La batalla de Praga
Fuera de estas paredes hay jóvenes que protestan contra la globalización. Muchos de ellos plantean cuestiones legítimas y yo asumo el compromiso contra la pobreza de esta nueva generación». El Presidente del Banco Mundial, el australiano James Wolfensohn, pronunciaba estas palabras mientras en las calles de Praga retumba el estruendo de las bombas de gases lacrimógenos arrojadas contra los miles de jóvenes manifestantes. Entre sus manos Wolfensohn sostenía una pequeña cruz de madera tallada entregada por Jubileo 2000, una de las ONGs que trabajan en favor de la condonación de la deuda de los países más pobres, que entregó el presente «en representación de los 19.000 niños que cada año mueren y podrían ser salvados con el endeudamiento que Occidente se niega a perdonar».
Desde hace tiempo el Banco Mundial viene tomando distancias del Fondo Monetario Internacional, una institución que aparece más estrechamente vinculada con las tesis neoliberales preconizadas por el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal de los Estados Unidos. En el «Informe de perspectivas mundiales» de diciembre de 1998, – suscripto por Joseph Stiglitz, cuando todavía era el economista jefe -, el Banco Mundial denunciaba ya, como causa de las crisis, – en referencia indirecta al FMI-, a «las políticas macroeconómicas desacertadas y la escasa previsión con que se llevó a cabo la liberación financiera o de la cuenta de capital.» Al Fondo Monetario Internacional se le acusa de ser un médico que prescribe siempre la misma receta sin importar cual sea la enfermedad o los síntomas del paciente. Las recetas del FMI son austeridad en el gasto público, altos intereses para frenar la fuga de capitales, y políticas monetarias excesivamente contractivas que conducen a la bancarrota a miles de empresas y generan enorme desempleo. Una medicina amarga que la Argentina conoce sobradamente y que, además, tiene el agravante que se muestra notablemente ineficaz.
Pero además de los programas de ajuste económico, que conllevan importantes sacrificios para los sectores sociales más desfavorecidos, el FMI, como condición necesaria para conceder ayudas financieras viene reclamando una serie de medidas de «reforma estructural» que constituyen verdaderas intromisiones en el libre juego de las instituciones democráticas de los países afectados. En la Argentina, hemos escuchados sorprendidos no hace mucho tiempo las razones con las que el subsecretario de Trabajo pretendía justificar la ampliación desmesurada del período de prueba en la Ley de Contrato de Trabajo. «Porque lo pide el Fondo», explicaba el funcionario. La auditora del Fondo, Teresa Minassian, dirigía en estos días, desde Praga, una nueva recomendación pública, esta vez a los senadores argentinos, para que se abstuvieran de introducir modificaciones en la legislación previsional remitida por el Ejecutivo. Estas «recomendaciones» parece que se van a terminar.
En lo que tal vez constituya un éxito inesperado para los manifestantes de Praga, el nuevo director del Fondo Monetario Internacional, Horst Köhler, ha anunciado en el discurso de cierre precipitado de las sesiones, que era necesario reformar el FMI para limitar su papel: «En lugar de controlar todos los capítulos económicos de los gobiernos que solicitan ayuda – dijo el director – el FMI debería limitarse a controlar la inflación, el déficit fiscal y los tipos de cambio».
Los partidarios del modelo neoliberal de capitalismo anglosajón, que representan al moderno pensamiento de derecha, inspiradores de las ideas del Fondo Monetario Internacional, acuden al argumento del «carácter ineluctable» del actual proceso de globalización. Según esta visión, a los países atrasados no les quedaría otra alternativa que la de intentar aproximarse a las normas dictadas por los Estados Unidos. Los focos de resistencia a ese proceso inevitable serían grupos residuales de políticos profesionales, clérigos, o intelectuales trasnochados, que como soldados de un ejército en desbandada se quieren vengar inútilmente de un mundo que no ha estado a la altura de sus expectativas.
Algunos datos que ofrece la realidad ponen algunos reparos a esa visión teológica de los nuevos conservadores. Uno de los rasgos más acusados del nuevo modelo acaba de ser reconocido en Praga por el propio presidente del Banco Mundial, alguien a quien resulta difícil situar en la izquierda: «La riqueza del 20 % de la población mundial que mejor vive multiplica por 37 la del 20 % más miserable. Esta cifra se ha multiplicado por dos en la última década.» Wolfenshon, al contestar preguntas de un periodista argentino, también se explayó sobre la situación en estas tierras: «Lo que estamos viendo en demasiados países de América Latina – explicó – es que, a pesar del crecimiento de sus economías, la distribución de la riqueza entre ricos y pobres, de hecho, va peor. Ese es el problema en general de América Latina y diría que probablemente lo sea también de Argentina.» Otro rasgo del actual fenómeno de la globalización es la enorme expansión del capital financiero, por la gran movilidad actual del capital. Los mercados financieros son inestables por su propia naturaleza, y esa inestabilidad se transmite a las economías, siguiendo un patrón de expansión-recesión. Durante la expansión, el capital fluye del centro a la periferia; cuando se pierde la confianza, el flujo cambia de dirección, – como ahora acaece en la Argentina -, generando recesión y desocupación. Otro rasgo de la globalización es la tendencia a la oligopolización de los mercados, que quedan en manos de enormes empresas multinacionales, que fijan precios con rentas de monopolio, como se aprecia en algunas empresas suministradoras de servicios en la Argentina.
Los jóvenes que protestaban en Praga no son ingenuos que se oponen a la globalización, como quien se opone a la ley de la gravedad. Su protesta va dirigida contra los rasgos más irritantes de un sistema que reduce todo, incluidos los seres humanos y la naturaleza, a meras mercancías. El mercado no es todo y como acaece en las sociedades-estados nacionales, la nueva sociedad global necesita también dotarse de instituciones que sirvan a los fines y valores compartidos por la humanidad, como son el de la justicia social y el de la libertad política. El capitalismo global sólo sobrevivirá si atiende y resuelve estas cuestiones.
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