Jornadas del cacique Kankel y el señorito porteño

Como guía o compañero de caza de Aarón Anchorena, el jefe tribal mereció trascender en la memoria publicada por quien era nieto vía materna de quien quería llevar colonos a la Patagonia ya en 1852.

artió en la víspera de la Navidad de 1901 desde el valle inferior del río Chubut, entre el vergel de la colonia galesa, el primer viaje de turismo, recreativo y de aventura, en la Patagonia que comandó el acaudalado joven Aarón Anchorena con fines de caza deportiva. El 11 de enero alcanzó la confluencia de los ríos Senguer y Genoa (anotó «Choiquenilau») y describió como lugar de gran fertilidad donde los gramillares «generalmente llegan al vientre de los animales» (iban de a caballo seguidos por dos carros).

Acompañado por sus amigos Esteban Llavallol y el Dr. Carlos Lamarca asistidos por un cazador profesional, un taxidermista, un fotógrafo, un guía y custodiados por 4 soldados y dos oficiales-, se produjo entonces el emotivo encuentro con el cacique Kankel y su tribu en plena cacería. El jefe tribal los guiaría más tarde hasta el lago Fontana donde Telmo Braga lo fotografió junto a Anchorena en pose que guarda en el Archivo General de la Nación.

Los apuntes de Anchorena, editados como un álbum fotográfico (Descripción Gráfica de la Patagonia y Valles Andinos), no parecen haber develado a sociólogos que hurgaron en la alta sociedad patricia argentina datos significativos para sus conclusiones.

Sin embargo los párrafos referidos al encuentro con Kankel, son conceptualmente sorprendentes y reveladores para pertenecer a un hijo de Nicolás Hugo Anchorena, el más acaudalado personaje desde mitad del siglo XIX hasta su muerte en 1884, cuando dejó 170 millones fuertes a sus herederos. La fortuna comenzó a amasarla Juan Esteban Anchorena, bisabuelo de Aarón, durante el virreinato.

Entre los últimos tiempos del Virreinato y la Revolución de Mayo, fue notoria la participación pública de los hijos de Juan Esteban Anchorena. El que más preponderancia tuvo aunque desde un posición conservadora- fue Tomás Manuel de Anchorena, regidor del Ayuntamiento que el 23 de abril de 1810 leyó un discurso en el Cabildo advir

tiendo tomar medidas en caso de que la metrópolis sucumbiera ya «que se prepara una terrible tempestad» (que sopló inmediatamente). Premonitorio pero menos progresista que su hermano Juan José Cristóbal Anchorena López Anaya -su nombre completo- quien recibirá 532 votos populares (cuando Vicente López, autor del himno, por ejemplo, alcanzaba 161) en las elección del 19 de setiembre de 1811, acción entre las vacilaciones que derivaron en el Primer Triunvirato. En la nómina de votantes figuraba «Nicolás Anchorena», que en realidad era Mariano Nicolás, abuelo paterno de Aarón. Manuel Tomás Anchorena, se sabe, en cambio llegó a manejar las Relaciones Exteriores de Rosas.

 

En boca del diablo

 

El apellido por muchas décadas- fue sinónimo de millonario. Tanto, que el «más rico que Anchorena» en el decir del diablo en los versos del Fausto (1866, poema épico de Estanislao del Campo), era un calificativo corriente en los tiempos de la Reorganización Nacional. Y no hay duda que se lo encuadra entre el empinado listado de latifundistas de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siguiente.

Como las alusiones contemporáneas y al paso sobre el perfil de Aarón Anchorena, suelen trivializar al personaje basándose en su «apropiación» de la Isla Victoria, su posterior vida rumbosa u hospedar a los príncipes de Inglaterra en su estancia Huemul junto al Nahuel Huapi, conviene aclarar que algo de la sangre y la personalidad progresista de su abuelo materno Aarón Castellanos corría por su venas (en memoria de su padre, Mercedes Castellanos asignó a este vástago, el nombre Aarón). El indagador Román Gaignard sostiene que en su sangre corrían dos formas opuestas de entender qué hacer con la tierra pública: la de los Anchorena y la de Aarón Castellanos. Es que este abuelo materno, también millonario pero progresista y luchador (salteño que combatió junto a Güemes pero enemigo de Rosas exiliado en Francia), retornó al país en 1852 apenas después de Caseros con su primer plan de emigración para establecer colonias de labriegos que incluía a la Patagonia. Solicitó a cambio de créditos a su favor que le debía el Estado, se le adjudicara la hoy península Valdés para echar ganado. Pero ambas cosas se le negaron.

Nunca decepcionado, Aarón Castellanos insistió en colonizar, pero en Santa Fe, y por eso su colonia agrícola se llamó Es

peranza, en cuya plaza está su tumba, pero mirando al Sur.

Contradiciéndolo, la política prebendaria hizo que a fines de siglo otro tipo de adjudicatarios poseyeran y mantuvieran inertes las tierras fiscales de la Patagonia. Los más beneficiados fueron los integrantes de la familia Martínez de Hoz, con centenares de miles de hectáreas que ruborizan a cualquiera que mire un mapa catastral y finisecular de esos territorios. Mayoritariamente, los adjudicatarios, ni vivieron, ni labraron, ni fertilizaron, y en muchos casos ni conocieron las tierras que sí vendieron con ganancias millonarias.

Los Martínez de Hoz tampoco eran descendientes directos del José Martínez de Hoz que fue alcalde de primer voto virreinal, regidor, votante en el Cabildo Abierto del 22 de mayo, porque cuando éste murió nueve años después, no dejó descendencia. Fue su sobrino Narciso Alonso de Armiño hijo de una hermana-, arribado Buenos Aires en 1792 a los 12 años, quien adoptó el apellido (y el «José») de ese tío que lo había protegido. Conclusión: los Martínez de Hoz, son en realidad Alonso de Armiño.

 

Con aires liberales

 

Pero Aarón, nieto directo de Mariano Nicolás Anchorena, en más acaudalado de los tres hijos del primer Anchorena, dejó al fallecer, el 24 de mayo de 1885, dejó una fortuna de 170 millones de pesos de entonces, tenía criterio propio.

¿Qué diferenciaba a este Anchorena, por ejemplo, con los Martínez de Hoz? El criterio de qué hacer con la tierra pública, porque si bien tomará la Isla Victoria, la devolverá con inversiones y como es notorio- donará su estancia cercana a Colonia del Sacramento al Estado uruguayo.

Para entender mejor hay que transcribir de la memoria de su viaje patagónico, lo siguiente: «El cacique tehuelche Kankel, de ilustre abolengo, bolea con su tribu en la vecindad; andando dos días en su compañía, presenciamos esta tarea bastante entretenida pero llamada a desaparecer por el empeño de las autoridades en sacar a ese resto de indios del estado nómada en que viven y llevarlos al trabajo regular que la civilización impone». A esa crítica agrega la de las tierras que atraviesa: «Tanto estos campos como los demás que hemos encontrado de alguna fertilidad … pertenecen a particulares que los han adquirido por concesión y generalmente con propósito especulativo, estando por consiguiente abandonados, y cuando no, ocupado por pobladores intrusos que poseen ganados pero sin establecerse definitivamente por temor de ser desalojados».

(Continuará)


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