Juana de Arco
Su vida ha sido recreada en biografías, filmes, obras de teatro y óperas.
Hace casi seis siglos, cuando Juana de Arco murió quemada en la hoguera bajo acusación de herejía, a nadie se le hubiera ocurrido esgrimir ni siquiera una tímida defensa de sus actos. Los tiempos han cambiado: hoy, sus andanzas no sólo han sido retractadas históricamente sino que además son reivindicadas con lujo de matices en una amplia gama de proyectos -filmes, obras de teatro, libros y hasta una ópera- que la han llevado hasta la primera plana de la revista Time.
Hacia principios del siglo XIV, época de la sangrienta Guerra de los Cien Años, Francia estaba dominada por los ingleses. Por esos días nació Juana, hija de un campesino de Domrémy -un pueblo situado a 250 kilómetros al este de París-, quien no tardaría en escuchar la voz de Dios que, entre ensueños, le señalaría varias profecías vinculadas a la liberación de su tierra.
La joven, obsesionada por la violación y posterior asesinato de su hermana mayor, se presentó un día frente al rey Carlos VII y logró que éste pusiera a su disposición un ejército de 10.000 hombres al que comandó teniendo al Supremo Hacedor como guía y sostén. Muy pronto, Juana se transformó en heroína diestra para cabalgar, manejar la espada y preparar estrategias de combate.
La revelación divina
«Cuando tenía 13 años recibí una revelación de Nuestro Señor a través de una voz que me decía que si me portaba bien e iba a la iglesia, Dios me ayudaría», escribió Jeanette -como la llamaban en su casa- unos años antes de morir. Las voces, según aclaró, pertenecían al arcángel San Miguel, a Santa Catalina y a Santa Margarita, quienes se comunicaban diariamente con ella para encomendarle una misión: liberar a la ciudad de Orleans del dominio inglés y conducir a Carlos VII hacia la ciudad de Reims para su coronación como rey de Francia.
A fuerza de empeño y talento, los objetivos de Juana finalmente se concretaron. Paradójicamente, nunca se entendió cómo una vez coronado monarca, Carlos VII desoyó los consejos de la joven para intentar la reconquista de París. Las vacilaciones del rey acrecentaron la angustia de ella, que decidió entonces reorganizar a sus hombres y volver a la batalla, con poca fortuna por cierto: el 23 de mayo de 1430, la tropa cayó derrotada en la ciudad de Compiegne.
Seis meses después, Juana fue vendida a los ingleses, que decidieron presentarla como una hechicera con la ayuda de algunas autoridades francesas, entre ellas el obispo de Beauvais. Así comenzó un juicio que culminó con su condena a muerte. Antes, la doncella de 19 años se dio el gusto de pronosticar la derrota final de los ingleses en un lapso de siete años, pronóstico que se concretó seis años y ocho meses después de su advertencia.
Una vez quemada viva en Rouen, nació su leyenda. Juana sobrevivió, entre angélica y guerrera, como mito nacional, católico y popular, hasta el extremo de que casi seis siglos después, la revista Time decidió dedicarle la tapa de una de las ediciones de este año, a tono con la «juanamanía» desatada por un aluvión de biografías, películas y obras de teatro que irrumpieron en los últimos meses en todo el mundo. El fenómeno no tardó en llegar a la Argentina.
Todo comenzó hace tres meses, cuando llegó a las pantallas locales una nueva versión de la vida de la Doncella de Orläns a cargo del director francés Luc Besson.
Tentado por el personaje pero también por las condiciones económicas y artísticas que le ofrecían los productores norteamericanos, el realizador depositó en la actriz Milla Jovovich la responsabilidad de materializar la mística figura de Juana. De su aspecto mítico, personal y milagroso que hizo de ella una página blanca en la que miles han escrito sus obsesiones, sus esperanzas y sus miedos.
A tono con el afán reivindicador, la semana pasada llegó a las librerías locales «Juana de Arco», una biografía escrita por el guionista y director de cine Leo Linder. El libro, publicado por Javier Vergara Editor, es el resultado de una minuciosa investigación, que en este caso irrumpe revestida de una prosa ágil que incluye diversos registros y hasta una revisión de la figura de Juana a través de los siglos.
