Irresponsabilidad sistémica, teoría general

por Tomas Buch, especial para Río Negro"

Hace unos días, inventé el concepto de irresponsabilidad sistémica, en relación con el episodio de República Cromañón. Esta vez, quisiera incursionar atrevidamente en el campo de la Sociología y describir en forma más general y académica qué entiendo por una sociedad sistémicamente (o estructuralmente) irresponsable (SSI): una SSI es una sociedad en la cual la falta de normas efectivas (anomia) no sólo es tolerada socialmente y por el Estado sino que los que cumplen las leyes (por ejemplo, de control e impositivas) están en clara desventaja con respecto a los delincuentes. El tango lo definió más suscintamente hace décadas: en una SSI, «el que no llora no mama y el que no afana es un gil». Mi tesis es que nuestra sociedad, sin ser una SSI pura, responde con bastante precisión a esa definición. En lugar de SSI también podríamos llamarla, en homenaje a Discépolo, quien planteó todo esto hace más de 70 años, «Sociedad Cambalache». Otra precursora de la idea fue María Elena Walsh con su concepto del «reino del revés».

Veamos. El principal postulado de la SSI es el individualismo (o egoísmo). La comunidad, el Otro, más allá de mi familia y de mis amigos, no existe más que como medio o herramienta; la sociedad es un conjunto de individuos que conviven porque no hay más remedio. Esto es un «contrato social» que se puede violar en cuanto me convenga. Si yo hago de cuenta que la comunidad existe y cumplo algunas de sus pretendidas normativas, es solamente por evitarme algunos sinsabores con la policía. Si puedo «avivarme» sin ser visto –o, por lo menos, sin ser castigado– no hay motivos para no hacerlo. El Otro no tiene derechos; puede ser que tenga algunos deberes hacia mí, pero sus derechos están a mi arbitrio. Como no existe comunidad, tampoco existe lo comunitario; si no me fuerzan a ello, ni siquiera mantengo un mínimo de disciplina, como la de sacar la basura en los horarios indicados. El bien común no existe; los bienes públicos no son de nadie y están a mi disposición; si nadie me ve, los tomo. Lo único que me importa es lo mío, mis asuntos, en los que nadie tiene derecho a inmiscuirse, especialmente el Estado y sus organismos; pero para los otros pido mano dura y aun la pena de muerte. Por definición, «yo no fui». No soy responsable: nadie lo es porque somos una SSI. Por lo tanto, tengo que desviar la atención hacia algún chivo emisario (por ejemplo, Ibarra).

En una SSI, la opinión pública a veces aplaude abiertamente a ciertos delincuentes porque, en el fondo, los envidia: especialmente a los que atentan contra el bien común. Ejemplos abundan, como el regocijo por los asaltos ingeniosos a los bancos, la gloria de la «mano de Dios» de Maradona o las continuas insolencias de Charly García. Una SSI no premia la violencia y generalmente la repudia; no es necesariamente más violenta que las sociedades comunes: sólo se rige por otras normas que las leyes, aun las de la mafia.

Esto tiene ciertos corolarios y silogismos; uno de ellos es que las leyes están para los «giles»: como yo soy «piola», las leyes no me incumben. Cuando una persona común –y más especialmente si es pobre– incumple la ley, a veces va preso y, aunque tenga la edad para obtener el privilegio del arresto domiciliario, pocas veces lo recibe; en cambio, si tiene plata, sale enseguida o nadie controla que su arresto domiciliario se cumpla. Por lo tanto, los delitos de corrupción (Armas, Río Tercero, vaciamiento de bancos o de empresas) o los crímenes que involucran a gente importante (García Belsunce) suelen quedar impunes. Lo mismo ocurre con los que incurren en encubrimientos (Carrasco II, AMIA). Este teorema tiene varios ejemplos en frases notorias que han pasado a formar parte del acervo cultural argentino, siendo más festejadas como «vivezas criollas» que castigadas como apología del delito; por otra parte, en el fondo sólo son islas de sinceridad en una sociedad hipócrita: «El poder es la impunidad» (Yabrán), «Nadie hace plata trabajando» (Barrionuevo, senador de la Nación) y «Si dejamos de robar por dos años, el país sale adelante» (ídem).

Esto lleva a la discusión de la impunidad de los poderosos con fueros: la vigencia de fueros para delitos penales es absurda. Los fueros están para que un político no sea perseguido por sus opiniones; en realidad, no deberían existir, porque nadie debería ser juzgado por sus opiniones. Pero nadie debería poder esconderse de la Justicia en un sillón del Senado.

Gran parte de la estructura de la SSI reside en su legislación. La ley es tan confusa, está tan mal definida y tiene tantas vueltas, que un abogado hábil siempre podrá torcer su espíritu y lograr la impunidad de los que le puedan pagar. También hay ocasiones en que la ley es incumplible: un ejemplo de bajo nivel es la que hace obligatoria la inspección vehicular periódica: si se aplicara con el rigor necesario, se debería parar la mitad del parque automotor, empezando con buena parte de los vehículos del gobierno en sus diferentes niveles. Eso, por supuesto, no se hará, pero algunos sufrirán multas por no cumplir y otros gastarán plata por hacerlo.

