La furia de los rezagados

Por James Neilson

El rencor antinorteamericano que se ha difundido por el planeta se debe en buena medida a que casi todos se creen con el derecho de compartir los beneficios materiales que disfrutan tantos habitantes de la superpotencia, pero se resisten a adoptar los métodos que lo han hecho posible. Los norteamericanos mismos han contribuido más que nadie a propagar esta ilusión. Sus propias modalidades les parecen tan naturales, tan humanas, que pocos entienden lo difícil que es exportarlas. Por el contrario, por ser la suya una civilización comercial en la que vender es un deber primordial, se dedican a proclamar a los cuatro vientos las ventajas de norteamericanizarse sin preocuparse por el hecho de que para muchos los cambios así supuestos resultarían traumáticos. Además, les gusta insinuar que en verdad todo debería de resultar muy pero muy sencillo, lo cual, desde luego, sólo sirve para intensificar la frustración que sienten quienes tratan de aplicar sus recetas pero que lo hacen de manera tan superficial que los resultados no guardan relación con las expectativas.

Aunque muy pocos manifestarían su desprecio por «el estilo norteamericano de vida» con la misma brutalidad que los islamistas que mataron a miles de personas en Nueva York y Washington, en todas partes pueden oírse voces conservadoras, sean sus dueños defensores de «modelos» corporativos o paladines del marxismo decimonónico, que a su modo ensalzan o, cuando menos, «comprenden» la hostilidad de Osama ben Laden. Aunque las más estridentes proceden de los países musulmanes, muchos latinoamericanos y europeos, sobre todo de la franja mediterránea, concuerdan en que en última instancia los máximos responsables del ataque eran los norteamericanos mismos, que en el fondo se trataba de una represalia acaso exagerada.

Quienes piensan así no se equivocan por completo. Estados Unidos es el resultado más impresionante de las fuerzas que fueron desatadas por la Ilustración europea de hace tres siglos. Representa mejor que ningún otro país o grupo de países la fase actual de un proyecto esencialmente dinámico que, además de crear, destruye. Al negarse a respetar la autoridad decisiva de sacerdotes y monarcas hereditarios, los filósofos de aquel entonces pusieron en marcha una serie de transformaciones que serían a la vez irresistiblemente atractivas y sumamente perturbadoras. Ultimamente, la velocidad del cambio se ha acelerado. La «globalización» no es fruto de un plan magistral confeccionado en Washington, sino de un conjunto de avances científicos y tecnológicos que ya nadie en ninguna parte está en condiciones de controlar pero que, huelga decirlo, tiene consecuencias concretas que son idénticas a las que provocaría una estrategia imperial meticulosamente preparada y llevada a la práctica.

Hasta ahora, en los países «centrales» que se adaptaron temprano a las fuerzas desencadenadas por los pensadores que, inspirándose en precursores griegos de más de dos milenios antes, las tensiones producidas por el cambio incesante han sido manejables. Aunque muchos obreros poco calificados, sus hijos y, por supuesto, inmigrantes semianalfabetos originarios de países atrasados, se han visto empobrecidos por los cambios incesantes que privilegian a los mejor preparados, más inteligentes, vigorosos, astutos o meramente afortunados en desmedro de quienes no poseen las cualidades necesarias para triunfar, en aquellos países aún se impone la convicción de que andando el tiempo tales distorsiones se corregirán.

En el resto del mundo, empero, las repercusiones de las oleadas repetidas de cambio han sido tan violentas y caóticas, que predomina el desconcierto. Entre los peor afectados han estado los países musulmanes. No les es dado emular a los occidentales en el plano material sin hacer de la religión un asunto privado, exigencia ésta que es incompatible con el Islam. Además, la «explosión demográfica» de las décadas últimas ha llevado a un superávit enorme de jóvenes lo bastante instruidos como para sentirse terriblemente decepcionados por el futuro que les espera, pero no lo suficiente como para trasladarse a un país o enclave próspero.