Por otra parte, se acaba de estrenar en el Teatro Colón de «Juana de Arco en la hoguera», la versión en formato de oratorio escénico que Arthur Honegger compuso en 1938 sobre un texto de Paul Claudel. La ópera, que regresó a la sala porteña después de 26 años, significó el debut como régisseur del artista plástico argentino Roberto Plate.
Como si fuera poco, el sábado 15 de julio se estrenó «Juana», una versión teatral de la vida de la heroína francesa. En este caso, tanto el libreto como el rol protagónico corren por cuenta de la actriz Emilia Mazer, quien eligió esta pieza para inaugurar una sala que funciona en su propia casa y que lleva por nombre «El ángel del Abasto».
Una heroína multifacética
Son tantas las posibilidades de interpretación del personaje que puede asomar como heroína nacionalista, como mujer de coraje sola frente a los jueces y a Dios, como combatiente de alguna guerra de liberación, como campesina de ánimo feminista, como mártir escogida por designio celestial o -en versiones más libres- como símbolo al servicio de alguna causa contemporánea.
Ya al poco tiempo de su nacimiento, el cine le dedicó algunos metros de película – «Exécution de Jeanne d»Arc» (1898)-, y dos años más tarde, George Méliés la rodeó por primera vez de todos los alardes de una superproducción.
Ese costado espectacular sería el predilecto de la mayoría de las producciones que vinieron después -alrededor de cuarenta-, incluso aquella que le consagró Cecil B. de Mille en 1916 («Joan the Woman») y que tenía la osadía de comprometer a la doncella de Orleäns en el conflicto que había dado origen a la Primera Guerra Mundial.
Sin duda, hubo muchas Juanas que no dejaron impresión perdurable en el cine (incluida la muy insólita de Hedy Lamarr, planteada en clave cómica en una paródica historia de la humanidad realizada por Irwin Allen en 1957), pero en la memoria de los cinéfilos habrá por lo menos dos rostros asociados al de la santa: uno, el de Ingrid Bergman, que asumió el papel dos veces (con Victor Fleming en 1948 y con Roberto Rossellini, en 1954).
El otro, el de Marie Falconetti, que expuso su máscara trágica en los primerísimos planos de Carl T. Dreyer para alcanzar con «La pasión de Juana de Arco» (1928) una de las cumbres del período mudo. Allí, probablemente, la gran actriz francesa le dio a la heroína su rostro definitivo en el cine.
Que Juana de Arco no era una embustera parece, a esta altura de las circunstancias, fuera de duda. Las voces que ella dijo haber oído desde los trece años, es evidente que resonaron alguna vez en sus oídos. Carece de sentido empeñarse en demostrar si la futura heroína nacional francesa recibió o no la visita de San Miguel o Santa Catalina, pero sí es relevante que -en una época de gran religiosidad como lo fue el Medioevo- le creyeran el rey, la corte y los que la conocieron.
De lo contrario no se entendería cómo una joven que aún no había cumplido veinte años pudo, de la noche a la mañana, hacer tres viajes a Vancouleurs para allí entrevistarse, guiada por esas voces, con el conde Roberto de Baudricourt, que terminaría introduciéndola a la presencia del futuro Carlos VII de Francia.
Suponer que en la Francia del 1400 una tal Juana, nacida de padres honestos pero sin recursos y, lo que es más, sin una gota de sangre azul, podía proclamarse la encargada de llevar adelante una misión divina, es no entender la mentalidad y las costumbres de la época. La distancia que separaba a una santa de una bruja bien podía depender de una palabra de más o de menos.
En aquella época, los reyes y príncipes de sangre combatían al frente de sus tropas. La joven Juana no fue una excepción al respecto. No hay nada de exagerado, pues, en el hecho de que haya sido inmortalizada con la armadura puesta y se la mencione como la «de Arco». En rigor, es la única forma en que podemos imaginarla, porque su fugaz paso por la historia está asociado a su capacidad bélica.
