La gran ilusión de turno
Por James Neilson
Sería sin duda bueno que todos los gobernantes estuvieran dispuestos a asumir plena responsabilidad por los frutos de sus labores y actuar en consecuencia, pero sucede que en la mayor parte del mundo los más prefieren atribuir a otros el estado de su jurisdicción, el que por lo general es calamitoso. Tal actitud puede comprenderse. Por ser el oficio del político, trátese de un demócrata civilizado o de un tirano criminal, tan ferozmente competitivo, es natural que sus practicantes se esfuercen por hacerle creer a la gente que los éxitos se han debido a su propia sabiduría y los fracasos, a las malas artes de enemigos aviesos. De más está decir que si los éxitos escasean y abundan los fracasos, el problema planteado es enorme. En la situación así creada, los gobernantes no tendrán más alternativa que la de repartir las culpas con tanta generosidad que no les quede ninguna, pero si bien tal táctica puede resultar provechosa en el corto plazo, en el largo suele ser contraproducente porque, además de depender de un análisis forzosamente tendencioso de la realidad, brinda a los acusados de provocar los desastres más recientes una multitud de motivos para querer desquitarse.
Un gobernante democrático que ha elegido hacer de su propia inocencia la base de su gestión propenderá a ser reacio a dejar atrás la etapa denunciatoria para comenzar a gobernar en serio. Mientras no haya impulsado cambio alguno, denunciarlo por sus errores de comisión resultará difícil, pero en cuanto trate de hacer algo positivo, los demás se solidarizarán con los perjudicados que, en una sociedad en crisis, serán con toda seguridad muchos. Sin embargo, por vehementes que sean los políticos cuyo poder se alimenta de su voluntad de ensañarse con los presuntos culpables de las desgracias comunes, no les es dado frenar la marcha del tiempo. Bien manejadas, las quejas furibundas por la atroz herencia recibida pueden mantenerlos ocupados durante medio año o incluso nueve meses, como en el caso del presidente Néstor Kirchner, pero sorprendería que resultaran ser suficientes para llenar una gestión de cuatro u ocho años. Aun cuando el santacruceño opte por no arriesgarse, pues tarde o temprano llegará el día en el que el pueblo, tan amnésico como él mismo, le achacará la condición nada satisfactoria del país.
A esta altura Kirchner sabrá muy bien que para que la Argentina salga de la cárcel económica que le significa el default le será necesario tratar un tanto mejor a los acreedores. Aunque fueran todos unos imbéciles miserables por haber confiado en un gobierno peronista encabezado por un riojano y en leyes aprobadas por el Congreso, esto no querría decir que fueran tan impotentes como parece imaginar y que por lo tanto pudiera dedicarse a insultarlos con impunidad. Tampoco le convendría insistir demasiado en que el haber invertido en el país antes de su llegada fue una idiotez. Si bien Kirchner y sus allegados saben que sería una locura comparar a los gobernantes peronistas de la década de los noventa con los del 2004, en el exterior, un lugar poblado de ignorantes que ni siquiera intentan distinguir entre menemistas y kirchneristas, la diferencia no parece ser tan evidente, de suerte que sus advertencias en torno de los peligros de poner dinero al alcance de nuestros políticos podrían prestarse a algunas interpretaciones equivocadas.
Extrañaría que a Kirchner no se le hubiera ocurrido que hasta una quita del 50 o del 30% sería mucho menos penosa para el país de lo que sería pagar año tras año los costos del aislamiento que le supondría aferrarse, pase lo que pasare, al 75% -en verdad, más del 90%- que ha propuesto. Sin embargo, parecería que se ha convencido de que su popularidad depende en buena medida de su «dureza» frente a quienes, conforme a su teoría, son responsables de casi todos los males del país y de que si flaqueara ahora, el poder que se las ha ingeniado para construir se desplomaría como un castillo de naipes.
Así las cosas, se ve frente a un dilema muy desagradable. Como tantos otros mandatarios nacionales, ha de elegir entre el realismo económico por un lado y el político por el otro. La dicotomía entre ellos está en la raíz de la evolución desastrosa del país: desde hace por lo menos sesenta años, los gobiernos «populares» han elegido anteponer sus necesidades políticas al buen sentido económico, fuera éste de derecha, de izquierda o del centro. Puesto que en dicho lapso los presuntos costos políticos de las reformas precisas para que el país se modernizara no dejaron de aumentar, la situación en la que se encuentra Kirchner dista de ser cómoda.