En una SSI, nadie –ni siquiera los abogados y los legisladores– sabe a ciencia cierta cuántas leyes hay y éstas en muchos temas se superponen y se contradicen; el resultado de todo juicio depende del criterio del juez en el momento de establecer la carátula y de la habilidad del abogado defensor. Pocas veces depende de la justicia de la causa. En la SSI existen algunas leyes que sólo sirven para que todo el mundo las incumpla, porque son incumplibles, pero ponen a cualquier funcionario a merced de «camas» que le pueden hacer terceros. La figura de la malversación de fondos es un buen ejemplo: la rigidez del sistema es tal, que no se pueden cumplir los presupuestos y cualquier funcionario (aún a nivel bajo) que maneja dinero está obligado a malversar para responder a las necesidades elementales de su servicio o bien se emiten regulaciones de excepción que permiten pasar por encima de todas las limitaciones (superpoderes). La tercera posibilidad es que el funcionario cometa arbitrariedades sin ser castigado (el reciente caso del cheque sin fondos emitido por la Municipalidad de Bariloche hace años, cuya protesta fue a juicio y que costará a la comunidad el doble de su valor inicial). También es frecuente que los allanamientos se hagan con preaviso, de modo que los delincuentes tienen todo el tiempo necesario para esconder los documentos u objetos comprometedores. La prensa también da a conocer las «pistas» que sigue la investigación de un crimen, como si fuese para prevenir adecuadamente a los delincuentes. ¿No es eso complicidad implícita?

Para los funcionarios se aplica el teorema de que nadie es demandado por no hacer lo que debería hacer: para un político en una función pública es más seguro no comprometerse y es preferible para él incumplir su mandato no haciendo nada, por lo cual nunca será juzgado, que tratar de hacer lo que prometió a sus mandantes y correr el riesgo de equivocarse o aun de ser criticado, cosa que le puede ocasionar la muerte política. Esto alimenta la «máquina de no-hacer» cuando no es aplicado con intenciones más aviesas. Esto se aplica, en especial, a los jueces: dejar prescribir un delito puede ser negligencia o complicidad con el delincuente; sin embargo, muchos delitos prescriben por la morosidad de la Justicia, actitud que es cuestionada muy pocas veces y más a menudo aceptada con resignación.

Otra característica es que la idoneidad de los funcionarios no es un requisito aplicable a los más altos cargos políticos. Un ministerio o una embajada puede ir a cualquier mano amiga. Una persona puede cambiar de una especialidad a otra sin problemas: hoy canciller; mañana, ministro de Economía y pasado, tal vez ministro de Justicia. De todos modos, en una SSI las cualidades que debe reunir un político para conseguir trepar posiciones partidarias y lograr ser electo –sin ser necesariamente incompatibles– son totalmente diferentes de las que hacen falta para cumplir con eficacia el mandato así obtenido.

Los órganos de control son patéticamente insuficientes y favorecen las transgresiones aun cuando no estén infiltradas por la corrupción o el amiguismo. En Buenos Aires se dijo en un momento que había 300 inspectores mal pagos para supervisar 200.000 comercios. Los pocos inspectores que existen controlan las transgresiones más sencillas de comprobar y el pato lo pagan, como siempre, los más débiles. Los grandes pocas veces son controlados en cuanto al cumplimiento de normas. Esto frecuentemente implica corrupción, pero también es una derivación de la clásica aversión a comprometerse. Es más difícil pescar a un infractor importante que a un perejil (que por eso es tal) y puede traer disgustos intentarlo. También hay pocos jueces y en cada juzgado se acumulan decenas de miles de causas. Lo mismo vale para la Corte Suprema, que sólo debería ser un tribunal constitucional y no una tercera instancia abierta a casi todos.

La mayoría de las oficinas públicas no cumple con las normas de seguridad, dramáticamente puestas en la mira pública por la desgracia de Cromañón, así como el Estado pretende perseguir el trabajo en negro cuando tiene miles de contratados en todos los ámbitos. Pero esto es, a su vez, consecuencia de la SSI: el Estado no tiene medios legales ni políticos para imponer disciplina en sus propias oficinas, donde escasean los premios y los castigos. Cada administración está política o sindicalmente impedida de echar a los ineficientes y a los deshonestos, pero como los conoce y no confía en ellos, nombra una nueva capa geológica de contratados, que luego presionan y terminan incorporados en la planta permanente.

Todos los ciudadanos insisten mucho más en sus derechos que en sus deberes. Existen muchas organizaciones de derechos humanos y su labor es fundamental y valiente, pero no existe nadie que insista en que el humano, además de derechos, tiene deberes para con la sociedad de la que forma parte. Recordar esto hasta suena mal y se vacila en escribirlo, pero comienza con los poderosos y termina con los pobres, que tal vez quisieran cumplir con su parte de obligaciones para la sociedad que los expulsa y los criminaliza. O, tal vez, no.

También existen la solidaridad y muchos funcionarios honestos e idóneos. Pero si ellos no son excepcionales, tampoco representan lo obvio, como debería ser. Hace falta una verdadera revolución cultural para que dejemos de ser una SSI.


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