A veces, pura pasión, otras, heroína del espíritu; a veces, figura protagónica en un cuadro histórico de llamativo despliegue, otras, austera y casi despojada del marco de referencia para subrayar su interioridad y desnudar su martirio, Juana de Arco es indudablemente, uno de los mitos mejor conservados a través de los siglos.
Julieta Grosso
Según pasan los años
En Vaucouleurs, la ciudad que la vio llegar proveniente de una de las aldeas de los alrededores para convertirse en una heroína nacional, quedan pocos vestigios de aquella época. Las ruinas del castillo de Baudricourt, la torre del Rey y la de los Ingleses. Sí hay un hotel Jeanne d»Arc, una estatua ecuestre de la doncella frente al ayuntamiento y un museo privado.
En Domrémy, la aldea donde Juana de Arco nació, la vida continúa sin grandes altibajos a lo largo del río Mosa, aunque el lugar es un centro de peregrinaje desde hace más de cinco siglos. Y así lo testimonia un registro de visitantes. Michel de Montaigne en 1580, apunta: «De aquí es oriunda la famosa doncella de Orleäns (…) La fachada de la pequeña morada está cubierta de pinturas que aluden a sus hazañas, pero el tiempo las ha deteriorado».
Una Juana de Arco se va recreando en cada época, aunque después de su muerte los historiadores oficiales silenciaron su memoria. Fue recién en el siglo XVll cuando su nombre aparece en las crónicas francesa, completamente desdibujada.
En 1656, el poeta Chapelain compuso un cantar de gesta de doce estrofas, «La poucelle ou la France delivrée», centrado en la virginidad de la doncella. Un tema sobre el que vuelve Voltaire cien años después, para esbozar una caricatura pornográfica.
En el siglo XVlll, pleno período de la Ilustración, los historiadores recordaron a Juana como una embaucadora, mientras que durante la revolución francesa, las mujeres tomaron su nombre para promover sus derechos, mientras los hombres mandaron a derribar los monumentos erigidos en toda Francia.
«La doncella de Orleäns», texto de Schiller, apela al sentimentalismo, en los albores del siglo XlX, ante el estupor de sus contemporáneos.
Napoleón no titubeó en reconocerla como un genio militar. Y el marqués de Sade la consideró la mujer más extraordinaria de su tiempo. De ahí en más la reivindicación de su figura como Fille du Peuple (hija del pueblo) fue en ascenso y sus actos fueron leídos por los franceses como expresión de la creación espontánea de la nación.
Alejandro Dumas, en 1842, escribió: «A su manera fue el Cristo de Francia que redimió los pecados del mundo» y en 1850, el obispo de Orleäns se hizo portavoz de un movimiento, cuyo propósito era la canonización de Juana de Arco.
Esta peligrosa interpretación de la Iglesia, situó a la doncella en la polémica entre monárquicos y clericales y republicanos y anticlericales, que condicionó la política de Francia en la 2º mitad del siglo XlX.
La izquierda la señaló como doncella de los militares y la derecha quiso suplantar la Marsellesa, por un himno a la bandera de la doncella. En la guerra que Francia perdió frente a Prusia, Juana se convirtió en el ángel vengador de las fuerzas conservadoras.
A principios del siglo XX, Francia quedó inundada de estatuas. Su imagen se multiplicó en 20.000 iglesias y lugares públicos, según un cálculo del año 1910.
Al finalizar la Primera Guerra Mundial, Francia era la última gran potencia católica que quedaba y el Vaticano se esforzó por buscar un entendimiento con su gobierno. El precio que el Papa pagó por la reconciliación con París fue la canonización de Juana de Arco en 1920, fortaleciendo una imagen de santidad que opacó su perfil histórico.
Hace casi seis siglos, cuando Juana de Arco murió quemada en la hoguera bajo acusación de herejía, a nadie se le hubiera ocurrido esgrimir ni siquiera una tímida defensa de sus actos. Los tiempos han cambiado: hoy, sus andanzas no sólo han sido retractadas históricamente sino que además son reivindicadas con lujo de matices en una amplia gama de proyectos -filmes, obras de teatro, libros y hasta una ópera- que la han llevado hasta la primera plana de la revista Time.
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