Internet,otro invento argentino

La gran historia está llena de historias menores, casi anécdotas, que soportan con buena salud el paso del tiempo. ¿Sabía usted, por ejemplo, que hace medio siglo ya existía Internet en la Argentina? Increíble pero cierto, diría Ripley.

La historia está plagada de historias vanas. En realidad, quizás los mayores retazos del tiempo sean inútiles y las revoluciones, guerras, grandes acontecimientos y próceres -los que realmente quedarán en los libros- ocupen solo un pequeño espacio. Sólo bastaría hojear la colección anual de cualquier diario para darse cuenta de la gran capacidad «históricodegradable» de noticias y relatos.

Pero historias al fin, estas hijas naturales de la gran historia son y fueron parte del edificio de acontecimientos y ocupan su pequeño espacio con digno orgullo. En muchos casos son como pequeños relatos parásitos de acontecimientos mayores, y a escala humana tendrían un prestigio similar al del portero del edificio de la OTAN en Bruselas.

Pequeñas historias que persisten de forma heroica al paso del tiempo, apelando a ingenuas tretas como el asombro efímero, las coincidencias y los detalles tan curiosos como intrascendentes.

No generan una reflexión, sólo asombro y su capacidad de afirmarse en la memoria es tan fugaz como algunas promesas electorales.

Las charlas de café son el terreno fértil de esta información inútil y los comensales sorprendidos en el convencimiento de nuestra ilustración son el premio mayor.

…¿Internet?, por favor no nos hablen de eso a los argentinos, que la conocemos desde hace medio siglo. Ya en aquella época navegábamos por Internet con nuestra imaginación y -como muchos actualmente- sobre el cuerpo de una osada señorita. La firma Zule de Buenos Aires había sacado a la venta ropa interior de marca Internet. El nombre es bastante previsible, ya que es «inter» por interior y «net» (malla o red en inglés) por el «fino entramado de perlón y raso elástico que permite un ajuste total y sostenido suave…», según describía la propaganda. La publicidad salía en las revistas de la época y uno no deja de pensar en algún descendiente que esté pensando: ¡Recórcholis, por qué el abuelo no registró el nombre!

Historias vanas, inocuas. Placebos culturales que el saberlas o no saberlas no produce efecto alguno, pero al escucharlas genera una sensación de complaciente novedad…

La Gioconda tenía nombre y era Monna Lisa Gherardini, pero como era esposa del próspero comerciante florentino Francesco di Bartolomeo de Zanoti del Giocondo, en el barrio de decían la Gioconda. Este hombre estaba muy enamorado de su joven mujer de 24 años y como quería disfrutar aquella belleza napolitana hasta en su ausencia, se propuso hacerle un retrato fotográfico. Ofuscado el florentino de que este artilugio todavía no se hubiera inventado va a visitar a su amigo Leonardo da Vinci, le recrimina su pereza creativa y le exige que haga algo al respecto.

Leonardo le dice que estaba totalmente enfrascado en inventar el helicóptero, pero que da vueltas y vueltas sin conseguir nada, y que aun así se puede hacer un tiempo para pintarle un retrato.

Pasaban los meses y Leonardo no finalizaba la obra. Las malas lenguas peninsulares dicen que se había paralizado ante la hermosa y sutil sonrisa de su modelo y no se atrevía a llevarla a la tela.

Francesco, temeroso de un engaño, ejerció el «oleoum interruptus» y suspendió las sesiones de pose de su mujer negándose incluso a pagar la cifra acordada.

La nostalgia del recuerdo trocó en pasión creativa sobre Leonardo y acometió la obra finalizándola.

Más tarde llevó la obra a París, donde el rey Francisco primero le ofreció lo que hoy sería una suma de cincuenta mil dólares. Fue en aquel momento donde la sonrisa satisfecha de la Gioconda habitó por algún tiempo en el plácido y barbado rostro de Leonardo.

Horacio Licera


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