La caída de Dilma

Los procesos judiciales y políticos que atraviesan Brasil y, con distinta gravedad, Argentina despertaron en la memoria periodística un recuerdo precarizado del famoso Mani Pulite (manos limpias) italiano, que sirvió para juzgar a los altos políticos más encumbrados de Italia a principios de los 90.

La alerta se realiza a los efectos de evitar la implosión que padeció el sistema político italiano debido al alto nivel de involucramiento, comprobado durante la investigación judicial, de buena parte de la clase política. No se afirma, pero se sugiere, que lo que vino fue peor, ¿fue peor?

Se dice: luego vino Berlusconi, y genera el silencio de todos, dando por sentado que el tres veces primer ministro de Italia fue peor que sus antecesores. Cuando se menciona este caso, no se admiten al menos dos cosas. La primera es que los niveles de corrupción del gobierno italiano en el peor de los casos no superaban a los que originaron el llamado proceso Mani Pulite, y en segundo lugar que el sistema político italiano, como luce hoy el brasileño y como lo está, posiblemente desde el 2001, el argentino, estaba en serios problemas antes de que se destapara la olla que rebasaba.

Por lo demás, cualquier pacto de impunidad dañaría mucho más el sistema político endeble en Brasil y Argentina. Por la sencilla razón de que la fe democrática está también construida a partir de una idea débil, pero idea al fin, de que se respetan las normas y los procedimientos que estas establecen.

En los últimos años la democracia ya fue puesta a prueba en Paraguay con el desplazamiento del expresidente Lugo. Y lo que vimos, y deberíamos saludar más alegremente, es que la democracia funcionó. Funcionó porque el traumático proceso de remoción del presidente se hizo sin que se rompiera la democracia. No hubo fusiles, generales ni cierre del Congreso o del Poder Judicial. El presidente fue removido de su cargo, independientemente de los gustos y simpatías por su figura que nosotros tengamos, y se hizo por los mecanismos institucionales que prevé la Constitución y que en su determinado momento requirió la sanción y el acuerdo de “el constituyente”.

Esto es muy importante, porque lo que define la estabilidad democrática acá y en cualquier país que se precie de tal no es meramente la “voluntad popular”, sino el respeto a la norma. De todos los errores que tiene la democracia, se le contrapone una virtud que muchas veces los ciudadanos olvidamos: aun en regímenes presidencialistas, los mandatos no son un vale todo. Un cheque en blanco. La ingeniería institucional de todos los sistemas democráticos presupone respeto a la ley, a la función pública y los mecanismos para reemplazar a quienes incumplan o transgredan aquello a lo que están sujetos.

Lo mismo acaba de suceder en Brasil. Que la suspendida presidenta Rousseff diga que no cometió ningún crimen es en principio una obviedad, puesto que, aun si hubiera violado la ley en cualquiera de sus formas, debería seguir postulando su inocencia públicamente porque su defensa está anclada en esa presunción. Pero debemos tener en claro que su suspensión, que posiblemente terminará, todo parece indicar, en su destitución, no es su culpabilidad, que deberá probarse en el juicio político que se acaba de aprobar, sino el procedimiento institucional para llegar a dicho juicio.

La palabra golpe, que muchos usan con nostalgia, ha sido vaciada de contenido y no diré que eso es peligroso, pero me parece atendible a los efectos de comprender con mayor precisión los procesos en curso. Aun si los votantes de Rousseff mayoritariamente aprobaran que la presidenta puede violentar la ley, todavía podría ser removida sin que debamos llamarlo golpe.

La voluntad popular también tiene sus limitaciones y este es otro concepto que debe ser puesto en lo más alto de cualquier análisis para pensar estos procesos políticos y/o judiciales. El soberano (el pueblo y en democracia de masas por carácter transitivo sus representantes), en democracia, no puede hacer lo que quiere, sus límites prefiguran no solo su cargo sino también el régimen. Cuando el jefe de Estado puede hacer lo que quiere sin preocupación por sanciones, ahí es cuando se rompe la regla democrática básica.

El sistema democrático supone métodos para elegir y métodos para remover del cargo a sus representantes, siguiendo reglas que ya tienen un consenso que no se puede borrar a los efectos de evitar un supuesto mal mayor; porque el peor de los males, en el Estado de derecho, es siempre evadir la norma. Es decir: no es un tema moral, es un tema técnico y práctico.

Está fuera de discusión que el sistema democrático ofrece claroscuros, baches, humedades, imperfecciones; estas se vuelven más insondables cuando le agregamos un componente moral o extrapolamos lo que consideramos justo por fuera de la norma institucional vigente. Si el nuevo presidente del Brasil es más o menos corrupto que Dilma, es algo que excede y se independiza del procedimiento institucional que suspendió a Rousseff. Y sus culpas y responsabilidades ante la Justicia no quedan exoneradas por su nuevo cargo.

Puede decirse que este es un argumento ingenuo, porque el poder presidencial blindaría al ahora presidente Temer de procesos judiciales pendientes, que son de público conocimiento. Pero este mismo argumento nos deja un profundo vacío al observar que el poder presidencial no pudo evitar precisamente el proceso de remoción de quien fuera electa, por segunda vez, la presidenta del Brasil Dilma Rousseff.

Cuando un presidente en ejercicio es removido legalmente, apelando a mecanismos institucionales como ocurrió en Brasil, y recientemente la Cancillería argentina así también lo reconoció, podemos pensar que la democracia está en peligro o, por el contrario, reconocer que esta goza de salud, tanta que puede remover sin fracturarse a su funcionario más alto que tantas veces es pensado como un ser intocable mientras dura su mandato.

mirando al sur

Lo que realmente define la estabilidad democrática, acá y en cualquier país que se precie de tal, no es meramente la “voluntad popular” sino el respeto a la norma.

Si el nuevo presidente del Brasil es más o menos corrupto que Dilma, es algo que excede y se independiza del procedimiento institucional que suspendió a Rousseff.

Datos

Lo que realmente define la estabilidad democrática, acá y en cualquier país que se precie de tal, no es meramente la “voluntad popular” sino el respeto a la norma.
Si el nuevo presidente del Brasil es más o menos corrupto que Dilma, es algo que excede y se independiza del procedimiento institucional que suspendió a Rousseff.

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