Pues bien: América Latina también se ve frente al mismo dilema que tanta angustia está provocando en los países del mundo islámico: para «modernizarse», tendrá que emprender reformas que sean muchísimo más radicales de lo que los optimistas de antes suponían, lo cual significaría pisotear una multitud de intereses creados de toda clase que están profundamente arraigados, pero a menos que lo haga nunca gozará de los abundantes beneficios materiales que sólo puede generar el capitalismo liberal. Por lo pronto, el estado de las sociedades latinoamericanas parece ser incomparablemente más promisorio que el de otras que suelen incluirse en el «Tercer Mundo», pero de instalarse la certeza de que, pase lo que pasare, ningún país de la región conseguirá «desarrollarse» jamás, aunque sólo fuera porque las naciones avanzadas continuarían enriqueciéndose a un ritmo llamativamente más rápido, ampliando de esta forma una brecha que ya es humillante, esta situación se modificará.

En tal caso, muchos no sólo insistirían en abandonar una carrera que a su juicio no tendría sentido, sino que también caerían en la tentación de querer frenarla por los medios que fueran. Es lo que ha sucedido con los «islamistas»: a sabiendas a partir del colapso ignominioso del «socialismo árabe» que disfrutó de cierta popularidad en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, de que les será inútil intentar competir con el Occidente en el terreno económico, para no hablar del científico, decidieron restaurar las reglas que habían imperado mucho antes de que los europeos y sus parientes norteamericanos acordaran, por motivos muy razonables, que en adelante todo se subordinaría a lo económico y que la libertad del individuo era más valiosa que las proezas nacionales colectivas, impulsando de este modo prioridades novedosas que, para asombro de los autoritarios, no los debilitaron sino que sirvieron para hacerlos mucho más fuertes.

Tanto en los países musulmanes como en América Latina, la oposición a las fuerzas innovadoras liberadas por la Ilustración está encabezada por el clero, con la diferencia de que mientras que los ayatollah y mullah ya rechazan de forma terminante la idea misma de la «modernización» y están dispuestos a prescindir de los bienes de consumo que ofrece, sus equivalentes cristianos son ambiguos: insisten en que todos deberían recibir su parte de la bonanza, pero con escasas excepciones se oponen a las reformas que posibilitarían su creación. Si bien dicha contradicción ha ayudado a impedir que en América Latina se hayan formado movimientos importantes que sean radicalmente contrarios a «la sociedad de consumo» tan típicamente occidental, también ha aportado a la confusión. Por cierto, la retórica de muchos políticos, incluyendo a «progresistas» presuntamente agnósticos o ateos, se ha visto afectada por la prédica clerical, de ahí el carácter resueltamente abstracto y moralizador de sus declaraciones.

Por terrorífico que haya resultado el planteo de Ben Laden y sus muchos socios, no cabe duda de que representa una «alternativa». El sueño de regresar a las raíces, de crear «un califato» regido por puritanos, de atacar de forma devastadora a la nueva Babilonia que es Estados Unidos, de confiar en que el heroísmo y dureza de quienes rechazan el materialismo resulta ser más fuerte que toda la tecnología impía del Occidente degenerado, ya ha seducido a millones de personas en los países árabes, Asia Central y Pakistán. Que lo haya hecho no debería extrañarnos. ¿Cuántos argentinos sienten admiración por el «Che» Guevara? ¿Cuántos jóvenes obligados a elegir entre una vida banal y pobre sin propósito evidente por un lado y, por el otro, aquella de un guerrero respaldado por siglos de tradición, no vacilarían en optar por la segunda? Hoy en día, es habitual subestimar lo fuerte que puede resultar el atractivo de una causa al parecer épica. También lo es dar por descontado que lo que virtualmente todos quieren es «la paz», aunque la historia violentísima del género humano nos enseña que es más «normal» que un joven sin perspectivas se imagine un soldado en las filas de alguien como Ben Laden si es un musulmán, o de un caudillo como Hitler, Stalin, o Guevara si es un occidental (los detalles ideológicos importan poco), de lo que es que se resigne mansamente a la impotencia total.


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