La fuerza de la voluntad

Por James Neilson

Lo mismo que aquellos jueces que creen que la mejor forma de defender a la gente contra la rapacidad de empresas chupasangre consiste en prohibirles aumentar los precios, costumbre que hasta el caudillo bonaerense Eduardo Duhalde ha censurado por demagógica, el presidente Néstor Kirchner parece convencido de que en última instancia el bienestar dependerá de su negativa a ceder frente a las presiones de los acreedores, las petroleras y cualquier otra persona o entidad que se muestre reacia a obedecerle. Tal postura le ha resultado muy provechosa en términos políticos, pero no es demasiado probable que, por férrea que resulte ser la voluntad presidencial, sirva para rescatar a los habitantes del país de las garras del mercado. Antes bien, si la experiencia nacional e internacional en dicha materia nos enseña algo, esto es que los intentos gubernamentales de manejar la economía como si estuvieran al mando de una inmensa empresa privada casi siempre resultan contraproducentes, pero tan fuerte es el deseo de que por fin un gobierno consiga forzar a los empresarios a comportarse mejor, que por ahora Kirchner cuenta con el respaldo de buena parte de la población que, según parece, confía en que la petrolera estatal que acaba de improvisarse asombrará a todos por su eficiencia.

Se trata de un nuevo episodio, por fortuna menor, en la lucha larga y a menudo trágica de los políticos contra el mercado, aquel monstruo desalmado e imprevisible cuya conducta supuestamente arbitraria indigna a los moralistas desde los tiempos bíblicos. Hasta hace muy poco, los políticos o sus equivalentes, los reyes, ganaban casi todas las batallas, encarcelando y a veces ejecutando a comerciantes codiciosos y a especuladores. Por desgracia, el resultado principal de sus triunfos fue la miseria generalizada. Andando el tiempo, empero, en el Reino Unido y los Países Bajos, algunos optaron por convivir con la bestia, una decisión que determinaría el rumbo que tomaría la historia.

Con todo, aunque pronto se haría evidente que sólo el mercado libre estaría en condiciones de generar riqueza en una escala que ni Creso hubiera podido imaginar, también lo sería que los costos sociales de dejar absolutamente todo en sus manos resultarían colosales, razón por la cual los muchos fracasos de los dirigistas impresionaron menos que sus pocos éxitos. El que haya disfrutado de un buen año una empresa estatal francesa, digamos, será considerado por millones de intelectuales progresistas tanto aquí como en Europa, el Japón y Estados Unidos como más que suficiente como para contrapesar cualquier cantidad de desastres protagonizados por burócratas deseosos de mostrarse superiores a los ejecutivos arrogantes del sector privado.

El esfuerzo más denodado por subordinar lo económico a lo político a fin de «ponerlo al servicio del hombre» fue el emprendido por los comunistas. Estaban tan resueltos a derrotar al mercado, que no vacilaron en sacrificar a decenas de millones de personas en el intento. Sin embargo, a pesar de su fracaso, son muchos los que, si bien nunca pensarían en asesinar a nadie en aras de una teoría socioeconómica, creen que en el fondo los comunistas tenían razón, que hay algo inenarrablemente perverso en la idea de una sociedad regida por el dinero y que por lo tanto es necesario procurar combatirla. Entre los que piensan de tal forma no sólo están izquierdistas que sienten nostalgia por la Unión Soviética, sino también el Papa y desde luego la mayoría de nuestros políticos. Exageraba Ricardo López Murphy cuando dijo que en la Argentina la guerra ideológica había sido ganada por los admiradores de Mao Tsé-tung, pero no cabe duda de que en este momento los amigos del capitalismo liberal constituyen una minoría bastante pequeña.

La reputación pésima del capitalismo liberal en estas latitudes y en muchas otras no puede atribuirse a que haya resultado ser menos productivo que otros esquemas. En el ámbito así supuesto, sencillamente no tiene rivales. Para colmo, como insisten en recordarnos aquellas consultoras que elaboran listas de países ordenados conforme al grado de libertad económica imperante, es innegable que cuánto más libre esté el mercado, más rica será la sociedad correspondiente. Aún más llamativo, si cabe, es la relación entre el capitalismo liberal y la justicia social: los países más celebrados por su respeto por el mercado, como Suiza, también propenden a ser los más igualitarios. Que éste sea el caso puede considerarse una paradoja o una contradicción flagrante, pero mal que les pese a los cruzados que día a día embisten contra el «neoliberalismo», esto no significa que no sea cierto.

¿A qué se debe la resistencia virulenta y casi universal a reconocer esta verdad comprobable? En parte, al carácter mismo de la política. Por motivos comprensibles, a los «dirigentes», hombres y mujeres que por su oficio se ven constreñidos a proclamarse capaces de repartir beneficios y de solucionar problemas, les cuesta confesar que a todos les convendría que desistieran de intentar desplazar a los empresarios. De modo similar, muchos intelectuales creen, como Platón antes de poner sus teorías a prueba en Siracusa, que gracias a su propia sabiduría lo natural sería que ellos se encargaran de asegurar que su país tuviera un buen gobierno y una economía floreciente. Escasean los que supongan que un día podrían tener una oportunidad para intentar hacerlo, pero tal detalle no es óbice para que muchos hablen como si nada les pareciera más lógico y que por lo tanto critican con ferocidad a quienes en su opinión han usurpado su hipotético lugar.

En el mundo entero, pues, una alianza informal de políticos, funcionarios, religiosos, intelectuales y periodistas se dedica a atacar el capitalismo liberal, denunciándolo por no haber beneficiado enseguida a todos, por la frecuente vulgaridad de sus productos -tanto izquierdistas como conservadores suelen sentirse ofendidos por la naturaleza democrática del mercado- y por la pasión indisimulada por el lucro de los capitalistas más notorios. Tan vigorosas y tan elocuentes han sido las diatribas que durante más de un siglo fueron pronunciadas por los decididos a matar el capitalismo liberal de una vez, que es un auténtico milagro que haya logrado no sólo sobrevivir sino también adquirir sus proporciones gigantescas actuales. Tal hazaña no fue posibilitada por la contundencia verbal de los defensores del sistema, los que, como señaló con tristeza López Murphy, se han visto derrotados rotundamente en el plano teórico, sino por el hecho aberrante de que funcionó mucho mejor que todas las alternativas que se han ensayado. En efecto, de no haber sido por la indiscutible superioridad práctica del capitalismo liberal, a nadie se le hubiera ocurrido probar jamás un esquema que, a diferencia de los demás, no precisa de una jerarquía de líderes y no es fruto del magín de alguno que otro sabio o profeta.

En la Argentina y en el resto de América Latina, se ha hecho habitual dar por descontado que en los años noventa el capitalismo liberal sufrió una derrota decisiva y que en consecuencia sería mejor que no volviera a mostrar su cara en la región. Tal interpretación, reivindicada una y otra vez por Kirchner y sus colaboradores, se basa en el presupuesto de que se trataba de una alternativa entre varias, cada una con sus ventajas y sus desventajas. ¿Es así? No se dan motivos para creerlo. En esta etapa de la aventura humana, la opción no es entre el capitalismo liberal y un sistema presuntamente más benigno pero a la larga igualmente eficaz sino entre emprender los cambios que serían necesarios para instalarlo para que todos puedan disfrutar de un nivel de vida adecuado y aferrarse a un status quo que, si bien es agradable para una minoría muy pero muy pequeña, priva al noventa por ciento de la población del país de cualquier posibilidad de acceder a lo que hoy en día suele considerarse una existencia «normal».


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