Kirchner y los obispos
por James Neilson
Mal que le pese al presidente Néstor Kirchner, los obispos católicos no se equivocan cuando dicen que en la Argentina crece la desigualdad social. Aunque en los dos últimos años la situación ha mejorado un poco, ya parece inalcanzable el grado de equidad que el país conoció a finales de la década de los noventa, y ni hablar del propio de la Argentina «de clase media» de tiempos anteriores. Si bien la contrarrevolución que impulsaron Eduardo Duhalde, Raúl Alfonsín y otros tuvo como su presunto objetivo una mayor equidad, su resultado más notable fue enriquecer a un minoría pequeña y depauperar a los demás.
¿Esto se debió a que los gobiernos que sucedieron a los calificados de «neoliberales» se alejaron de las doctrinas socioeconómicas de la Iglesia, como sin duda quisieran hacer pensar los obispos? En absoluto. Como la mayoría abrumadora de los políticos latinoamericanos, Kirchner –lo mismo que Duhalde y Roberto Lavagna– comparte las actitudes de los clérigos y procura actuar en consecuencia, de ahí la indignación con toda seguridad sincera que sintió al suponerse blanco de una denuncia eclesiástica inmerecida. Después de todo, se dirá, ningún otro presidente argentino ha vituperado con más furia que yo al enemigo ancestral de la Iglesia, el liberalismo, al que he tratado como la fuente de todos los males del país, de suerte que los católicos deberían aplaudirme por los servicios retóricos que les he brindado.
Cuando del manejo de la economía se trata, lo que distingue a políticos como Kirchner de los obispos que firman aquellos documentos en que se aseveran angustiados por el estado del país no son las ideas, que en el fondo son idénticas, sino el hecho de que a veces los primeros tienen que gobernar, inconveniente éste que a partir de la anexión por Italia de los Estados Pontificios –quizá los peor gobernados de Europa– en 1870 no preocupa a los hombres de la Iglesia. Mientras están en el llano, los políticos hablan con fervor de la solidaridad que sienten por los pobres y lamentan la injusticia social en términos que son muy similares a los usados por los voceros de la Iglesia, pero si llegan al poder no lograrán atenuar las lacras que tanto los ofendían porque aun cuando se ufanen de ser ateos militantes son incapaces de liberarse de la cosmovisión católica que en última instancia las provocó.
Conforme a todos los rankings mundiales, los países católicos son más pobres, más desiguales y mucho más corruptos que los escandinavos y anglosajones. También están a la zaga del Japón, Taiwán, Singapur y la ciudad todavía autónoma de Hong Kong. Por lo demás, cuando un país católico consigue progresar, lo hace después de que buena parte de la sociedad haya roto con la Iglesia, como en efecto sucedió en Francia, Italia, España e Irlanda. Si bien en tales casos los motivos de la ruptura no tuvieron mucho que ver con las deficiencias de las teorías socioeconómicas reivindicadas por el Vaticano, la pérdida de autoridad que sufrieron los eclesiásticos sirvió para eliminar un obstáculo importante que bloqueaba el camino hacia el progreso material.
Los jerarcas católicos no parecen encontrar nada significante en el desempeño mediocre de las sociedades que su Iglesia contribuyó tanto a moldear. Aunque la autocrítica está en boga, no celebran reuniones con el propósito de analizar por qué los defectos que denuncian son más comunes en los países de mayoría católica, los que por lo tanto deberían estar libres de ellos, que en los dominados desde hace siglos por herejes. Ha sido inmensa la influencia de la Iglesia en Brasil, país que con la excepción de algunos africanos es el menos igualitario del planeta, y en el resto de América Latina, la región que ostenta los índices sociales más deprimentes de Occidente, pero a menos que uno suponga que no existe ningún vínculo entre la presencia casi ubicua de una institución religiosa antes hegemónica que sigue siendo muy poderosa y la estructura social de una sociedad determinada, es inútil negar que la Iglesia Católica comparte la responsabilidad por las condiciones que se especializa en denunciar.
En lugar de someterse a un examen de conciencia colectivo con la intención de preguntarse si su costumbre de preocuparse más por la distribución de la riqueza que por su creación, o si tal vez sea a causa de sus prejuicios anticientíficos que siempre han sido tan magros los aportes latinoamericanos a la revolución tecnológica que prosigue su marcha y que es inseparable del progreso económico, los obispos prefieren dar a entender que la desigualdad que es característica de la mayoría de los países católicos se debe a que los políticos nunca les prestaron la atención suficiente, que todo se solucionaría si los gobiernos de la región fueran más católicos todavía. Tal postura se basa en el presupuesto de que la desigualdad puede imputarse a la falta de voluntad de gobernantes que no han sabido combatir «el neoliberalismo» con el vigor necesario, aunque sería más razonable considerar la posibilidad de que con escasas excepciones los políticos latinoamericanos estén comprometidos con formas de pensar que son inapropiadas para el mundo actual.
La Iglesia Católica está en conflicto con el mundo moderno porque se consolidó antes de que se articulara y espera sobrevivirlo. Por pretender representar verdades eternas, le es muy difícil adaptarse a circunstancias nuevas. Ya en la Edad Media tardía sus líderes se sintieron obligados a oponerse al reinicio de la investigación científica y al surgimiento de lo que andando el tiempo sería el capitalismo liberal, o sea, a los dos motores principales del desarrollo que brindaría a centenares de millones de personas la posibilidad de disfrutar de un estándar de vida superior a aquel de los príncipes más opulentos de otras épocas. Desde entonces se ha mantenido en sus trece. Si bien en muchos frentes la Iglesia se ha visto forzada a batirse en retirada, sigue luchando contra el cambio en nombre de principios premodernos. Hoy en día cuenta con el apoyo táctico de izquierdistas y una horda de reaccionarios globalifóbicos, de los cuales muchos son de formación católica, en su guerra contra un mundo que hace siglos se libró de su tutela.
Para los convencidos de que todo debería subordinarse a la fe, la hostilidad de la Iglesia hacia un orden que fue creado por la ciencia combinada con el capitalismo liberal no supondría ninguna contradicción. En el pasado, muchos obispos celebraban la pobreza como una virtud, contrastando las virtudes de los humildes con los vicios de los ricos, de modo que era coherente su negativa a dejarse seducir por el desarrollo económico. Pero cuando algunos países capitalistas se hicieran tan prósperos que la tentación de tratar de emularlos resultaría irresistible, la Iglesia cambiaría su postura. No se afirmaría contraria al desarrollo como tal sino al sistema que lo posibilitaba, atacándolo porque socavaba su autoridad al anteponer la economía a la teología.
El que los líderes católicos estén entre los enemigos más apasionados del único sistema socioeconómico que se ha mostrado capaz de producir los resultados que ellos reclaman sí es contradictorio pero, lo mismo que los marxistas, los obispos están más interesados en defender los dogmas de sus precursores en la Iglesia que en hacer un intento serio por remediar las lacras que con tanta elocuencia deploran. Si dieran prioridad a la «lucha contra la pobreza», aceptarían que su doctrina social no sirve para mucho en el mundo contemporáneo y urgirían a los políticos a tratar de aprender algo de la experiencia de los países más exitosos, en especial de los escandinavos, pero por lealtad hacia una tradición de siglos prefieren hablar como si entregarse al capitalismo liberal equivaliera a venderse a Satanás, de esta manera demorando cada vez más el día en que la desigualdad económica deje de inspirar documentos como aquel que tanto enfureció a Kirchner.
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