Es por lo tanto en cierto modo lógica su voluntad de seguir postergando las negociaciones con «el mundo» sobre lo que podría hacerse para solucionar el problema planteado por el default. Ya que todo hace suponer que su programa de gobierno, por llamarlo de algún modo, se limita a enfrentarse con una alianza maligna conformada por menemistas, economistas neoliberales, dirigencias miopes de los años noventa, el FMI, el G7 y, desde luego, los buitres acreedores, lo que más le gustaría sería perpetuar el momento actual, estirando la etapa denunciatoria de su gestión hasta por lo menos el 2007. Aunque para la Argentina sería sin duda alguna calamitoso perder más años lamentando lo malévolo que es el mundo en el que le ha tocado vivir y protestando contra la negativa de los líderes de los países ricos a reemplazar sus malditas ortodoxias por las ideas favorecidas por los progres peronistas, desde el punto de vista del gobierno sería espléndido que sus compatriotas colaboraran con dicha «solución» de los problemas nacionales.
La historia reciente del país ha sido jalonada por una serie de nuevos despertares en los que una mayoría aparente se dio cuenta, sin manifestar sorpresa, de que durante varios años había sido víctima de una ilusión colectiva infantil, se haya tratado de Juan Domingo Perón, el Proceso militar, Raúl Alfonsín, Carlos Menem o la Alianza que aupó a Fernando de la Rúa. Sería de suponer, pues, que las tesis esgrimidas por Kirchner merecerían cierto escepticismo, pero parecería que la mayoría sigue estando tan resuelta como siempre a dejarse engañar por la gran esperanza de turno, de ahí la popularidad de un presidente comprometido con la idea de que sea intolerablemente injusto pedirle a un gobierno nuevo asumir responsabilidad de lo hecho por otros anteriores. Después de todo, se dicen, si ya no creemos en Menem o De la Rúa, ¿por qué deberíamos pagar por sus errores? Igualmente misteriosa en opinión de «la gente» es la negativa terca del «mundo» a reconocer que por haber sido Kirchner un adversario interno de Menem, le corresponde olvidarse de todos los compromisos firmados en los años noventa.
Con miras a dar una pátina de racionalidad a su postura, el gobierno insinúa que la pobreza en la que está hundida más de la mitad de la población del país no tiene nada que ver con la clase política en su avatar actual por ser la consecuencia de la rapacidad de los acreedores, sin excluir a los fondos previsionales locales que fueron obligados a comprar bonos en el casino estatal, de la estupidez de los técnicos del FMI, que no entienden nada de economía y son indiferentes ante los sufrimientos de los argentinos, y de la venalidad de los compinches nativos de aquellos canallas. Una vez ratificado este detalle, podría parecer razonable el planteo oficial de que cualquier intento de pagar el dinero adeudado redundaría automáticamente en «el hambre de millones de argentinos».
Aunque nadie en sus cabales creería que todo el dinero recaudado por el Estado es invertido en asistencia social, de modo que sólo un genocida en potencia pensaría en la posibilidad de aprovechar el superávit para saldar algunas deudas, muchos han estado más que dispuestos a tomar al pie de la letra la retórica presidencial en tal sentido que, huelga decirlo, se asemeja muchísimo a la empleada por los gobernadores feudales de provincias paupérrimas toda vez que piden más plata al jefe máximo en Buenos Aires. Según ellos, la miseria de sus comprovincianos no se debe a la combinación de inoperancia y codicia de los caudillos, sino a la resistencia ajena a enviarles dinero.
Sería sin duda bueno que todos los gobernantes estuvieran dispuestos a asumir plena responsabilidad por los frutos de sus labores y actuar en consecuencia, pero sucede que en la mayor parte del mundo los más prefieren atribuir a otros el estado de su jurisdicción, el que por lo general es calamitoso. Tal actitud puede comprenderse. Por ser el oficio del político, trátese de un demócrata civilizado o de un tirano criminal, tan ferozmente competitivo, es natural que sus practicantes se esfuercen por hacerle creer a la gente que los éxitos se han debido a su propia sabiduría y los fracasos, a las malas artes de enemigos aviesos. De más está decir que si los éxitos escasean y abundan los fracasos, el problema planteado es enorme. En la situación así creada, los gobernantes no tendrán más alternativa que la de repartir las culpas con tanta generosidad que no les quede ninguna, pero si bien tal táctica puede resultar provechosa en el corto plazo, en el largo suele ser contraproducente porque, además de depender de un análisis forzosamente tendencioso de la realidad, brinda a los acusados de provocar los desastres más recientes una multitud de motivos para querer desquitarse.
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite desde $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios