Jim Morrison, la danza del poeta erótico

¿Por qué jugárselas por estrenar en el «91 una superproducción sobre la vida fugaz de Jim Morrison, uno de los mayores mitos del rock de los «60? ¿Por qué reabrir el caso Morrison, someterlo nuevamente al juicio público o al consumo de masas? ¿A qué se debe el retorno del rey del acid rock en pantalla gigante, a veinte años de la muerte del dionisíaco, pélvico, iluminado, esquizoide, lisérgico, blasfemo, pagano, etílico, erótico y fanático Morrison en una bañera de París?

Vamos al contexto, al violentamiento, a la ironía y, por último, al final de la película.

El contexto

Entre el «66 y el «69 los Doors tuvieron su edad de oro con Jim Morrison a la cabeza. Al mismo tiempo que…

…los vuelos en LSD con visitas incluidas a los arquetipos del inconsciente y a las puertas de la percepción;

…la epifanía hippie, tan vaporosa y radical a la vez, tan comprometida y tan ligera;

…la irrupción de un nuevo protagonista para pivotear el cambio sociocultural -la juventud-, en quien importaba mucho menos la inserción en el sistema productivo que el arrojo para experimentar consigo mismo;

…los proyectos utópicos jugados en serio y en la inmediatez del presente, no como la coronación definitiva del progreso, sino como una renuncia a todo lo definitivo;

…los ecos de la generación beat que celebra el retorno del nomadismo en el asfalto de la modernidad, redescubriendo sus dioses trasquilados en las gasolineras del desierto;

…el rock como confluencia de todo lo anterior, como nuevo matrimonio entre el cielo y el infierno, hilo conductor entre la cabeza y las vísceras;

…la interpelación crítica al sistema por donde éste no se lo esperaba, la amenaza que violentó al Tío Sam de este lado de la frontera, tanto en su propia cancha como en los pantanos de Indochina;

…la aventura de volver a fundar el mundo a partir de una febril interpretación de los padres ilustres de la patria: Jefferson, Walt Whitman, Tocqueville 2;

De lo cual se dedujo, siempre en libre interpretación…

…el rechazo de la sociedad organizada por infeliz -y también por inmoral-, y la idea de que ya no queda más que elegir entre sistema y felicidad, mediocridad y lucidez, continuidad o libertad;

…la anchísima manga de la libertad en las formas expresivas y en las normas para la vida, donde debían caber hedonistas, psicóticos, oligofrénicos, místicos, obscenos, erráticos, reventados, juglares, bufones, demonios y duendes, todos rebautizados como hippies, happeners, hijos de la flor, vietntks, peaceniks y beatniks.

De allí que entre el «66 y el «69 Jim Morrison y sus Doors of Perception fueran más que explicables: ocuparon -¿o abrieron?- un hueco dentro de un contexto. Este contexto fue para Jim Morrison un tejido de muchos hilos, todos consagrados a entrelazar el plano epidérmico de un hedonista irreflexivo con el vuelo intelectual de un rockero ilustrado. El voraz lector adolescente tuvo, a los catorce años, el recién aparecido On the Road de Kerouac, publicado en 1957, como libro de cabecera. Se desayunó con Nietzsche a los dieciséis (en quien reconocerá su propio impulso dionisíaco y la fuerza disolvente del mismo); y con Rimbaud y Blake y la conocida lista de malditos al año siguiente. De éstos es sobre todo de Rimbaud de quien extrae el imperativo de fundir el arte con la vida y, en esa fusión, provocar la alteración de los sentidos y el cambio de las estructuras. Morrison se sentirá un poco «enfant maudit» a lo Rimbaud. De Blake tomará la frase que retomó Huxley para titular su viaje en mezcalina y la usará para bautizar a la banda de los Doors: «Si se despejaran las puertas de la percepción, cada cosa aparecería a la vista humana como lo que realmente es: infinita». Más tarde leerá a Norman Brown para retener de su lectura el viaje por la mitología de las pulsiones humanas y la interpretación alucinada de las ontogénesis y filogénesis freudianas. Seguirá con el sentido trágico de los existencialistas franceses y los ríos de la conciencia en el Ulises de Joyce. Todo esto antes de pasar los dieciocho. A la misma edad devora libros ingleses de demonología de los siglos XVI y XVII en la Biblioteca del Congreso, y queda marcado por las trayectorias alcoholizadas y castigadas de Baudelaire, Dylan Thomas y otros suicidas figurados. Después de una exploración abandonada de su propio pathos en el destino de otros, rematará con el teatro de la crueldad de Antonin Artaud, base para el Living Theatre que tanto marcó al propio Morrison varios años más tarde.

Seguimos. La marihuana, el peyote y el LSD entraron con tanta fuerza en la vida de Morrison que no pueden comprenderse muchos temas clásicos de los Doors, como The End o Break on Through o The Crystal Ship sin este antecedente. La revuelta generacional y la «brecha de credibilidad» las empezó a vivir Morrison desde los diecisiete años, cuando la convivencia con un exitoso oficial de Marina que fue su padre, y con una madre que bajaba la línea en la familia, resultó intolerable. La onda hippie entra a quemarropa en Morrison justo en sus comienzos con The Doors, partiendo por la vida-plena-pura-sin- proyección en Venice, el balneario de Los Angeles donde «todo pasaba», donde Morrison se lo pasaba inventando películas y buscando su voz poética entre las ruinas de Blake, y donde a partir de un encuentro de fumados con Ray Manzarek nació la iniciativa de formar una banda de rock. Curiosamente, hasta ese momento Morrison jamás había cantado en su vida: podía verse a sí mismo como poeta, actor o cineasta, pero no se imaginó que su gloria estaría detrás de un micrófono.

Inmediatamente después, el sincrónico aterrizaje de los Doors en el legendario Happening Human Be-In en el Golden Gate Park de San Francisco a comienzos del «67, evento que consagra la revolución de las flores y la erupción de los sentidos. Entretanto, la simbiótica contemplación de los hitos europeos de la época, como Hiroshima, «Mon amour» de Alain Resnais y «La dolce vita» de Fellini; un interminable viaje en autostop desde Florida hasta Arizona antes de cumplir los veinte años, pasando por México y poblado de enredos con la policía del medio oeste, con las ninfómanas de autopista y los licores que ahogan la noche en Texas. Más tarde, un viaje mítico al desierto de Arizona para abrazar ese raro panteísmo que funde a Rimbaud con los indios del mezcal y para realizar con sus compañeros de los Doors (Ray Manzarek en teclados, Robby Krieger en guitarra eléctrica, John Densmore en batería) un ritual iniciático con el peyote. Una poligamia asumida desde siempre y nunca cuestionada. Doscientas cincuenta dosis de LSD consumidas en menos de cinco años (puede ser una fanfarronada, pero calculemos al menos la mitad); un discurso que desafía la autoridad por todos lados y que se expresa en letras de canciones, en recitales más allá del límite de la ley y en un ritmo de intoxicación que interpela cualquier sentido de la supervivencia.

Todo esto es parte del contexto y de la biografía de Morrison. Pero hay más: desde muy temprano es un militante de la negación, integra el universo de discurso de los no-burgueses, no-blancos, no-protestantes, no-trabajadores, no-pulcros. Parten ya en los «50 con la Angry Generation, que incuba la nueva sensibilidad, y Dylan, que se fuga de su casa como si fuese un personaje de Salinger. Eldridge Cleaver -Dios Negro perdone hoy su vuelta de tuerca neoliberal, su sorpresivo blanqueo espiritual, su misteriosa muerte- denunciaba a los blancos no por imponer sus héroes, sino por perderlos y verlos transformados en villanos. La resistencia negra se convierte en una pantera que ataca y embellece a la vez. La visceralidad del rock de los «60 tiene una clara raigambre negra, y se hace evidente en la influencia de Moody Waters sobre Mick Jagger y los Rolling Stones. El rocanrol emerge de entre las raíces negras del blues y las del blanco pobre del country, fusionando los excluidos de la claridad y los sumergidos en la penumbra. El espíritu errante de los sumergidos y marginales encarna en rockeros y bluseros de los «60: Dylan y Morrison abandonan el hogar muy temprano para errar por las carreteras, y Janis Joplin sale de un pueblo de Texas a los diecisiete para cantar blues en los bares a cambio de una copa de alcohol. Jack Kerouac busca recuperar la intensidad a través de lo sumergido, en lo no blanco, en lo no gringo, en lo no sedimentado, al punto que el personaje de On the Road exclama: «Me gustaría ser un negro, pues siento que lo mejor que me ofrece el mundo blanco no es suficiente éxtasis para mí, ni suficiente vida, alegría, emoción, oscuridad, música, noche». Lo dionisíaco se vislumbra con el imperativo de la intensidad a cualquier precio, y se sitúa en los márgenes de la sociedad opulenta. El Naked Lunch de Burroughs pone juntas la creatividad literaria y las intoxicaciones delirantes. En su Sheltering Sky, Paul Bowles explora la búsqueda de intensidad en una pareja de norteamericanos que elige borrarse entre las aldeas del Sahara. Cuanto más difusos los márgenes, más cerca de la verdadera vida.

La voluntad de negación empieza a asomar en lo que será su conductor predilecto, el rock, echando sus bases en este simulacro de la negritud en que el sentido se invierte más que inventarse, se exorciza más que representarse: «No se puede pensar en rock sin evocar la imagen de aquellas infinitas máscaras negras que se puso el blanco, en el proceso evolutivo de la sociedad norteamericana, invirtiendo en el plano psicológico la ecuación dominador/dominado». A la negritud como estado revulsivo del alma se acopla la juventud como el contrapoder emergente en la cultura. Las largas notas del viejo-negro blues inspiran las rabiosas escalas del nuevo rock duro y luego del acid rock. El rock se hace locus de la diferencia donde se reúnen la negritud como un estado-otro y la juventud como el actor-otro. Ya en los grupos de rock de los «60 son jóvenes tocando para jóvenes, y el promedio de edad de los líderes del rock oscila entre los veintidós y los veintitrés años, la edad que tenía Morrison cuando los Doors saltan a la escena pública en el «67. A partir del «65 empieza a tejerse una nueva alianza entre la juventud rockera y la intelectualidad de Gauche. En esos momentos el rock legitima y profundiza la crítica de la intervención norteamericana en Vietnam, el movimiento por los derechos civiles, la liberación de las relaciones sexuales, la brecha de credibilidad y la brecha generacional en Estados Unidos. La atmósfera de transformación social y moral penetró en la música, y los mensajes contestatarios se difunden vertiginosamente a través de la propia industria cultural y el consumo masivo. Visceralidad y cultura, impulso del rock con repulsa del conformismo, transgresión y emancipación. Y la conciencia individual se perfila como el lugar privilegiado de una mitificada liberación social.


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