Jericoacoara, la belleza desconocida

Es uno de los secretos mejor guardados del nordeste brasileño. Sólo se llega tras hacer 20 kilómetros en buggy o jeep y sus playas, ideales para el surf, están entre las más lindas del mundo

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Manuel Meyer

Algunos lugares del noreste de Brasil son desconocidos incluso para los propios brasileños: entre el pueblo de pescadores de Jericoacoara y la pequeña ciudad colonial de São Luis se extiende un paisaje casi irreal de dunas, lagunas color turquesa de agua dulce y densos manglares. Y aquí se encuentran las playas más largas, vírgenes y solitarias del país. Jericoacoara era hasta hace pocos años desconocido para la mayoría. Pero luego el mundo del surf descubrió el paraíso oculto tras las enormes dunas y convirtió a “Jeri” en un destino predilecto de los amantes del kitesurf. Poco después, el “Washington Post” declaró la playa como “una de las más bellas del mundo”. Y entonces los surfistas dejaron de estar solos, porque se multiplicaron las escuelas de ese deporte, las tiendas de artesanías y los bonitos restaurantes y bares de estilo hippie o chillout. Pero “Jeri” tuvo suerte, porque nunca se construyó una carretera asfaltada y sólo es posible llegar en jeeps o buggies a través de los 20 kilómetros de dunas. De ese modo no se ha llenado de masas de turistas y el pueblo ha mantenido bastante intacto su encanto. Hoy en día las calles son de arena y las cruzan todo el tiempo gallinas, burros y cerdos. Durante el día “Jeri” está desierto, porque la gente está sobre la tabla de surf o visitando el vecino parque nacional de dunas de unas 8.500 hectáreas. Todo se llena de arena, incluso los dientes, pero Abraham no puede permitirse el lujo de parar, así que vuelve a bajar con su buggy la cuesta de hasta 20 metros de la duna en medio de los gritos de los pasajeros. En la Laguna del Paraíso habrá luego pescado fresco y un baño en las aguas crista- linas. Las lagunas son pequeños oasis en un mar de arena. Durante el viaje en el vehículo abierto se pueden arrancar una y otra vez frutos del castaño de cajú (anacardos) para picotear. Los frutos secos de esta planta son un importante producto de exportación de la región de Ceará. Por la noche, los surferos y no surferos se reúnen en una duna de 30 metros de alto. Es una especie de culto ver desde aquí la puesta de sol sobre el Atlántico. Con las últimas luces vuelven a la playa las actividades: algunos juegan al fútbol, y una pareja de ingleses intenta sin mucho éxito imitar las posturas de capoeira de su maestro. Una y otra vez miran con envidia a César y Marcelo, que se entrelazan con gracia siguiendo los movimientos de la capoeira al ritmo del birimbau. Esta mezcla de danza y arte marcial llegó a Brasil en la época de la colonia de la mano de los esclavos africanos. Entonces empiezan a iluminarse los puestos donde se pueden tomar caipirinhas y mojitos. Todos los locales del pueblo tienen lámparas de gas o velas propias, ya que no hay iluminación eléctrica en las calles. A la mañana siguiente el viaje es en dirección nordeste. No hay carreteras, se va directamente por la playa y el vehículo es salpicado por las olas. Salvo algunos pescadores que desaparecen detrás de las dunas con sus presas, que incluyen incluso algunos pequeños tiburones, no hay nadie más a quien el jeep pudiera molestar. En las desembocaduras anchas de los ríos hay ferris de madera que esperan para cruzar a los vehículos. Tras unas horas para recorrer unas decenas de kilómetros por playas desiertas se llega por fin a una carretera que lleva a Parnaíba, capital del estado de Piauí. El árido paisaje de dunas se ha convertido entretanto en un mundo verde de manglares y gruesos árboles selváticos. A partir de allí sólo se puede continuar en bote a motor, por un laberinto de canales que llevan hasta la isla Canarias. Se trata de una de las 80 islas del delta del río Parnaíba, que se extiende a lo largo de casi 100 kilómetros. Por las tardes se hacen excursiones en los botes con linternas, cuya luz revela la presencia de pares de ojos rojos que pertenecen a pequeños cocodrilos. Los monos se cuelgan de un árbol a otro y los papagayos salen volando asustados por el ruido del motor del barco. La siguiente etapa es Caburé, entre el Atlántico y el río Preguiça. No se puede decir que sea un pueblo, porque consta de apenas un par de cabañas donde viven solamente 50 personas y tres pensiones. Durante el día llegan de vez en cuando turistas para disfrutar de las playas vacías y el pescado fresco. Por la noche los habitantes y quienes se alojan en las pensiones tienen la lengua de tierra de unos 200 metros de largo y el cielo estrellado sólo para ellos. De un lado llega una brisa tibia del Atlántico, y del otro el ruido de los monos. Con el bote se sigue viaje a Pequenos Lençois (pequeñas sábanas): las dunas que se extienden hasta el horizonte realmente parecen sábanas blancas por el color de su fina arena. En Vassouras, un conjunto de cabañas en medio de la selva y el desierto, se sigue a pie por las dunas para poder apreciar la dimensión del lugar, bautizado el “Sahara brasileño”. Sorprende tener un desierto de semejante tamaño al lado del Amazonas, sobre todo porque no se trata de dunas formadas por el mar. Pequenos Lençois pertenece al parque nacional Lençois Maranhenses. Los expertos creen que se trata realmente de un trozo del Sahara que se formó antes de que América y África se separaran por el movimiento de las placas terrestres, explica el guía local Juan. Lençois Maranhenses, en el estado de Maranhão, sería un desierto total junto a la selva, de no ser porque aquí llueve 300 veces más que en el Sahara. “Por eso, casi después de cada duna hay una laguna cristalina de agua dulce, en la que incluso viven peces y tortugas”, añade Juan. Pero además de las “pequeñas sábanas”, también existen los Grandes Lençois, donde por primera vez se vuelven a ver masas de turistas, que llegan en una excursión de un día desde la cercana ciudad colonial de São Luis. Juan elige ir a una zona poco masificada en Santo Amaro. El viaje de varias horas es duro pero vale la pena, así como bañarse en la laguna Gaivota. Los Grandes Lençois se extienden por 155.000 hectáreas. Tras los solitarios paseos, al entrar en São Luis el lugar parece casi una gran ciudad. Se trata de la única urbe fundada en Brasil por los franceses, en 1612. El centro histórico fue declarado Patrimonio de la Humanidad por las Unesco y hoy es la capital brasileña del reggae. (DPA)


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