La alegría de alcanzar la comprensión total

En el famoso Centre Pompidou se desarrolla una muestra dedicada a Miró. Este artículo reflexiona acerca de la obra de uno de los grandes pintores del siglo XX.

PARíS (DPA) – Con los campos quemados por el sol y la tierra roja de Montroig comenzó todo: la carrera de Joan Miró como pintor y el peculiar mundo de su lenguaje visual, que es como una ecuación con muchas variables desconocidas.

Bajo el título «Joan Miró, 1917-1934, la naissance du monde» (Joan Miró, 1917-1934, el nacimiento del mundo), el Centre Pompidou de París muestra entre el 3 de marzo y el 28 de junio más de 240 obras, entre ellas 120 pinturas, dibujos y collages.

La muestra es la primera dedicada a la época entre 1917 y 1934, años en los que Miró encontró su inspiración artística en el pueblo de Montroig, ubicado 140 kilómetros al sur de Barcelona, y en el que surgió su lenguaje visual, uno de los más llenos de misterio del siglo XX.

«Las fantásticas montañas jugaron un papel importante en mi vida, y el cielo también. (…) En Montroig me nutre esa energía», dijo una vez el pintor español (1893-1983).

Esta importancia de la naturaleza y del pueblo catalán de Montroig, donde Miró trabajaba regularmente, también queda clara en la exposición.

Al comienzo del recorrido, el visitante es recibido por una gigantesca reproducción de una foto en blanco y negro de Ernst Scheidegger, en la que se ven los campos y pinos que rodean Montroig.

La exposición está estructurada de manera cronológica y pone de manifiesto el desarrollo artístico de Miró, que lo llevó a una forma de pintar muy simplificada y estilizada, que en parte recuerda a los graffitti.

Así, la visita comienza con las coloridas pinturas, que muestran la iglesia y el pueblo de Montroig, así como los viñedos y los olivares.

Esas obras provienen de entre los años 1917 y 1919 y son una mezcla de diversas orientaciones estilísticas. Las figuraciones en parte no realistas y los colores vivos amarillo, rojo, azul, verde y violeta le dan un aspecto fauvista y expresionista, que recuerda a Cézanne y Van Gogh.

Pero Miró era un trabajador obsesivo y estaba motivado por el deseo de acercarse cada vez más al espíritu de las montañas y los árboles a través de su pintura.

Este deseo, al que describía como «cohabitación» con lo «absoluto de la naturaleza», lo llevó pocos años después a sus pinturas detalladas, casi naif, con las que experimentaba verdadera alegría dibujando de manera simple y esquematizada detalles como olivos y palmeras.

En una carta a su amigo y pintor Francesc Rafols escribió: «Me embriaga la alegría de alcanzar en un paisaje la comprensión total de una brizna que es tan bella como un árbol o una montaña».

Pero sólo sus primeras estancias en París, en 1920 y 1921, en las que se sentía «desafiado intelectualmente», lo llevaron a romper con su forma de pintar hasta entonces. Miró sucumbió a la influencia de cubistas, dadaístas y surrealistas, con los que además trabó amistad, pero se desprendió de su lenguaje visual y descubrió una forma de expresión artísticamente única, que estilizaba cada vez más los objetos y las formas.

Desarrolló una forma de dirigir el pincel libre, espontánea y automática, con la que creó todo un mundo de imágenes grotescas y juguetonas. Su lenguaje recuerda en parte a los símbolos humanos antiguos o a garabatos cómicos y naif. El cierre de la exposición -que lleva al visitante por una pista en forma de serpiente en referencia a las líneas ondulantes de Miró, a las que en parte reducía sus obras- lo marca el tríptico «Bleu I, II, III».

Estas gigantescas pinturas se componen sobre todo de fondos azules, en los que sólo se ven algunos poco puntos negros o rojos.

El fin de una larga búsqueda de la simplificación total y la comprensión del vacío. «Estas pinturas son la culminación de lo que pinté hasta ahora», dijo Miró.


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