Invento
Cada momento de lectura es una oportunidad. Un puente que edificamos sobre los más oscuros e íntimos abismos.
No hay pruebas fehacientes de que la verdadera fortaleza esté signada por la brutalidad, la consistencia de los metales o el volumen de las estructuras. Quizás la fortaleza radique en el vuelo manso de una gaviota mecida por el viento, en un poema zen de tres líneas y sin adjetivos, en el beso tierno de un niño, en la mirada de una mujer retratada en una pintura.
Acaso la fortaleza de espíritu como la llaman, el temple necesario para enfrentar cada estación de la vida sea el truco de un mago. Un movimiento absolutamente lógico.
Acosados por el dolor, perdidos en el campo de batalla, aún seremos capaces de preservar nuestra dignidad con un libro en la mano. Con una canción. Con una película que nos devuelva a la fantasía de la niñez.
Llega un tiempo en que ya no hacemos grandes planes, con el aroma que escapa de la cocina nos alcanza para sonreir. La música circulando en el dormitorio y con la mente fugada a Marte, o la noche en que nos han dejado solos con nuestra actriz favorita en el canal de las películas, son también fundamentos válidos de una existencia.
En la enfermedad apelamos a las últimas palabras posibles: versos apasionados reclamando ayuda al colosal silencio que rodea a este planeta. Al fin de cuentas somos una casualidad, un hecho fortuito, un nave sin rumbos, un cometa. Podemos darnos el lujo de creer y descreer.
De algún modo extraño, imposible, se sobrevive a todo. A todo. Nos erigimos sobre las propias flaquezas. Entonces, dar amor representa el cisma cotidiano.
Y esta capacidad de redención es la metáfora que define a la condición humana. Una humanidad tan dramática, tan sorprendente que nos obliga a imaginar a Dios.
O, probablemente, algo parecido a Dios aguarde oculto en un poema de Roberto Juarroz:
«La sensación de existir/ disimula la creciente fragilidad de sus límites/ y se refugia en la convicción de existir./ Estar vivo es una desconcertada experiencia/ que se empina sobre su propia inexperiencia/ para que no se cierre el asedio./ Y algunas veces se produce el milagro:/ lo vivo y lo no vivo/ se encuentran en un punto intermedio,/ donde no se opone al descuido de no ser./ Una nueva fundación se cumple entonces/ el eco retrocede a su propio origen,/ el hombre deja de ser/ un amedrentado supernumerario de la muerte/ y volvemos a inventar a dios,/ pero ya sin interés,/ tan sólo por el simple gusto de adoptarlo».
Claudio Andrade
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