La gran manzana, el rompecabezas imposible

Nueva York es un gigantesco rompecabezas donde confluyen las más variadas culturas. Intentar armarlo, con el fin de obtener así una imagen completa, es un acto de soberbia incluso para los «newyorkers», sus hijos predilectos. En este Cultural, tres periodistas de

«Río Negro» que visitaron la ciudad de ciudades juegan con algunas de las piezas sueltas y describen postales, insólitas y atrapantes, de la Gran Manzana.

«1900», el personaje protagonista de un filme de Giusseppe Tornatore, recordaba en uno de sus monólo-gos que entre los inmigrantes que por miles llegaban en barco a Estados Unidos en las décadas del «20 y el «30, siempre había uno predestinado a anunciar, cuando las nubes se despejaran: «¡Es la América!». Y la América era la Estatua de la Libertad.

Después de tantas horas el cielo se abre para anunciar la profecía. Dios acaba de terminar el centro del universo y ya le puso nombre: Nueva York. Unos minutos antes de aterrizar repetimos la sensación del inmigrante europeo: es la América. Imponentes edificios. Civilización y paroxismo. No es un privilegio menor ver con nuestros propios ojos la ciudad de ciudades. Ridley Scott nos regaló un placer similar, aunque ficticio al fin, de la Roma de principios de siglo en «Gladiador». La ciudad es un espectáculo poderoso. Dentro de cientos de años, tal vez un extraterrestre se pregunte: ¿cómo pudieron estos seres tan pequeños levantar semejantes estructuras?

«¡Go, go, go, go!», dice una especie de portero enorme, traje oscuro impecable y gorra de capitán, que está a punto de cerrar unas enormes puertas de hierro. La gente corre sin cuidar las formas. Ultimo llamado, el ferry con destino a Brooklyn no espera más. Se cierra el portón. El viaje es gratis pero sin guía. Sólo otro rutinario ida y vuelta en pocos minutos entre Manhattan y Brooklyn que lleva trabajadores, estudiantes y uno que otro turista de bolsillo apretado. Un grupo de escolares no para de chillar durante los 20 ó 30 minutos que dura la pequeña travesía. La visión se hace más clara aun desde el agua. De pronto, la realidad. No es una pieza kitsch de colección sobre el piano. La estatua de la Libertad, enorme y… verde. El barco hace su ruta, dos turistas alemanes se toman fotografías el uno al otro y piden colaboración, no faltaba más. ¿Le devolvemos el favor? No, gracias, no traemos cámara. De regreso, las puertas de la ciudad se abren nuevamente. Aquí comienza el Battery Park y su colección de masajeadores chinos. Te toman del brazo, todos quieren aliviar el dolor ajeno. Inmediatamente el distrito financiero. Pero es sábado, los bancos duermen.

«Qué pasa primo… ¿estás perdido?», dice el chico dominicano, buena gente. Pantalones y remera blancos. Simpático. Indica el camino en una ciudad en la que cuesta perderse. Son líneas que suben y bajan con coherencia. El mayor laberinto de la ciudad es China Town, donde todo parece confluir antes de dividirse por última vez. Pero este lugar es sencillo. En la Avenida de las Américas, cerca del Madison, los restaurantes de pizza y comida oriental asaltan la calle. La bijouterie se pelea por un espacio en el apretado universo de Manhattan y las remeras con el logotipo «Nueva York» explotan en la cara de los transeúntes.

Cerca de las cuatro de la tarde, un escape de gas, una cloaca tapada o algo por el estilo hace lento el tráfico en el barrio de Chelsea, en 27 y 6. Hollywood no ha inventado nada, aquí está el material básico. Los norteamericanos son así, como en las películas. Llegan los bomberos, al menos tres carros relucientes. Unos tipos disfrazados de astronautas con soberbios trajes antiflama. También la Guardia Civil, por supuesto la policía. Patrullas del tamaño de un bote y uno que otro vaquero a caballo. Precintan el problema. Se escucha un helicóptero. En 10 minutos gastan toneladas en plástico, carteles, nafta y tiempo hombre. Trabajan el resto del día hasta la madrugada. A la mañana siguiente el problema es un sueño. Otra película con final feliz.

Broadway es otra a partir de las cinco de la tarde, cuando muchos restaurantes prenden sus luces e invitan a comenzar la noche con un aperitivo en pleno día. La calle de los teatros se asemeja a un interminable y bello escenario. Mientras Nicole Kidman y un amigo acaparan la crítica especializada, en una vereda cerca de los locales de ropa femenina, un grupo de malabaristas se para de cabeza y pide monedas. Uno de ellos junta gente y los salta con increíble facilidad. No son nadie en el mundo del espectáculo pero el show debe continuar.

