La eliminación de la duda

SEGÚN LO VEO

Desde hace un par de días, las Abuelas de Plaza de Mayo se ven desbordadas por llamadas telefónicas de “chicos” treintañeros que sospechan que no son los hijos de quienes los criaron sino de jóvenes que fueron secuestrados y después asesinados por los escuadrones de la muerte de la dictadura militar. Alentados por la reunión conmovedora de la Abuela más famosa, Estela de Carlotto, con su nieto luego de una espera de 36 años, creen que ellos también podrían reencontrarse con una “identidad” auténtica que, creen, les convendría más que la llevada hasta ahora.

Algunos resultarán decepcionados al verificarse con precisión científica que, por humillante que les parezca, son los retoños biológicos de aquel adusto comisario policial o comerciante aburrido, hombres de ideas retrógradas contra los que se han rebelado. Desde que el mundo es mundo, jóvenes inteligentes que se sienten de algún modo desubicados se desahogan inventándose pasados más heroicos, pero mientras que en otras épocas cualquiera pudo imaginarse el hijo perdido de un personaje célebre sin que hubiera modo alguno de convencerlo de lo contrario, tema éste que durante milenios ha ocupado un lugar bastante amplio en la cultura de todos los pueblos, en la actualidad tales fantasías suelen durar poco.

Parece que la señora Anna Anderson sinceramente creyó ser Anastasia, hija del zar de todas las Rusias que murió a manos de los bolcheviques; el misterio, que dio lugar a varias películas, se prolongó hasta su muerte en 1984, ya que algunos aristócratas rusos detectaron en ella rasgos que hacían pensar que era una Romanov y otros la suponían una farsante no muy astuta. Pero los tiempos han cambiado: hoy en día, una breve visita a una clínica municipal sería suficiente como para confirmar si se trataba de Anna o de Anastasia. En la actualidad, la ciencia tiene la última palabra en este ámbito como en tantos otros, lo que es una muy mala noticia para adolescentes soñadores, fabuladores y aventureros en busca de herencias jugosas.

Antes de que, a mediados del siglo pasado, un equipo de investigadores de la Universidad de Cambridge, liderado por el británico Francis Crick y el norteamericano James Watson, comenzara a descifrar los misterios de la “doble hélice” del ADN, los interesados en averiguar su propia “identidad” o la de otros tuvieron que concentrarse en detalles físicos, por lo común faciales. A veces serían engañosos, como ha ocurrido en los casos de padres europeos sorprendidos por el nacimiento de un bebe de características a su entender africanas pero que así y todo realmente fue suyo, pero bastaban. Al hacerse más sofisticadas las pruebas, empero, las dudas se eliminarían hasta quedar, según los médicos, reducidas al “0,001%”.

Para los convencidos de la importancia fundamental de la identidad biológica, un asunto que hasta hace poco sólo obsesionaba a racistas reaccionarios pero que últimamente ha sido apropiado por progresistas no sólo aquí, donde los ayuda en el esfuerzo por encontrar a los descendientes de “desaparecidos” para que sean devueltos, si así lo quieren, a sus familias legítimas, sino también en otras partes del mundo en que están subordinándose los derechos individuales a los colectivos de minorías religiosas, étnicas y sexuales, es muy bueno que la ciencia les haya aportado los medios para averiguar la procedencia precisa de las distintas personas.

¿Lo es? Es posible, pero sucede que en ocasiones saber la verdad verdadera puede ser peor que ignorarla. Siempre han abundado los casos de paternidad dudosa -en algunos países occidentales, se estima que una familia de cada diez incluye por lo menos un miembro que según las pautas tradicionales es ilegítimo- pero, puesto que no había forma de probar una cosa u otra, pocos perdían el tiempo preocupándose por su propio origen biológico o por el de sus hijos hasta enterarse de que les sería muy fácil encontrar una respuesta definitiva, deseada o no pero así y todo irrefutable, a ciertas preguntas.

Además de facilitar la búsqueda de los hijos y, al pasar los años, nietos de “desaparecidos” al suministrar información infalible acerca de los grados de consanguinidad que vinculan a las distintas personas, el avance asombrosamente rápido de la investigación genética está teniendo otras consecuencias. Una, que por razones evidentes interesa muchísimo a las empresas de seguros y a las prepagas médicas, es que se ha hecho posible prever las enfermedades graves que un día en el futuro sufrirán quienes parecen disfrutar de muy buena salud. Aunque en diversos países los gobiernos han producido legislación destinada a impedir que los enfermos en potencia sean tratados como parias, no podrán protegerlos contra el efecto psicológico de saberse condenados, por decreto científico, a una muerte súbita o años, tal vez décadas, de postración. ¿Sería mejor dejarlos con la ilusión de que no les espera nada grave? ¿O debería subordinarse todo a la verdad?

Puede que no seamos esclavos de nuestros genes, pero los especialistas nos informan que inciden más de lo que nos habíamos acostumbrado a suponer en la conducta, las aptitudes y los procesos mentales, como si hasta cierto punto fuéramos máquinas programadas. Exageradas o no, las presunciones de los genetistas motivan polémicas debido a sus implicancias políticas, sobre todo cuando se les ocurre investigar las diferencias entre grupos étnicos o clases sociales. En opinión de la mayoría de los progresistas, sería mejor pasar por alto ciertos temas, ya que saber demasiado tendría consecuencias muy desagradables. Así, pues, su compromiso con la verdad, por dura que sea, es limitado.

También lo será el compromiso de los muchos que no quieren que todos se sientan prisioneros de una identidad predeterminada, sino libres para crear la propia, mezclando datos concretos indiscutibles con otros que son productos de la imaginación.

En algunos casos, como aquel de Estela de Carlotto y su nieto, la eliminación de dudas puede tener un final feliz, pero no siempre es bueno saber que uno ha “vivido una mentira” y que es falsa una identidad creada a través de los años a base de hechos firmes suplementados por sueños, malentendidos y aspiraciones acaso irrealistas. Como decía Antonio Machado, “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, lo que es un buen motivo para esperar que no sea difícil apartarse de las rutas que figuran en los mapas cada vez más detallados de los cartógrafos científicos.

JAMES NEILSON


SEGÚN LO VEO

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Certificado según norma CWA 17493
Journalism Trust Initiative
Nuestras directrices editoriales
<span>Certificado según norma CWA 17493 <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Comentarios