Kicillof quiere regular las quiebras soberanas
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La audacia del ministro de Economía de Cristina Fernández de Kirchner no tiene límites. Luego de haber puesto patas para arriba la economía nacional, ahora aspira a meterle mano a la arquitectura financiera internacional. La pretensión de que la Argentina lidere una iniciativa de regulación internacional de las reestructuraciones de deuda soberana tropieza con una incoherencia de orden secuencial: antes de regular qué hacer después de un naufragio parece conveniente acordar primero el modo de evitarlo.
Conseguir la reestructuración ordenada de la deuda soberana de un país con pérdidas equivalentes para todos los acreedores, como acontece en el caso de la quiebra de una empresa privada, se presenta a primera vista como una iniciativa loable. La medida permitiría amortiguar el ajuste inevitable de una economía con dificultades, castigar a los inversores irresponsables y que los países recuperen en un plazo menor una senda de crecimiento sin la pesada losa de una deuda insoportable.
Fue justamente el denostado Fondo Monetario Internacional, a través de su directora Anne Krueger, el que trató en el 2001 de conseguir el consenso internacional para una iniciativa de este tipo. La Argentina, que venía demonizando al Fondo atribuyéndole la responsabilidad de los problemas que eran consecuencia de errores propios no forzados, no se sumó a aquella iniciativa. Trece años después, el impetuoso Axel Kicillof se propone triunfar en esa empresa en la que fracasó el mundo entero. Lleva todos los pergaminos que habilitan a la Argentina a intervenir en su condición de país experto en el arte de defraudar a sus acreedores.
Frente a estas iniciativas, lo primero que conviene no perder de vista es que la economía de mercado se basa, tanto para lo bueno como para lo malo, en la responsabilidad de las personas. El fenómeno de la globalización ha hecho a las naciones más transparentes, de modo que los inversores obtienen una información en tiempo real de lo que acontece con la economía de cualquier país. De este modo, ha aumentado la supervisión que los mercados hacen de las políticas macroeconómicas de los Estados. Esta situación ha reducido los márgenes de maniobra de los gestores de la economía, a tal punto que se habla de la “despolitización” creciente de las políticas macroeconómicas.
El nuevo escenario ha dado lugar a que aumente la desconfianza en la forma en que los dirigentes políticos desarrollan sus estrategias económicas. En los países ganados por las veleidades populistas predominan las visiones cortoplacistas y los dirigentes tienden a hacer siempre políticas fiscales y monetarias expansivas, provocando tensiones inflacionistas y elevando el endeudamiento. La consecuencia inevitable es la recesión que sigue al ciclo expansivo, como la sombra al cuerpo.
Los problemas derivados del sobreendeudamiento, que puede llevar al default de la deuda soberana, son consecuencia de los excesos en el gasto público, debido a que no se atiende a la consistencia de las políticas económicas en el largo plazo. Por ese motivo, la moderna gestión macroeconómica aspira a fijar límites al déficit público de los países. La Unión Europea ha sido muy criticada por establecer un duro corsé a las autoridades políticas de los países miembros que están obligadas a observar unos estrictos límites máximos para evitar el exceso de déficit presupuestario. Si bien puede discutirse el grado de flexibilidad de estas políticas, no existen ya dudas de las derivaciones perversas que tiene no contemplar las consecuencias de las políticas fiscales irresponsables en el largo plazo.
Por igual motivo es que se ha proclamado la necesidad de que los bancos centrales estén en manos de profesionales independientes, con profundo conocimiento de las políticas monetarias, para conseguir una mayor autonomía frente al poder político. En general, se considera que los países donde se respeta la autonomía del banco central consiguen una mayor estabilidad macroeconómica y una menor tasa de inflación.
La creencia de que la existencia de una regulación internacional de la bancarrota de los países va a permitir eludir las restricciones que impone el manejo adecuado de la gestión macroeconómica es una ilusión. Pensar que los países van a poder hacer la política macroeconómica que deseen porque existe una suerte de red que amortigua las caídas económicas de los países es ignorar las fuertes limitaciones que impone el proceso de globalización. Tampoco servirá para evitar, retroactivamente, la aplicación de la sentencia firme de un juez, aspiración que sólo puede estar en la cabeza de alguien convencido de que la seguridad jurídica es un “concepto horrible”.
El único resultado previsible de una ley internacional que regule la bancarrota de las naciones es que obligará a los inversores a redoblar el cuidado por el destino final de sus inversiones. Las políticas macroeconómicas inconsistentes ahuyentarán a los inversores de los países que no ofrezcan seriedad macroeconómica. Los gobiernos que ejecuten políticas irresponsables serán severamente penalizados.
Se podrá argumentar que el progreso de las naciones no depende tanto del crédito externo como del producto de una actividad interna competitiva derivada de políticas que fomenten la educación, la formación, la innovación y la incorporación de nuevas tecnologías. Es cierto, pero frente a la retórica vacua del “desendeudamiento” se debe reconocer que la financiación internacional que aumenta las posibilidades de inversión ayuda al desarrollo más rápido de los países; permite que el gasto total de su economía sea superior al que hubieran tenido en otro caso.
El problema de la Argentina es no sólo que no consigue atraer el ahorro internacional sino que expulsa el nacional. En vez de dar lecciones a los restantes países del mundo, sería prudente que el gobierno argentino iniciara un proceso de reflexión autocrítica hacia las severas inconsistencias de unas políticas macroeconómicas que, lejos de atraer, vienen estimulando la fuga de capitales. Antes que fabricar una red internacional para atenuar los efectos de las caídas sería mejor evitar subir al trapecio para improvisar los arriesgados saltos que dejan boquiabiertos a los observadores internacionales.
ALEARDO F. LARÍA
aleardolaria@rionegro.com.ar
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