Jugar para crecer

Casi veinte años después de que lo hiciera por primera vez, Alfredo Alcón volvió a meterse en la piel de Willy Loman, personaje protagónico de "Muerte de un viajante", y otra vez se ganó todos los aplausos. El actor habló con "Río Negro" sobre su nueva experiencia en la obra de Arthur Miller y su pasión por el escenario.

En su segunda actuación en «Muerte de un viajante», ahora bajo dirección de Rubén Szuchmacher en el Complejo La Plaza -junto a Diego Peretti, María Onetto y Luciano Cáceres en los protagónicos- Alfredo Alcón volvió a meterse en la compleja piel de Willy Loman, el viajante que ve perder su fuente de trabajo, la fe en sí mismo, la credibilidad de sus hijos, supeditado a las necesidades de la sociedad de consumo en desarrollo y la tecnología que lo aísla como individuo. Un capo lavoro sobre el que habló con «Río Negro».

«Yo, no recuerdo absolutamente nada de la primera vez… 'Es una obra tan grande que cada día que se lee, cada vez que la actúo, se ve distinta, porque son hechos vivos. Las piezas pobres de tema o de trascendencia, no son más que lo escrito allí, ¿qué otra cosa? Nada pasa… Aquí, lo que menos importa es el argumento; como ocurre con 'Hamlet', con una buena obra de Griselda Gambaro, son cajas de resonancia. Cada oportunidad -no hablemos ya de cuando ha pasado tanto tiempo- al releerla, es como la primera lectura. Cada noche, sentimos la misma vitalidad en su texto. A tal punto que no se puede ir con ideas preconcebidas. Como en la vida, que te levantás a la mañana y los preconceptos sirven de poco, porque tiene unos vientos que desordenan el pretendido orden que se pueda armar para preservarse de las sorpresas», reflexionó el actor.

«Si te dijera que me acuerdo de algo, te miento… Primero que yo no era el mismo. Uno es líquido, no sólido. Por lo tanto, cada segundo o minuto, se va transformando, cambiando. No recordé, ni quise hacerlo, porque podría haber esforzado mi memoria; me acuerdo de los compañeros, de las circunstancias en que la hicimos… Era la época del Mundial aquí y pensábamos que tenía una oculta crítica a todo ese triunfalismo que se respiraba entonces…

– 1978.

– En medio de las cosas horrendas que pasaban. Una de las razones fundamentales de aquella puesta, fue esa… Creo que las cosas hay que verlas cada día como nuevas, de lo contrario, se achican con la experiencia que sirve relativamente y para poco. Si no apoyamos en lo que ayer vivimos, no vivís hoy, llegás a pensar que será igual. Y depende de uno que así no sea, de atrevernos a mirar como hacen los chicos, como si las cosas se vieran por primera vez.

– Estuve en la función a la que asistió gran parte de la prensa nacional y una enormidad de colegas tuyos y de tus compañeros… En las entrevistas para televisión y radios, que les hacían antes de entrar, escuché: «Hoy vengo a una clase, vengo a ver a actuar a Alcón…

– Peretti es un tipo muy querido, muchos fueron a verlo… Digo, uno de mis orgullos, realmente grande, es sentir el afecto de mis compañeros de trabajo. Ese cariño, ese apostar por mí, me da fuerzas. La mirada del otro empequeñece o hace crecer. Si dos personas están hablando y uno escucha con indiferencia, el otro se va secando como una hoja al sol… En cambio, si enfrente ve una mirada de curiosidad, de interés, crece en su elocución. Decía un compañero español que entre los argentinos había muchos actores buenos porque el público los miraba con afecto y eso nos hacía crecer… En España, la gente va al teatro, ve la obra, qué se yo que, pero esperar a la salida para transmitir su idea, su gusto, no… Aquí hay un plus afectivo, te están mandando aire para que vueles.

– ¿Describirías así, como un vuelo mágico, quizá misterioso, al trabajo actoral?

– Sí… Pero un vuelo vigilado. Porque una parte de uno debe estar serena, fría -no sé si es la palabra- pero manejando ese vuelo. Uno juega a que es Willy Loman, Hamlet. Está jugando como el público también, que sabe que el actor no es el personaje que dice ser, que el ambiente es un decorado, que las luces son de teatro. Sin embargo, van juntos a la sala para jugar a creer en ese cuento que se propone desde el escenario.

Porque además sienten, consciente o inconscientemente, que pueden modificar el modo de contarlo. El público… Una película es buena o mala, pero a vos no te necesita. En la mejor que se esté dando, podés hacer ruido, mirar para otro lado, hablar, comer, tomar gaseosa… Es un objeto, como un jarrón bellísimo, construido en otro tiempo y no puede modificarse. En cambio, el teatro es participativo, donde la compasión, compartir la pasión, hace que haya días en que el público y los actores respiran al mismo ritmo; respiran al ritmo del poeta que escribió la obra… Y esos son momentos muy mágicos, ¿no? A los que uno no sabe cómo llegar. A veces se llega, a veces, no.

Dicen que el arte no es una relación concreta, sino la inminencia de una revelación. Uno empieza a sentir, por el arte, que todas las cosas tienen misterio.

– Así definido, cada día sobre el escenario se produce un hecho único e irrepetible.

– Por eso te planteaba cómo recordar la que hice hace casi treinta años… Es verdad, es único. Y además, suponiendo que ayer me haya salido bien la función, no me da seguridad para que hoy salga igual. Quizás resulte horrible. Por eso es el miedo de todos los días antes de entrar a escena. El día que uno lo pierde, hay muchos actores que lo han perdido y cuando así ocurre queda como una cáscara. Uno pone la cara que corresponde, imita bien los estados emocionales porque para eso tiene oficio, pero no está vivo. Se puede trabajar mucho y hacer una (ríe) buena carrera…

A mí me gusta la gente que busca, no tanto la que encuentra. Prefiero un actor con defectos, que tenga problemas -mejor no, claro- de dicción, pero que veas su búsqueda. El que veo tan apoyado en su oficio, que no le pasa nada… Disfruto de las actuaciones en que se involucra la piel. Hay algo que se torna frágil en quien está contando el cuento; pareciera, y es, que está poniendo en juego su vida, su cuerpo y su espíritu. No sé, su ser…».

 

EDUARDO ROUILLET


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