La firma

No importa tanto la ley que salió; importa la firma del presidente. El proyecto de ley de competitividad enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso de la Nación desnudó en su totalidad la situación de la Argentina, los condicionamientos que regulan la voluntad presidencial. Me refiero al «proyecto», esto es a la intención del presidente. Aquel proyecto original prueba una casi total incompatibilidad entre las instituciones republicanas, ( por cierto muy desprestigiadas, por distintas razones) que se asientan en la división y el equilibrio de los Poderes del Estado; y el poder económico de los mercados, en especial el financiero acreedor extranjero. El análisis objetivo de ese desacople contradictorio permite entender que el presidente De la Rúa (un hombre de quien se alabó durante mucho tiempo su condición de jurista, respetuoso de la Ley y la Constitución) haya enviado al Legislativo, con su propia firma, un proyecto absolutamente inconstitucional de delegación de súper poderes, que se depositarían en el Ejecutivo que él ostenta.

De hecho la intención inicial del presidente implicaba la usurpación casi total de los poderes constitucionales del Congreso, aunque éste la consintiera. La atenuación de alguna de esas concesiones de atributos legislativos en las «negociaciones» entre los legisladores nacionales y el ministro de Economía Dr. Domingo Cavallo, no quita un ápice a la intencionalidad original. Esta es de tal magnitud, que el «lavado» morigerador del Congreso resulta notoriamente insuficiente. Las facultades que el presidente ha requerido eran de una amplitud y profundidad sin antecedentes en la historia de los gobiernos constitucionales argentinos. El presidente podría dictar cualquier norma de rango legislativo que tuviera algo que ver con «la actividad económica» : por ejemplo, desde la aniquilación de todo el sistema previsional y de seguridad social vigente, la eliminación de la legislación laboral para vastos sectores de la sociedad, la modificación del Código Civil y del Código de Comercio, la privatización total del sistema de salud y del régimen universitario estatal, incluyendo su desaparición, de la Aduana y de la DGI, hasta la derogación de tratados internacionales como el Mercosur, la disolución de todos los ministerios y la intervención de todas provincias.

Con este proyecto el Presidente podía también implantar un régimen soviético y la instauración de la propiedad estatal de los medios de producción económica. Eso, desde luego, es impensable, pero una lectura simple de un inciso del proyecto admitiría ese delirio, para el caso no tan impensable que, preso de algún consejo juguetón de su entorno, abruptamente el presidente asumiera la ideología marxista. Parece ser más presumible que su intención fuera la implantación de un capitalismo feudal, la utopía del autoritarismo del acreedor, una nueva forma de régimen que desplaza la soberanía de los ciudadanos para participar en las decisiones que hacen a su economía.

Una interpretación literal y en abstracto del proyecto firmado por el Dr. De la Rúa convertiría a los legisladores en auténticos «ñoquis». Nada importante les hubiera quedado por legislar, por lo que en ese caso, el «gasto político» (un nuevo concepto producido por los defensores del Mercado, para referirse al presupuesto que demandan las cámaras del Congreso, las legislaturas y concejos deliberantes de todo el país, y los dirigentes de los partidos políticos), bien podría ser totalmente ahorrado.

Por cierto, la ley que el presidente pretendía que se dictara era groseramente inconstitucional. El mismo Dr. Fernando De la Rúa alegó que va a hacer un uso mesurado de tan impresionante poder. Pero el Estado de Derecho no admite las promesas de carácter personal de los mandatarios.

El perjurio (el presidente juró por Dios, la Patria y los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes) o, más secularmente, el falso testimonio, es lo menos que se le podría adjudicar a tal acto. En una afirmación de máxima le correspondería una sentencia severa y ortodoxa, incluyendo la figura de «traición a la Patria» en grado de tentativa. En una de mínima, la expulsión del Colegio Público de Abogados de Buenos Aires.

Porque es en efecto asombroso que este proyecto de ley fuera suscripto por un abogado graduado y titular de una cátedra universitaria. No lo podría firmar, por su abierta contradicción con el sistema republicano, un correcto alumno de Instrucción Cívica de un colegio secundario. Las profesiones liberales ejercen cierto inconsciente reflejo en los profesionales, lo que les impone un rechazo a la violación burda de las reglas del arte aprendidas en la Universidad. Que un abogado haya puesto su firma a este proyecto es tan esquizofrénico como pensar que un cirujano para operar una apendicitis aguda le dé noventa y siete puñaladas en el pecho a su paciente. Obviamente, no es el caso. Pero podría considerarse que una situación de la naturaleza que hemos descripto sería la aplicable (de regir ese tipo de hermenéutica constitucionalista, como ocurre en casi todos los países democráticos desarrollados del mundo).

Alegar que se trataba de un proyecto sujeto a negociación es endeble argumento: el tratamiento de las leyes en un sistema democrático serio no puede asimilarse a un mercado persa, donde se pide cien para terminar aceptando diez.

La cuestión política institucional tiene, desde luego, un subsuelo mas complejo que el del obvio desprecio por las formas constitucionales que brilla en la iniciativa presidencial. Mercados contra partidos politicos: he ahí una contradicción confusa que se ha instalado desde hace un tiempo en la sociedad. En realidad tanto los representantes de unos como de otros hacen política, en el sentido de buscar, conservar o influir en el ejercicio del poder público. Claro está que ello se debe a la muy crítica situación que enfrenta la Argentina de la depresión (como admitió recientemente el ministro Cavallo, que ha sido el principal inspirador de la delegación de facultades extraordinarias, aunque está claro que la instigación proviene de poderes no tan individualizables en personas de carne y hueso) Y se debe sobre todo al problema del pago de los servicios de la deuda externa, siempre creciente. Por otra parte, tanto «economistas de mercado» como «políticos» ( falaz dicotomía) no han podido demostrar a la ciudadanía que estén en condiciones de superar la grave situación planteada. Esta relación de fuerzas, hoy muy desigual, atento a la débil y sospechosa resistencia de los políticos, y los desajustes institucionales al borde de la ruptura, son los parámetros que permiten a algunos extremistas reclamar la virtual desaparición de las cámaras del Congreso, que el proyecto original del presidente estaría admitiendo.

Estamos entonces frente a una situación que bordearía el concepto de golpe de Estado elaborado por la ciencia política clásica: la violación deliberada de las formas constitucionales por un gobierno, una asamblea, o un grupo de personas que detenta la autoridad. El golpe de Estado por antonomasia es el concretado por Luis Bonaparte, en 1851, cuando dio el golpe de gracia a la II República, de la que él mismo era presidente, y logró proclamarse nuevo emperador de Francia. Las razones alegadas son siempre las mismas, con matices: circunstancias excepcionales, razones de Estado, salvación de la Nación… Los resultados, según lo demuestra la experiencia argentina, son desalentadores.

La situación planteada, de hecho, es muy delicada, mas allá de la caracterización teórica que intente encuadrarla. Pero ninguna emergencia, por dura que ella sea, admite en una democracia soluciones al margen de los propios remedios que la Constitución y las leyes prevén, y que impliquen, implícita o explícitamente, el quiebre del Estado de Derecho, aun estando tan deteriorado como ya se encuentra.

En todo caso, lo que se impone, si los responsables de la crisis (que no es la desorientada ciudadanía en su conjunto, sino unas pocas personas) no recuperan la sensatez y la cordura.


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