehículos rugen a centímetros de distancia. Es así que un él y una ella –diferencia sólo observable por la ropa– encuevados en su soledad, protegiendo su hostigada alma, avanzan en sentido contrario, baja la mirada, hacia el caminito de tablas. Avanzan, envuelta sus precarias humanidades en el polvo de la obra en construcción, hostigados por el martillo neumático, y se aventuran por el puente de madera. Hasta que se encuentran, mejor dicho, se topan, literalmente, puesto que no miran para arriba sino para abajo; y entonces sí levantan la mirada. Tienen que mirarse y tienen que decidir –algo no previsto en esta marcha de autómatas hormigas humanas– porque sólo hay lugar para una. Una hormiga. Durante un incómodo momento oscilan, ya para un lado, ya para otro, tratando de pasar sin tocarse, como si tal probabilidad fuera intolerable. Claro que es una cuestión de supervivencia: en la oscilación, no hay nada donde agarrarse. De un lado está el fárrago motorizado, del otro la nada. De modo que tienen que asirse una del otro, mirándose y sonriendo tímidamente, como lo harían dos adolescentes que recién se conocen. ¿Y qué pasó? No lo sé. Un enorme vehículo con la gigantesca sonrisa de alguien candidateándose cubrió el escenario y cuando liberó la escena, no había nadie. Por fuera del caminito, todos eran iguales. Quizás, mimetizados en el número impersonal, dos almas sacudidas en su modorra recordarían ese instante, una gentil luz humana que fue lo que fue, con su infinita gama de posibles e imposibles futuros.

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