La buena propina es el principio de una amistad. El mozo de origen indio dice que no sirven pan ni gaseosa. Regalan una copa de vino y cobran el plato de pastas. Aun así, no es demasiado barato. Junto a este local de comida italiana que regentea un turco y que atiende Amed, hay otro de comida tailandesa que a las 7 de la tarde está lleno. Pero Amed vive otra realidad e invita con algo de nostalgia en los ojos a los transeúntes que pasan indiferentes por la sexta avenida en Chelsea, le sobran mesas. La propina sirve efecto. El hombre, fanático del fútbol, y obviamente de Maradona, trae otra copa de vino blanco. Esta corre por cuenta del Tercer Mundo. Tal vez nos veamos mañana. En el barrio hay espacio para todos.

El jazz no nació en Nueva York pero hace décadas que estableció allí su capital. En la década del «20 el Harlem llevaba la voz de la vanguardia pero con los años, entre la marginación y la violencia, fue viendo desaparecer uno a unos sus clubes de música. Hoy el Village ocupa ese lugar. El visitante tarda poco en averiguar que el Blue Note es caro aunque el más famoso. De todas maneras está poblado de buenos refugios donde escuchar el mejor jazz del planeta: Augie´s, Birland, Cameo´s, y tantos otros. Y si no hay dinero ni tiempo siempre quedan opciones gasoleras. Un sábado a la tarde, un grupo de chicos hace jazz en Washington Square Park, y un lunes por la mañana otro improvisa en la Estación Central. La gorra es la entrada.

Esto es Tribeca. Sobre la Pequeña Italia, junto al Soho, a unos metros del Greenwich Village. Nadie que haya visto algo de cine puede sentirse extranjero aquí. Sus calles y su ambiente conforman un ícono de los tiempos modernos. Escaleras por afuera de los edificios, fachadas color ladrillo, bares, calles angostas. Otra vez la película está rodando. La verdadera proeza de las metrópolis son su dinámica cultura multirracial y la consecuente creatividad. Es el punto de coincidencia entre los barrios bohemios, y por ende turísticos, de Nueva York, Londres o Berlín.

Aquí nadie abre temprano. Pero a las cinco es normal pedir la cena. Las luces en el Soho han comenzado a apagarse. No lejos de allí, en el barrio de la Universidad de Nueva York, a las seis de la tarde la fiesta ya dio la largada. Hay pizza, vino y hasta algo de música. El justo aperitivo antes de que los pub de funky, soul, blues o rock dejen pasar a sus habitués a eso de las 10. El itinerario: a las 6.30 una cerveza Corona junto al Lee Strasberg Studio, a las 7 y 30 una pizza en el barrio de la Universidad, a las 8 un whisky en un bar al que se accede por una discreta puerta y una escalera que baja hasta un subterráneo. A las 10 abre el Wha. Funcky, chicas, y más ritmo del que jamás hayamos escuchado salir de un parlante. A medida que avanza la noche sube el calor. La banda invita a su público a cantar, si quieren. Quieren. ¿Es que nadie desafina en este lugar? Nunca fue tan contundente la idea de lo «cool».

Hace unos cinco años Nueva York era conocida, entre otras cosas, por su violencia. Su actual alcalde, Rudolph Giuliani, ha tranquilizado los ánimos y al turismo, claro. A las cuatro, cerca del Wha, la madrugada se entrega con el ímpetu del deseo. El hambre no significa un problema cuando abundan las cervezas y los sándwiches comprados en un supermercado que no cierra jamás. Cada tanto una de las millones de ratas que invaden la Gran Manzana nos congela el bocado en la garganta. En Washington Square Park no pocos duermen con cierta dignidad en los bancos, otros tantos beben y un músico, a esa hora, estudia violín.

Nueva York es Manhattan primero, pero también Queens, lugar de griegos y latinos, Bronx y por supuesto Brooklyn. Tom Wolfe confesó que tardó 10 años en tener una perspectiva auténtica de la metrópolis antes de escribir su obra «La hoguera de las vanidades». Y la ciudad que describe Paul Auster en muchas de sus novelas queda exclusivamente en el distrito de Brooklyn. Pero siempre hablamos de Nueva York.

Como nuestra geografía, salvaje y natural, Nueva York es la sustancia destilada de la civilización. Deben ser muy pocos los «new yorkers» que la conocen verdaderamente. Lo mismo le ocurre, a otra escala, a los porteños y a los patagónicos. Cada día es una puerta que se abre: un boliche nuevo, otro glaciar al que no hemos llegado por cansancio o desconocimiento. La ciudad, un gigantesco rompecabezas que el escritor francés George Perec hubiera querido armar. No hay atajos cuando se la quiere conocer. No alcanza con un paseo arriba de los colectivos rojos. Desde la vereda las situaciones tienen olor, forma y color. Nueva York es la suma de muchas pasiones. Una Gran Manzana, pero también un barrio.

Claudio Andrade


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