La escuela que se animó a cambiar las reglas

El Maruchito, de Aguada Guzmán le abrió las puertas a la comunidad y encontró una nueva forma de educar. Hay padres que les enseñan a sus propios hijos, varios talleres de oficios y hasta una radio que operan los mismos alumnos y que transmite a toda la zona.

Por ADRIAN ARDEN

adrianarden@rionegro.com.ar

FOTOS: CESAR IZZA

fotoizza@yahoo.com.ar

Definitivamente en esta escuela pasan cosas raras. Para ingresar hay que hacerle caso a un cartel no muy grande pero sí muy vistoso que ruega: «Cierre la tranquera por favor». Alguien lo escribió con pintura vieja hace tiempo y desde entonces todos lo respetan. Una vez adentro, lo mejor será hablar bajito. A la derecha hay una madre convertida en docente que no usa uniforme ni ostenta título y que entre los alumnos tiene a algunos de sus propios hijos. ¡Y ellos hasta parecen ser los más aplicados de toda la clase! Unos metros más allá hay un aula que también es estudio de radio y en este momento hay varios alumnos que están saliendo al aire. Es la única FM que funciona en el pueblo y no es raro enterarse en vivo y en directo qué están aprendiendo esos chicos. D hecho, es lo que hacen muchos padres que viven a varios kilómetros de allí.

Aunque, a decir verdad, las costumbres empiezan a cambiar desde bien temprano por aquí. Cuando todavía no son las ocho de la mañana ya son varios los que están haciendo cola para ingresar. No es por el desayuno gratuito ni por el pan casero, ni por el promocionado amor al estudio. Es por los dibujitos animados que por unos minutos están autorizados a ver antes de entrar al aula. Y los chicos cumplen: «Podemos ver sólo un ratito nos dijo la seño», aclaran. Luego, a estudiar. Y muchas veces estudiar quiere decir repasar la lección en el patio, para disfrutar el día al aire libre. O aprovechar la lombriz que algunos encontraron jugando para aprender sobre el ciclo de la vida. O convertir la inesperada visita de Bernardino, un hombre que nació especial y se crió en brazos de todos, en una clase sobre respeto y tolerancia. O recibir a chicos de toda la provinci una vez por año para aprender cómo viven los otros y mostrar orgullosos cómo lo hacen ellos. Todo bajo un nombre más que sugestivo: encuentro pedagógico y cultural entre el Valle y la Meseta.

Parte de este trabajo fue el que tuvo en cuenta el Ministerio de Educación nacional para premiarlos hace unos meses. Y fue el propio director el que viajó a Buenos Aires a recibir el premio. Allí se dio e gusto de darle la mano al ministro Daniel Filmus y traerse un recuerdo para toda la vida: Diego Maradona lo invitó a su programa y le brindó un emotivo homenaje por su trabajo en esta escuela de paredes gastadas y techos a punto de caerse.

Un reconocimiento que otra vez puso las cosas patas para arriba: ¡un ídolo homenajeando a su fanático! Bueno, sí. ¿Porqué no? Aquí es posible. Hay algo en esta escuela que confirma que las cosas pueden ser distintas y aún así (o justamente por ello) funcionar a la perfección.

 

Amanece

 

La luz del sol apura el comienzo del día en Aguada Guzmán, un paraje de la Línea Sur (a 170 km de Roca) en el que viven poco más de 150 personas y que hoy amaneció más ventoso que nunca. Afuera hay tanta tierra suelta que nadie sabe de dónde salió o, peor aún, dónde terminará. Y todo indica que en realidad no hace frío porque tampoco parece necesario: el viento ya es suficiente para confirmar que no siempre la Patagonia es encantadora. Tampoco hoy. De todos modos, un consuelo: por suerte hay sol y por suerte va a durar bastante, aunque no sea esa la luz que se espere con más ganas por aquí. «Esa» recién aparece cuando el pueblo se está quedando a oscuras. Es que el generador de energía que abastece al paraje funciona entre las 19,30 y las 23.30 transformando a esas cuatro horas en las únicas en las que hay electricidad y, por ende, en las más intensas de la jornada. En ese tiempo muchos aprovechan para planchar, lavar, escuchar música, mirar tele, ver películas y hacer esas cosas que en general no tienen horario fijo. Excepto aquí. Y todo se hace rápido, sin detenerse demasiado. Algunas familias hasta se organizan y ponen en práctica aquello de la división del trabajo: mientras unos hacen una cosa otros aprovechan para hacer otra y así el tiempo rinde más.

Y también están los que sufren: son los que se engancharon con una buena película o un partido de fútbol y están todo el tiempo rogando

que la aguja no pase nunca. O, por lo menos, no hasta enterarse quién era el asesino. O ver quién ganó. O quién hizo el gol. Pero de golpe el reloj llega al horario más odiado y no respeta guiones ni pasiones desbordadas. Son cuatro horas que inevitablemente se cumplen y todo vuelve a la oscuridad. Hasta el próximo día.

Cuando ello ocurre el único lugar del pueblo que sigue iluminado es la escuela, gracias a un generador eléctrico propio y que por aquí cuidan como si fuera un tesoro. Es que en verdad lo es.

La Escuela 194, El Maruchito, fue creada en 1955 y a sus cuatro costados creció Aguada Guzmán. Las primeras casas del pueblo se construyeron una vez que la escuela estuvo en funcionamiento y albergaron a las familias que traían desde cientos de kilómetros a los chicos a estudiar. Funciona así: entre marzo y diciembre los padres se quedan en el campo trabajando y las madres viajan al pueblo con los chicos para acompañarlos mientras estudian. Sólo se reencuentran durante los fines de semana o en las vacaciones. Son familias que encontraron una rara forma de estar juntas pese a la distancia. De entrar al sistema educativo, aunque sea a costa de estos sacrificios. De sentirse parte de algo que en realidad no hace demasiados esfuerzos por retenerlos. De hecho, ninguno. Pero aquí todos lo repiten con orgullo: primero fue la escuela y después la comunidad. Y ambas crecieron juntas. Hoy, 50 años después, la historia es la misma: no existe una sin la otra.

 

La misma historia

 

El que abre las puertas de la escuela y recibe con una sonrisa franca y permanente es Gustavo González, un maestro cordobés que hace trece años eligió este lugar y que desde hace no mucho es el director del establecimiento. Allí, en la misma escuela, vive junto a su esposa Teresita, también docente, y sus tres hijos. La pareja se enamoró en Villa Dolores cuando estudiaban y luego, recién recibidos, emprendieron el camino hacia el sur.

Primero fue Roca y luego quedaron encantados con Aguada Guzmán. Allí nacieron sus hijos y de allí no se irían nunca. Pero saben que eso es imposible. «Lo que pasa es que no queremos separarnos de nuestros hijos cuando vayan al secundario como les pasa a casi todas las familias de aquí. Y para eso tenemos que irnos, no nos queda otra. Por otra parte sentimos que ya hicimos todo lo que nos habíamos propuesto, cumplimos nuestro ciclo», dicen.

Se los ve jóvenes y con ganas. Conscientes de que van por el buen camino. Ya sin esas dudas que tenían los primeros días. Cuando llegaron y por falta de espacio debían dormir en un depósito de adobe destinado a guardar la mercadería. Cuando la electri

cidad se generaba a través de una vieja batería en la que nadie podía confiar y el agua potable llegaba desde Roca porque la perforación otra vez tenía problemas. «En esa época nos comunicábamos por una radio, ahora por lo menos hay teléfono en e pueblo, estamos un poquito mejor que antes», cuenta Gustavo con la autoridad del que conoce de sacrificios: de chico debía recorrer todos los días a caballo más de seis kilómetros para ir a la escuela primaria. Y casi nunca faltó a clases, recuerda.

«Vivíamos en Médano y hacíamos el trayecto con mis hermanos, siempre. Pero, en verdad, no siento que ese haya sido un sacrificio, acá hay gente que al comienzo de todo hacía la misma distancia, pero a pie. Al principio la vida en esta zona fue dura, pero con el tiempo nos fuimos adaptando. Nuestra estrategia fue mantenernos ocupados, crear proyectos. Luego surgió lo de la jornada extendida en la escuela, de la mañana a las cuatro de la tarde, y ahora estamos convencidos que esta es una alternativa a esa escuela tradicional que no le está dando respuestas a la sociedad», explica.

El trabajo que hicieron fue lento y sistemático. Y también fue exitosísimo. «Lo que quisimos fue que la escuela se involucre con la comunidad, que no sea una institución separada del lugar donde está. Hay una decisión nuestra de que ellos participen, por eso nuestro hincapié en los talleres. La comunidad también puede enseñar, sólo hay que respetar los valores y conocimientos que ellos tienen», explica el maestro y, sin abandonar nunca el espíritu pedagógico, agrega: «Actualmente hay talleres de carpintería, huerta, danzas folclóricas, costura y tejido, radio y artesanías. Algunos son dictados por propios padres del lugar y otros por ex alumnos. Ahora logramos que el gobierno nos reconozca los sueldos de algunos talleristas. A la mañana brindamos los contenidos curriculares, los chicos almuerzan con nosotros y a la tarde asisten a los talleres».

 

Mi mamá, mi maestra

 

Florencia es una madre-docente. Está a cargo desde hace unos meses del Taller de Tejido y ahora enseña con orgullo una de sus creaciones: el Latero. Una especie de bolsa de lana que usan los esquiladores para guardar las monedas con las que luego reclaman el pago por su trabajo. Florencia es una mujer amable y tranquila. Una ama de casa que no necesita muchas palabras para mantener a su clase en orden. «Ahora hagan como yo y cosan por ahí abajo. Tiene que quedarles así ¿ven?». La clase: «¿Así está bien?». Ella, otra vez: «Así está perfecto».

Los chicos no parecen necesitar demasiadas explicaciones. Miran, copian y aprenden. A un costado se amontonan varias fundas de almohadones y carteras que fabricaron en los últimos meses y que todavía no saben qué destino tendrán.

Para Gustavo todo esto es importantísimo: «Son conocimientos que tienen ellos y esta es una forma de que los compartan con todos los chicos, de transmitir oficios, de empezar a dejar atrás el asistencialismo y valorar la cultura del trabajo». Y de eso se trata. De revalorizar. De aprender a mirar y saber a quién imitar. De encontrar modelos allí donde el resto no mira ni escucha. Ni buscaría jamás.

Seguramente ese es el mayor logro de esta escuela. O como dice Gustavo: «Te acepto que estamos lejos de todo. Acá no hay adelantos tecnológicos, no hay luz en casi todo el día, ni siquiera hay celulares. Estamos lejos de eso, pero estamos cerca de un montón de otras cosas. Del trato con la gente, de la relación con el alumno, de los problemas más concretos, de los valores, de los afectos y te juro que prefiero esta distancia, toda la vida».

Lejos de todo, Aguada Guzmán y su escuela parecen detenidas en el tiempo. La meseta se extiende hasta el infinito y aquí todo es marrón y amarillo. Nada más. El verde aparece con la misma frecuencia que los milagros y a su ausencia ya parecen todos acostumbrados. Ahh…y además hay viento. Mucho y todo el tiempo, aunque los chicos que ahora juegan en el medio de la calle no le presten demasiada atención. «Acá siempre es así, siempre hay viento. Todo el tiempo, pero nosotros ya estamos acostumbrados, no nos molesta para nada», dicen con gesto adulto y pocas palabras. Lo único que resta es imaginarselo. Viento. Sólo viento. Día y noche. Día y noche. Día y noche. Día y noche.

Un homenaje de Filmus y otro de Maradona

Del ministro al ídolo. A Gustavo el reconocimiento le llegó todo junto y con pocas horas de diferencia. El viernes 9 de septiembre se levantó más nervioso que nunca y desayunó apurado. En pocas horas, el ministro de Educación Daniel Filmus le entregaría un premio por su trabajo comunitario en Aguada Guzmán junto a otros 23 maestros de todo el país que hacen un trabajo parecido. «Para mí fue muy importante porque justamente Filmus es un tipo que yo admiro mucho. Mi nombre salió elegido es una selección de toda la provincia. Fue así que recibí el reconocimiento de Nación, justo para el Día del Maestro», explica y sabe que la otra pregunta es inevitable. ¿Y Maradona? «Y… lo del Diego fue como una yapa bárbara. Enterados del acto en el ministerio, la producción de La Noche del 10 armó un homenaje en el programa. Pese a que contacto con él sólo tuvimos durante los minutitos que salimos en vivo- es que había como una muralla y fue imposible charlar con él, sacarnos una foto o que nos firme una pelota- la verdad es que se portaron bárbaro. En el programa todo estaba como muy organizado: la hora a la que teníamos que estar, el lugar donde debíamos esperar, la ropa que debíamos usar, lo que podíamos hacer…Y participar de todo eso fue un regalo que no hubiera esperado jamás. Estar ahí con Diego y, en realidad, pensar en los chicos y en el pueblo, que en definitiva es por ellos que uno estaba allí. Fue uno de esos días que nunca me olvidaré», dice Gustavo y se queda pensando: «De todos modos todavía sigo esperando la biblioteca que me prometieron para la escuela y que nunca llegó».

Huerta, tejido, carpintería y radio en el aula

«Lo de los talleres es muy importante porque a veces la escuela es la única forma que muchos tienen de relacionarse con otra realidad. Muchos conocieron la tele acá, por ejemplo. No tienen energía durante casi todo el día, no tienen agua potable y deben acarrearla de los jagüeles, no conocen las verduras, imaginate lo que es un yogur en el lugar. Si la escuela no se los da, directamente no lo conocen», cuenta Gustavo, y recuerda: «Hace un tiempo hicimos un viaje a El Bolsón y los chicos nos preguntaban qué era esto, y era una banana. Nosotros en el invernadero pusimos melones y no los conocían. No saben lo que es un morrón o una berenjena. Pero todo es obvio porque jamás tuvieron acceso a estas verduras. En los parajes, lo único que llega son papas o zapallos, si es que llegan; sino la única alimentación es el capón o el cordero, nada más. La escuela es la encargada de ofrecerle estos conocimientos que ellos no tienen, por lo tanto la huerta es un experimento que se hace para que los chicos conozcan distintas verduras y puedan consumirlas».

¿Y la radio?. «Con la radio pasa algo parecido. Nos interesa que aprendan a desenvolverse, a comunicarse, a decir lo que piensan, a escucharse. Muchos de ellos deben salir del pueblo a ciudades más grandes y a veces eso puede ser muy traumático, por eso la radio puede ayudarlos. Lo importante es que ellos hacen la producción, son los locutores, los operadores, etc. El radio que cubrimos es de 40 km y a veces los chicos les mandan mensajes a sus papás pidiéndoles carne o leña. Hay gente a la que esto le causa gracia, a nosotros ni a ellos no: esta es su realidad. Y así lo vivimos».


Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios